Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Génesis 1, 3-4
Newton fue uno de los primeros en proponer algo que hoy parece obvio: el color no es otra cosa más que luz. En 1704 publicó que, al pasar por un prisma, la luz del sol se divide en varios colores, al mejor estilo de la tapa de “The dark side of the moon”. Esta mezcla de colores, que constituye la luz blanca, es lo que llamamos el espectro de luz visible y está formado por los colores que podemos ver también en el arcoíris.
Los humanos detectamos estos colores gracias a que en nuestra retina existen tres tipos distintos de células fotorreceptoras (foto=luz), llamadas conos. Cada uno de estos detecta un color del espectro RGB ─red (rojo), green (verde) y blue (azul)─ y funcionan cuando hay grandes cantidades de luz, de allí que por la noche o en la oscuridad nos cueste tanto distinguir los colores. Cuando decimos que la sangre es de color roja, estamos diciendo que, al ser iluminada con luz blanca, absorbe todos los colores del espectro salvo el rojo, que impacta y es reflejado (“rebota”) para ser captado por los conos de nuestros ojos que detectan ese color, y luego es decodificado por el cerebro como “rojo”. De manera análoga, si percibimos que una flor es violeta, es porque de la misma posición espacial “rebotan” luz roja y luz azul, que son captadas por los conos del R y B, respectivamente. Esa información es trasmitida a nuestro cerebro, que la integra y compone el color violeta.
En el arcoíris, los colores se separan y se muestran en orden. El color que proviene de cada posición activa distintos fotorreceptores (rojo, verde, azul) o bien, las combinaciones de ellos. Así podemos ver el azul violáceo, el cian, el verde, el amarillo, el rojo/anaranjado y el rojo/púrpura, es decir solo seis colores, y no los siete tan promocionados. ¿Dónde está el que falta? Dado que el violeta y el rojo se encuentran en los extremos del arcoíris, no existe un punto en el que se encuentren. En consecuencia, el cerebro no percibe el color que resultaría de su solapamiento: el magenta o fucsia. La confusión surge del propio Newton, quien creía que la ley de los siete regía el Universo (siete planetas conocidos, siete notas musicales, siete días de la semana, etc.), y motivado por sus creencias alquímicas, no dudó en describir los “siete” colores del arcoíris, lo cual fue refutado más adelante por otros científicos como Isaac Asimov.
Lo cierto es que dentro del reino animal, no todos somos sensibles a los mismos colores. Muchos mamíferos, como los perros, ven menos colores que el humano, porque solo tienen dos fotorreceptores en su retina. Por tanto, al igual que muchos daltónicos, distinguen los colores en la gama del amarillo y del azul, pero no así del rojo y del verde. Eso probablemente explique por qué las combinaciones de estos dos últimos colores (gama de los verdes, marrones y pardos) están presentes en el camuflaje de muchas presas de mamíferos carnívoros, los cuales pueden tener dificultades para distinguir claramente a su presa de un arbolado verde donde se esconde.
Por el contrario, las aves y algunos peces tienen cuatro fotorreceptores, por lo que su espectro visible es más amplio e incluye el UV. Esto les permitiría distinguir su alimento, las presas y los predadores de su ambiente, donde predomina el azul. Las abejas y las mariposas también pueden ver la luz UV (como la luz negra) por lo que pueden percibir otras propiedades del ambiente, como por ejemplo ciertos patrones de las flores que las guían a su interior e indican la cantidad de polen y néctar que contienen. Hasta el momento, el animal con el sistema visual más complejo que se haya descubierto es el camarón mantis. El ojo del crustáceo tiene una serie de filtros y dieciséis fotorreceptores, que le permiten distinguir los colores del espectro visible para el hombre, la luz UV y la luz polarizada (como la que filtran los lentes “polarizados”).
El color que vemos es una interpretación de la realidad, a partir de la información que detectan nuestros ojos, una construcción de nuestro cerebro que nos permite conocer lo que nos rodea. Sin embargo, los escritores Nobokov, Rimbaud, el pintor Kandinsky y los músicos clásicos Liszt y Mozart podían ver colores sin necesidad de luz o de drogas alucinógenas. Mientras que los primeros percibían colores asociados a signos, letras o números (sinestesia grafema-color), los últimos visualizaban colores al escuchar música (sinestesia música-color). La sinestesia (del griego, “sentir junto”) es una condición alterada de la percepción, por la cual la estimulación de un sentido también conduce a la activación de otro. Se cree que se debe a una estimulación cruzada de dos áreas del cerebro que normalmente procesan informaciones sensoriales diferentes. Así Rimbaund escribía poesía de acuerdo a los “colores de las vocales”, Kandinsky “pintaba sinfonías” y Liszt le pedía a la orquesta que tocara un “poco más azul”.
Desde tiempos inmemoriales, el hombre no solo ha percibido los colores de su ambiente, sino que los ha “obtenido” a partir de fuentes naturales y los ha utilizado para diversos propósitos. Las pinturas rupestres son probablemente la primera evidencia de la aplicación de tecnología vinculada a los colores. En ese entonces, se extraían los pigmentos de fuentes minerales, vegetales o incluso de fluidos o desechos corporales (sangre, heces). Los hombres pintaban con unos pocos colores y muchos de sus dibujos tenían una finalidad social o esencialmente mágica, ritual. Creían que representando imágenes de su cacería se asegurarían el éxito sobre el animal y la vuelta a casa seguros con la presa. Podríamos, entonces, decir que las pinturas rupestres son los primeros indicios del uso del color, como parte de la búsqueda del hombre de controlar, modificar o entender su propia vida social y la naturaleza. Con el tiempo, no hemos perdido esa costumbre, sino que la refinamos.
