Ya sabemos bastante sobre el funcionamiento de la deuda a nivel macro. Entendemos cómo funciona a nivel global, como un dispositivo de captura. Las entidades financieras otorgan dinero a cambio de determinadas medidas o proyectos económicos que funcionan de garantía, pero en realidad son “contraprestaciones”. La deuda, como dispositivo financiero de captura, es un servicio. Importa menos el dinero que las condiciones. Por gigante que fuera una deuda, a largo plazo cualquiera sería pagable. El problema real está, como ya sabemos, en ese contrato que se firma con el diablo, donde las condiciones de negociación nos son siempre desfavorables. El pago es diferido, lo importante son las medidas que funcionarán a largo plazo, aquellas que, lejos de asegurar el pago, aseguran la destrucción del acreedor para poder solicitar la ejecución de la deuda en activos que representen la soberanía nacional. Un ejemplo claro: Grecia se vio obligada a vender islas y aeropuertos para hacer frente a las deudas luego de la crisis desatada en 2008. Pero, nuevamente, eso es algo que ya sabemos. Ninguna persona suficientemente interesada en estos temas se atrevería siquiera a cuestionar el rol que cumple el sistema financiero mundial en estos casos. Cada país que ha colapsado con las recetas del FMI es testimonio suficiente. Bastan un par de años de flexibilización total para que cualquier terreno se transforme en un lugar decadente, mezcla de páramo y shopping. Así que no, eso no es lo que nos va a interesar ahora. Para esta reflexión nos interesa algo más pequeño: la atomización de la deuda. Ese fenómeno macro se sostiene en el mundo de las prácticas micro y se dispersa como un virus con capacidad de generar mutación genética. En el plano micro, la deuda cumple la función de modificar nuestra conducta a un nivel tan íntimo que seamos incapaces de volver a la normalidad. Ese virus altera nuestra conducta, nos impide un ejercicio libre de nuestra energía y nos limita en la soberanía de nuestros cuerpos: la deuda es, sobre todo, una “hipoteca libidinal”.

Empecemos en el nivel más básico de la generación de valor: el trabajo. Es ley que quien no posea medios de producción venda su fuerza de trabajo, que no es otra cosa que su cuerpo. Pensemos el cuerpo como una máquina más, con una vida útil “X”, un stock de energía variable “Y” y una capacidad de liberación de energía diaria “Z”. Como toda máquina necesita energía y mantenimiento. En los modelos más precarios del capitalismo, se obligaba a los cuerpos a sostener de manera continua un nivel de liberación de energía alto por un tiempo prolongado, sin mantenimiento ni recarga energética adecuada. Esto, obviamente, limitaba la vida útil de los cuerpos. El nivel de plusvalía era alto y el costo era la mano de obra descartable. La transformación de ese modelo en uno que contemple los derechos laborales implicó una modificación en el sistema de extracción de plusvalía. Cada crisis del sistema actúa como un momento de desequilibrio y redistribución de fuerzas que permite la actualización del sistema de extracción de plusvalor. Aunque eso tampoco es una novedad. Ya Marx analizó en El Capital la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Lo importante, a fin de cuentas, es la lucha incesante del capitalismo por mantener la tasa de ganancia lo más alta posible, frente a un −¿inevitable?− colapso. Una de esas formas, de esos mecanismos, es la deuda. De nuevo, no hablamos de La Deuda con mayúscula, sino “la deuda”. Si bien ambas están relacionadas, sabemos que “la deuda” puede ser un factor principal en una sociedad, incluso en una economía en pleno crecimiento: hipotecas, créditos, tarjetas de crédito, segundas hipotecas, etc. Frente a La Deuda de un país, que puede unirnos a todos bajo una causa común (“No al pago de la deuda”, “No vamos a aceptar las directivas económicas del Fondo”, “Deuda, nunca más”), la deuda cotidiana es individualizante, implica un compromiso no solo financiero (eso es lo obvio) sino psíquico y físico, al mismo tiempo que desplaza la pregunta sobre el Nosotros (¿Podemos pensar un nuevo sistema económico para el país? ¿Qué modelo de sociedad queremos?), al ámbito particular: “Yo” o “nosotros” (núcleo familiar). Esa individualización construye la urgencia de la supervivencia, no hay lugar para un más allá: el presente es la deuda, el futuro también. El cuerpo, como cheque en blanco, se dispone a cumplir con su pacto demoníaco, un pacto a cambio de un auto, una casa más grande, un televisor nuevo, una heladera, un equipo de aire acondicionado, vacaciones, lo que sea. Tarde o temprano, aquello que parecía accesible, 12 o 18 cuotas de un bajo monto se transforman en miles y miles de pesos. Toca trabajar para mantener esos “privilegios”, toca postergar el placer para satisfacer el contrato y no perderlo todo. En el tomo 2 de los seminarios de Deleuze Derrames II. Aparatos de Estado y axiomática capitalista, el autor se pregunta sobre cómo habrán hecho las ciudades para hacerse de la potencia de las máquinas de guerra (grupos de guerreros o asesinos a sueldo contratados para defender las ciudades que no poseían un ejército). No tarda mucho en concluir en que algo habrá tenido que ver el dinero y el sistema financiero en ese proceso de apropiación de la potencia bélica.

