Los municipios costeros de la zona norte de Buenos Aires sufrieron intensas transformaciones urbanas en la última década. Vicente López y Tigre son los ejemplos más extremos. El primero vinculado a una urbanización a lo Puerto Madero; el Río cotiza, y la costa aparece como un territorio en disputa. El último, al desarrollo de barrios privados y con una fuerte impronta turística.
En la última década, al calor del crecimiento del negocio inmobiliario, la zona norte giró sobre sí misma y empezó a mirar de frente al río. Una zona devaluada y descuidada durante años empezó a ser objeto de planeamiento urbano luego de que el concejo deliberante, durante la madrugada del 24 de diciembre de 2004, votara un enorme paquete de medidas alterando el código urbano vigente. Fue en una sesión trasnochada, en la que los concejales, tras simular haber levantado la sesión y retirarse del recinto, volvieron a las cuatro de la madrugada y votaron en pocos minutos el paquete de medidas ya sin la presencia de los vecinos en el concejo. Se abrió así la puerta a la radical transformación que iba a sufrir la zona costera del municipio. La obra más importante, central para todo el proceso urbanizador, fue el vial costero, pensado inicialmente como una vía para descomprimir el tráfico de la Avenida Libertador, teniendo en cuenta que el proceso urbanizador en su totalidad, se estimaba, iba a atraer a cincuenta mil nuevos habitantes al municipio (sobre una población total de trescientos mil).
La ofensiva del negocio inmobiliario y de la municipalidad encontró el respaldo del estado provincial y del nacional, pero también la resistencia más activa de la que se tenga memoria en un municipio tradicionalmente reacio a involucrarse en asuntos políticos. Durante 2010, año en que finalmente comienzan las obras del vial, se registra el momento más intenso de resistencia, dirigida por la Asamblea “Unidos por el Río”, que lleva adelante una diversidad de estrategias, desde acampes en zonas que serían afectadas por el paso del vial, hasta festivales y marchas a la municipalidad, exigiendo frenar la construcción de la autovía. Con el tiempo, el carácter de la lucha va intensificándose y afinando sus consignas, y lo que había comenzado planteándose desde la perspectiva de un conflicto vecinal, con reivindicaciones en torno al uso del espacio público y a la calidad de vida, va adquiriendo un espesor que lleva a plantear el conflicto sobre un trasfondo más profundo, en términos de lucha contra la lógica intrínseca del capital y su necesidad de avance sobre territorios públicos.
Además de la construcción del vial, aquella sesión dejó aprobada la construcción de cuatro edificios de dieciocho pisos, otro de veinticuatro (frente al puerto), un shopping, cines y un estadio cubierto con capacidad para veinte mil personas. Si bien estos dos últimos no se construyeron, diez años y monedas después, vencida la inicial resistencia popular, la mutación que ha sufrido la zona costera del municipio es más que evidente, con la construcción de decenas de nuevos megaedificios, muchos de ellos de más de veinte pisos.
En un principio, fueron mayormente edificios de oficinas, relativamente bajos, que encontraron en la costa norte un lugar cercano a la capital, un poco menos costoso y menos congestionado que ésta, pero al poco tiempo, le siguieron los edificios residenciales. La franja mayormente afectada incluye unas treinta cuadras de largo y otras tres de ancho, estas últimas desde Avenida Libertador hasta el Río.
A esta altura, Libertador es la avenida de los concesionarios de autos, de los pendejos ricachones onda Relatos Salvajes que se calientan escuchando el ruido del motor cuando aprietan el acelerador. La avenida de los pisteros y sus autos tuneados, por eso mismo también la avenida del mural en memoria de las víctimas de los accidentes de tránsito, porque fue en la confluencia de esa avenida y la calle Corrientes donde un pibe en pedo atropelló con el auto de sus papis a Kevin Sedano. Su mamá iba a convertirse en una incansable luchadora para conseguir derrotar la impunidad que intentó comprar la familia del acusado y en una referente de la lucha por las víctimas de accidentes de tránsito. Y por último, también, la avenida de los boliches: Sunset y Kika. El primero, un histórico boliche, medio mersa y farandulero, punto de referencia para la juventud con guita de la zona norte y zona oeste. Y Kika, más para la pendejada local y porteña. Y claro: kheyvis, antecedente más inmediato de Cromañon, del que todavía hoy, veintitantos años después del incendio, solo quedan las ruina en un lote baldío, una excepción sobre la que no pudo avanzar la furia inmobiliaria.
De esos boliches ya no queda ninguno. Fue atenuándose un poco ese tránsito obsceno, la nocturna masturbación automotriz, la electrónica. Libertador fue perdiendo un poco esa impronta bolichera a medida que se fue diseñando como un espacio residencial. El efecto es esa nocturnidad un poco espectral que fue adquiriendo en los últimos años, a lo Puerto Madero, que da esa sensación desolada de ciudad posapocalíptica, en la que parece que podrían, de cualquier esquina y en cualquier momento, brotar zombies.