Goethe estudió y probó las distintas reacciones del humano frente a diferentes colores. Su teoría fue la piedra angular de la psicología del color, que postula que cada color puede transmitir sensaciones particulares de acuerdo a la cultura y sus circunstancias, por ejemplo: el blanco se lo asocia con la paz; el rojo, con la ambición; y el verde, con lo natural. Estos principios son ampliamente utilizados para el diseño del logo de una marca, del packaging de un producto o de una publicidad digital, entre otros elementos de marketing. En esta misma línea, el color es uno de los atributos más valorados a la hora de elegir un alimento, de allí, la vasta utilización de colorantes alimentarios para “embellecer” nuestra comida. A esto se suma nuestra propia estética, donde los pigmentos se hacen presentes en la tinción de los textiles de nuestra ropa, el maquillaje, los tintes del cabello y hasta en el bronceado perfecto que da la cama solar (en este caso, nuestros propios pigmentos de células en la piel).
En la naturaleza existen otros recursos, distintos de los pigmentos, para generar color. Las alas de las mariposas y las plumas de los pavos reales tienen “color estructural”, debido a que presentan estructuras microscópicas que no solo reflejan ciertos colores, sino que estos se interfieren (interactúan) en distintos ángulos, dando lugar a otros de acuerdo a cómo se los mire, de allí que lucen tornasolados o metalizados. Este fenómeno también es la base del cambio de color de algunos camaleones, que poseen células similares a microespejos, que, al reorientarse, reflejan luz de otro color y se modifica la interferencia óptica.
Algunos organismos, como las luciérnagas, son bioluminiscentes, es decir, emiten luz como producto de una reacción química de una forma similar que el cotillón luminoso. Por su parte, otros animales como los escorpiones y algunas medusas son fluorescentes, tienen moléculas en su superficie llamadas fluoróforos que absorben luz UV (alta energía), se excitan y emiten luz en el espectro visible (de menor energía). A principio de los años sesenta, el científico japonés Shimomura aisló, de la medusa Aequorea victoria, la proteína responsable de su fluorescencia a la que denominó “proteína verde fluorescente» (en inglés, GFP).
En los años noventa, se comenzó a utilizar la GFP en investigaciones de biología molecular y celular para visualizar procesos que, de otra forma, serían indetectables, como la reproducción celular, la activación del sistema inmune o la proliferación del virus del dengue, entre otros. El científico chino Tsien modificó la GFP y generó otras proteínas fluorescentes de diferentes colores, permitiendo ampliar los análisis y, por ejemplo, identificar cada una de las neuronas que constituyen un circuito nervioso complejo con dieciséis alternativas de color distintas (ver Brainbow o “cerebro arco iris”). Además, para poder llevar a cabo muchos de estos estudios, se desarrollaron ratones modificados genéticamente u otros organismos modelo, a cuyos genomas se incorporaron el gen de GFP o alguna de sus variantes por técnicas de ingeniería genética. También se insertaron genes de proteínas fluorescentes en el genoma de otros animales y plantas de las más diversas especies, con el fin de demostrar que se puede transferir genes de una especie a otra y que se pueden heredar. En la actualidad, existen numerosos animales portadores del gen de GFP, entre ellos bacterias, levaduras, hongos, peces, moscas, conejos, perros, gatos y monos. El descubrimiento y la utilización de la GFP y sus derivados revolucionaron la investigación científica, lo que le valió a Shimomura y Tsien el premio Nobel de química del 2008. De esta forma, a pesar de que el hombre cambió los rituales mágicos por la investigación científica, el color persiste como elemento esencial, al abordar el conocimiento de la naturaleza.
El desarrollo de la vida en la Tierra estuvo atravesado por el color prácticamente desde sus orígenes. Hace unos 2.500 millones de años, las cianobacterias o bacterias verde azuladas invadieron la atmósfera de oxígeno gracias a una variante de fotosíntesis llamada oxigénica (generadora de oxígeno). Este tipo de fotosíntesis requiere de un pigmento verde esencial: la clorofila. Fue este evento el que permitió la evolución tanto de la biosfera terrestre como de la acuática. Tiempo después, una célula antecesora de las plantas incorporó una cianobacteria y establecieron una simbiosis. Así surgieron los vegetales pluricelulares que hoy conocemos, con la bacteria ancestral transformada en sus cloroplastos. Gracias a que estos cloroplastos tienen clorofila y otros pigmentos accesorios (carotenos), los vegetales captan la luz de la mayor fuente de energía disponible, el sol, y la transforman en energía química que se almacena en sustancias alimenticias que también aprovechamos, como el almidón. Queda en evidencia entonces que el color tiene tanto impacto en nuestras vidas que no solo condiciona la realidad circundante e influye sobre las actividades humanas, sino que, también, la gran mayoría de las especies que hoy habitamos el planeta no hubiésemos existido ni sobrevivido sin él.