Pensemos, ahora, en lo que anteriormente llamé “hipoteca libidinal”. Entendamos la libido como algo que excede el plano de la práctica sexual. La libido es una pulsión vital, la energía del deseo en su estado más puro: puede ser trabajo, amistad, revolución, sexo, proyectos personales o arte. Es el stock de energía psicofísica disponible, potencia pura. El conflicto es que, al mismo tiempo que esa energía es fundamental para realizar nuestros devenires, también es la moneda de cambio principal que poseemos como “mano de obra”. ¿Qué sucede entonces cuando la deuda introduce un desequilibrio en ese balance? La deuda implica, necesariamente, una “reducción del déficit libidinal”, un nuevo equilibrio en la balanza de pagos en la que el cuerpo es el acreedor. Una vez producido ese “ajuste”, destinada ya la energía libidinal al pago de la deuda, debemos administrar nuestra vida social con lo que nos resta. Nuestra capacidad de asociación disminuye, nuestro apetito sexual merma, nuestra empatía también. El equilibrio en la balanza energética de pagos lleva a un desequilibrio en el funcionamiento vital, en el que la extracción de plusvalía libidinal es inversamente proporcional al ingreso del goce, la satisfacción, la adquisición de nuevas conexiones que alimenten nuestra potencia. No es extraña, entonces, la observación de la revista Archives of sexual behaivoir de la Universidad de San Diego, que señala que las generaciones nacidas entre los ochenta y los noventa (¡oh!, casualidad, época de la explosión del modelo neoliberal en el mundo) tengan menos relaciones sexuales que las generaciones precedentes.

Esto se vuelve peor cuando pensamos en los afectos. Como señala el colectivo Juguetes Perdidos en La gorra coronada, lo que produce también la deuda es una derechización afectiva, antes que ideológica. El corrimiento del Estado como garante de las condiciones de vida de la gente para darle, en una articulación diabólica, piedra libre a las fuerzas mercado y sus diversos agentes cómplices (empresas, medios de comunicación, fuerzas de seguridad, etc.), hace que la experiencia de la vida endeudada o, como lo llaman ellos, “la vida mula”, lance al individuo a una guerra por la subsistencia, por el sostenimiento de su vida precaria, donde todos son potenciales enemigos. El otro es mi enemigo, no porque sea de derecha o izquierda, sino porque su accionar puede dificultarme (aún más), mi subsistencia. Una manifestación, una acción que revele disconformidad y rompa con el statu quo, puede ser un peligro mortal para mi capacidad de pago de deuda: DÉJENME LLEGAR AL TRABAJO, YO QUIERO LABURAR, NECESITO LABURAR. Cada vida se transforma en una esfera energética conectada solo con el capital. Esa esfera ya no es solo apática sino ecpática, ya que se somete a un proceso voluntario de exclusión de sentimientos, actitudes, pensamientos y motivaciones inducidas por otra persona.