La impresión general que produce ahora la zona es que lo monumental puede ir a la par de lo aséptico, que puede existir algo así como una monumentalidad castrada. Esos edificios parecen un enorme monumento a la castración. Son imponentes, pero pulcros y deslucidos. Las grandes torres que avanzan y pueblan, cada vez, más la zona tienen un aspecto anoréxico, como un asquete a cualquier impulso vital, una estética de laboratorio que solo parece poder albergar vidas zombies o cyborgs. Antes que lujo, expresan perfección, como si las hubiesen diseñado mentes a las que solo les calienta la operatividad y la eficacia.
Pero toda esa estetización y pulcritud asfixiantes, esa lógica de maqueta hecha realidad dejaron fuera de sus planes el elemento conurbano del asunto. El urbanismo no tuvo en cuenta el conurbanismo, y a escala real todo resultó menos rosa de lo planeado. La zona, a diferencia de buena parte de las franjas de río de San Isidro, San Fernando y Tigre, no pudo ser privatizada y entregada a barrios privados y, por eso, sus fronteras no quedaron “inmunes” a la conurbanidad.
El vial costero finalmente se construyó, pero en un tramo más reducido y que no funciona como aliviador del tránsito de Libertador. Como un modo de desactivar las protestas, se decidió que el vial quedara cerrado al tránsito durante los fines de semana, habilitándolo como peatonal. A partir de ese momento, la afluencia al río empezó a ser mucho más intensa y empezó a frecuentar la zona “mucha gente que viene de otros lados” diría un “buen” vecino demasiado polite como para mostrar su fascismo.
Ni lucha ni conciliación, hoy por hoy, las tardes soleadas a la orilla del río de Vicente López arrojan más bien el panorama de una convivencia tensa entre clases. Ni integración ni confrontación. Van con planes diferentes. Hacen un uso muy distinto del espacio público, y la tensión se produce más por la evidencia de esos tan disímiles modos de vida que por otra cosa. Una pareja que está vestida onda running ve a un grupo de pibes y pibas jugando en el agua contaminada y comenta: “Cómo se pueden meter ahí, les puede agarrar cualquier cosa”; “Pero esa agua es re sucia”, comenta otra mientras mira al mismo grupo, y se tiene la impresión de que quisiera, por añadidura, trasladar el adjetivo a los que se están bañando.
La gente de la zona no se mete al río. Nunca. El río y las orillas están llenos de basura. La convivencia se hace áspera. A primera vista, resaltan las diferencias, pero parece todo “tranka”, y sin embargo la gente de la zona se siente incómoda, invadida. A veces incluso no entiende lo que pasa. Ya casi en verano, por ejemplo, pueden llegar, desde las oscuras e insondables profundidades conurbanas, largas filas de caminata de personas vestidas de blanco que copan la costa con carpas, o que simplemente, así como vienen, con sus vestidos o atuendos blancos y sus canastos llenos de flores amarillas, escoltadas por una percusión, se adentran al río para dejar sus ofrendas. Son umbandas, y, a falta de mar para ofrendar a sus Orixás, se acercan al río. Muchas veces son familias ampliadas las que llegan a pasar la tarde: la abuela, el hijo, la nuera y los pibes. Loneta, mate, sillita, heladera portátil, a veces carpa. Se viene como de campin, a pasar la tarde, a instalarse, a echarse, a estar al aire libre y a jugar un rato. El fin de semana está para recrearse, pero sobre todo para descansar, para dormir la siesta echado al sol, para meterse al agua, para tomar mate y para comer.
La gente de la zona, en cambio, hace un uso hibridado a la propuesta municipal. Hace uso del “circuito de running” (auspiciado por Gatorade), de la pista de skate, de las mesas de ping-pong, de los paradores, de las canchas de fútbol,–de tenis o de las de básquet. No dejan de circular, de moverse. El tiempo se aprovecha. Durante la semana y durante el fin de, no importa cuándo, el tiempo tiene que ser aprovechado.
El vial es territorio casi exclusivo de la gente de la zona. Ahí todo marcha sobre ruedas: skate, patines, rollers, bici. Más que de paseo y recreación el ánimo tiende a ser deportivo, un tanto dietético y fitnes. De a ratos, parece una especie de campo de entrenamiento para meritócratas, un escenario más bien futurista.
En cambio los márgenes, la orilla de escombros de cemento que hace las veces de escollera, eso es territorio de “la gente que viene de otros lados”. Sí, la orilla está llena de camalotal que trajo la marea y parece una alfombra verde, y vaya a saber qué otras cosas trajo la marea, “Hay víboras”, dice un hombre, sí, y además el agua está contaminada y hay carteles de “prohibido bañarse”, pero hace mucho, muchísimo calor.
Va cayendo el sol y si se vino desde lejos, hay que ir encarando la vuelta un poco antes. Ya en capital, apenas cruzando por puente la frontera con Vicente López, está el Parque de los Niños, transformado en una playa urbana repleta de sombrillas amarillas. Los que empiezan a volver desde ahí se juntan con los que vuelven desde Vicente López y salen a Libertador. Abajo del puente de General Paz se forman larguísimas colas para esperar la salida de los colectivos que los devuelven a sus casas.