Ninguna expresión espiritual se encuentra escindida por completo del contexto histórico en la que surge y se desarrolla; y por ende, tampoco está desvinculada de matices e inflexiones ideológicas que se cuelan aun por sus pliegues más honestos. Una buena clave de lectura para entender las relaciones entre algunos de los hechos históricos más relevantes de los últimos tiempos y las espiritualidades con las que se reatroalimentaron.
1990. A un año de la caída del Muro de Berlín, “Wind of Change”, la canción de la banda alemana The Scorpions, inunda las radios, se vuelve el tema más premiado; y el disco que lo incluye, el más vendido del año. The Scorpions fue el segundo grupo en romper la cortina de hierro, tras una larga serie de presentaciones en Rusia, en 1988, con mucho éxito y que motivaron un festival organizado por las autoridades soviéticas en conmemoración a la progresiva apertura del país al mundo. Ese festival, organizado en agosto de 1989 en plena Perestroika, es el que inspira a Maine, líder del grupo, a componer “Winds of Change”. “Se sentía una energía nueva en los jóvenes soviéticos, ellos querían ser parte del resto del mundo”, declaraba Maine, recordando el festival.
Con la caída del muro, el neoliberalismo encuentra al fin un mito en torno al cual elaborar una ilusión. Si bien es cierto que las reformas económicas neoliberales habían comenzado una década y pico antes (la Inglaterra de Thatcher, EE.UU con Reagan, y las experiencias piloto de la dictadura pinochetista y la argentina, por mencionar algunos casos), la caída del muro de Berlín liberó un capital simbólico que las “democracias liberales” no tardaron en aprovechar. El discurso globalizador y unificador se presentó como el único discurso posible. El neoconservador Francis Fukuyama publicó en 1989 su difundido ensayo ¿El fin de la historia?, base para su libro El fin de la historia y el último hombre. Aquél acontecimiento permitió enhebrar un relato esperanzador: la humanidad marcha unificada al nuevo milenio; y una gran porción del mundo quiso ser parte de esta reunificación. Las democracias occidentales podían presentarse como el modo de ver el mundo capaz de tender puentes y de destruir muros. Las revistas de varios países llevaban, junto a sus ejemplares, supuestos trocitos de muro caído. El final del mundo bipolar pretendía, también, ser el funeral del pensamiento dialéctico: el mundo es uno.
El protagonismo, ahora, lo tiene la sociedad civil (se dice). Proliferan como hongos las ONG, fundaciones, asociaciones civiles. En este mundo unificado, tras un siglo de disputas ideológicas, la tarea más urgente ya no era repensar los vínculos sociales, los modos de producción, la organización política. Supuestamente saldados los conflictos político-ideológicos, la mirada se vuelve a la naturaleza. A esta tierra, que es de todos, que ahora ya no está dividida, hay que cuidarla todos juntos. En este plano –y en este plan– ecologista, somos todos iguales, podemos tirar todos para el mismo lado. La naturaleza nos señala ese suelo común, preideológico, prepolítico.
La ecología es la niña mimada del discurso occidental durante los años noventa. Una ONG de Berkley publica un libro que vende millones de ejemplares en varios países: 50 cosas que los niños pueden hacer para salvar la tierra (1990). Y luego las sagas de esos libros: 50 cosas más… Un compendio de recomendaciones para reciclar, ahorrar energía, etcétera. En este marco, el Estado queda minado, por arriba y por abajo: demasiado pequeño para lidiar por sí solo con temas ambientales, globales; demasiado grande para cuidar al vecino y estar cerca de él, tarea que relega a las instancias municipales. Se asiste a los primeros esbozos de un rediseño de la política que irá tomando cuerpo con los años. Todavía faltan veinticinco años para que una fuerza política municipal, ajena a nuestra tradición política nacional, que basa su discurso político en la interpelación al “vecino”, traslade su visión vecinal a una escala nacional, sin necesidad de mutar demasiado su discurso original.
Esoterismo para un mundo globalizado
Es en este marco histórico de nuevo impulso globalizador que comienzan a difundirse con fuerza teorías y prácticas espirituales de distinto tipo y origen. Englobar la diversidad de doctrinas, prácticas y teorías en un mismo fenómeno quizás sea demasiado, pero puede que no lo sea asegurar que participan, en mayor o menor medida, de lo que se da en llamar “New Age”: una referencia vaga y difusa que señala el inicio de una nueva era de la humanidad. Un lugar común entre estas doctrinas es referirse al gran cambio de conciencia que parece estar sucediendo en nuestro planeta. Excede a este artículo analizar el contenido de las doctrinas, lo que nos interesa es indagar en las condiciones de posibilidad de su acelerada expansión, así como en la afinidad que tienen con la cultura hegemónica global.