La deuda reclama algo así como una relación exclusivamente monogámica con el Capital (estoy casado con mi trabajo). No es extraño que haya una relación directa entre la represión sexual y el paulatino distanciamiento humano en los países donde el capitalismo se desarrolla de forma más dura, como los países asiáticos. No, no es el confucianismo chino, tampoco el pudor japonés. En esos países, el contacto parece limitarse, cada vez más, al estrictamente necesario para la reproducción biológica y la del capital, todo lo que atente contra eso es similar a la peste. En el capítulo de Japón, de la serie documental Sexo y amor en todo el mundo, conducido por Christiane Amanpour, se expone claramente el funcionamiento de la “hipoteca libidinal” en el seno de las relaciones sociales y amorosas. Si bien hay individuos que se resisten a ese estilo de vida, los estudios recientes de la Universidad de Tokio revelaron que: “En los últimos 20 años, la falta de sexo creció en la población de entre 18 y 39 años. En las mujeres subió del 21,7 % en 1992 a 24,6 % en 2015. En los hombres, trepó de 20 % a 25,8 %. Cuando los números se dividen en rangos de edad más pequeños, se observa una tendencia hacia el aumento de las tasas de virginidad, incluso entre los adultos mayores de 30 años. De hecho, uno de cada 10 treintañeros sigue virgen”. Los motivos detrás de eso, también parecen ser económicos: aquellos con altos ingresos y trabajo estable tenían más posibilidades de tener relaciones sexuales. Por lo que nos cuenta el documental de Amanpour, esas posibilidades rara vez se ejecutan una vez que la familia ya ha sido construida. Lo social, lo colectivo, la amistad, el amor, el sexo, deben ser dosificados a cuenta gotas para sostener el ritmo de producción capitalista acelerado que sostienen las grandes potencias económicas. Si vemos los documentos de culturas como China y Japón en su etapa precapitalista, previa también a toda adopción de modelo occidental (sea el capitalismo o el comunismo), la sexualidad no era un problema: arte erótico y poligamia eran la regla. Desde el periodo Edo hasta el final de la era Meji, Japón cultivó el shunga (primavera), un arte erótico que llegó a su fin (¡oh!, casualidad) con la apertura de Japón al mundo occidental y su “modernización”. Pero, obviamente, esto no es exclusivo de “oriente”. Todo el mundo “civilizado” consagra la idea de una distancia prudencial entre los cuerpos (hoy más que nunca). Esa distancia parece ser el síntoma del miedo a sufrir la afectación a la que están predispuestos naturalmente los cuerpos. Despersonalizar las relaciones es, antes que nada, “descorporizarlas”, “deslibidinizar” los cuerpos en ese sentido. En Latinoamérica también hemos vivido eso durante los procesos de neoliberalización llevados a cabo por los golpes de Estado. Las fiestas populares y las reuniones numerosas fueron prohibidas, no porque fueran situaciones peligrosas en términos de caldo de cultivo ideológico de algún tipo de rebeldía, sino porque hay algo en el encuentro de los cuerpos, de la forma en las que se llaman y se rechazan mutuamente, que nos dicen que hay algo más. El capital no desea cuerpos con potencias libidinales que no puedan ser subordinadas a la producción, porque cuando se acumulan tienden a la revuelta.     

Esta relación entre energía libidinal y Capital nos obliga a volver a la idea de “potlach” que tan bien trabajó George Bataille. Si el capitalismo nos somete a una “hipoteca libidinal” que merma nuestra energía transformándola en plusvalor continuo a través de la deuda, destruyendo nuestra soberanía sobre nuestro cuerpo, acaparando nuestra capacidad de agenciamiento con nuevas potencias, su antítesis es el “potlach”, el gasto improductivo. No es hasta el momento en el que recuperamos nuestra “soberanía libidinal” que volvemos a ser capaces de algo. No hace falta hacer un gran ritual donde prendamos fuego nuestras pertenencias, para mostrar nuestra fuerza (aunque tampoco está mal). Nuestro “potlach” es el ejercicio libre del sexo, la amistad, la asociación colectiva, la lucha, la revolución.

Las escenas de las revueltas que se iniciaron en Chile en 2019 nos muestran que incluso ese sistema de dominio que parece perfecto tiene un límite. El deseo de extracción de plusvalía no tiene límites, pero el cuerpo sí. Por eso la primera subversión siempre es afectiva y erótica. No hay revolución sin placer, sin fiesta, sin la recuperación gozosa del stock de energía libidinal que nos hace capaces de nuevos agenciamientos, porque implica un desborde, un hacia afuera, un hacia-el-otro, la aceptación de que un “Yo” no es suficiente, de la relación vampírica y abusiva con el capital. Ahí donde recuperamos la amistad y el sexo, recuperamos la vida, y, paradójicamente, mientras más energía gastamos en ese “potlach”, más recibimos, más se multiplica. A la relación monogámica del capital, donde el deseo es censurado y sublimado únicamente en el trabajo, recibiendo a cambio la endeble seguridad de no perderlo todo, se le opone la producción colectiva del deseo, que sin embargo no es homogénea, solo está ligeramente orientada hacia un sentido, una dirección, ahí donde corren los afectos y el placer.  ¿No deseamos más y mejor con otros? ¿No son las formas-de-vida con potencias similares las que funcionan de combustible? ¿No parece infinita la potencia de los cuerpos enamorados? La sociedad chilena parece haber redescubierto, o al menos haber vuelto a preguntarse, lo que puede un cuerpo.     

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