En su genial trilogía (La decadencia del Imperio Americano, Las invasiones bárbaras y La edad de la ignorancia), el director canadiense Denys Arcand reflexiona a partir de una sugerente comparación de nuestro tiempo con el de la caída del Imperio Romano y, más generalmente, con la coyuntura de decadencia de cualquier civilización. La trilogía comienza con una entrevista al personaje de una historiadora que termina el reportaje preguntando: “¿Esta voluntad exacerbada de felicidad individual, imperante hoy en día en nuestra sociedad, no estará vinculada históricamente al declive del imperio americano que ya hoy estamos empezando a vivir?”. La tesis de este personaje es sencilla: en civilizaciones fuertes y en crecimiento, se privilegia más el bienestar colectivo, mientras que, en épocas de decadencia de una civilización, se tiende a privilegiar la felicidad personal, entendida según el personaje de la historiadora como: “la idea de recibir gratificaciones inmediatas en la vida diaria y que la medida de estas gratificaciones inmediatas constituyan el parámetro normativo de lo vivido”.
Las etapas de decadencia de una civilización suelen acarrear el debilitamiento de lo común, la distensión de los lazos sociales. Así, la configuración política de la polis griega, en la que era impensable la existencia de un buen ciudadano por fuera del bien común, es gradualmente abandonada, y la influencia de las escuelas estoicas y hedonistas que se van expandiendo cada vez más a medida que se debilita la herencia helénica. Ya se trate de vivir en la ley natural de los estoicos, en su fuego eterno, ya sea retirarse al jardín a entrenarse para vivir en los placeres, estas dos filosofías comparten un rasgo: el apartamiento de lo público. Ya no se es ciudadano de una polis, sino del mundo. Y el camino para llegar a la verdad ya no requiere de largos diálogos en el ágora, se encuentra en cambio en el interior. No solamente se puede ser un buen hombre fuera de la polis, aún más: lo contingente, lo temporal, lo político es un obstáculo en el camino de la interiorización.
También León Rozitchner se remonta lejos en la historia para encontrar una referencia que le permite pensar las coordenadas de nuestro tiempo. Su último libro La cosa y la cruz es un minucioso análisis de Las confesiones de San Agustín. Según Rozitchner, San Agustín es “un antiguo contemporáneo nuestro”:
Escrito en tiempos de derrumbe del Imperio Romano, Las confesiones es un libro de Instrucciones: de última tecnología sagrada. Nos pasa su receta para huir del espanto y salvarnos de la muerte. Es la certeza que el mundo actual también está buscando: Agustín es un antiguo contemporáneo nuestro.[1]
Eternidad
Ahondar la propia subjetividad, abrir un espacio interior, apartarse de las contingencias cotidianas y de las tensiones de nuestro tiempo histórico. Ya sea en la forma más “clásica” de una religión o en las múltiples formas más actuales, que por comodidad podemos englobar en lo que se denomina espiritualidad, lo que se puede constatar es un ansia feroz de recortarse de la complejidad de lo social. Puede tomar la forma de territorio edénico en los countries o en las edificaciones blindadas en plena ciudad, puede ser exilio espiritual cordobés. Pilar o Capilla del Monte, la salida puede ser hedonista o estoica, poco importa. El trasfondo es el mismo: la necesidad de repliegue y de refugio ante un afuera complejo, inestable y amenazante.
Es por demás lógico que nuestro tiempo global sea un terreno fértil para la difusión de estas nuevas formas de espiritualidad. El universalismo se lleva bien con el individualismo. En plena crisis del pensamiento simbólico y abstracto, asistimos a la reaparición de saberes que ordenan el mundo de forma imaginaria y especular. Las distintas variantes de la semejanza, que tan bellamente describe Foucault en Las palabras y las cosas, vuelven a desempeñar un rol en la construcción del saber: “Hasta fines del siglo XVI, la semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber occidental (…). El mundo se enrollaba sobre sí mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las estrellas, y la hierba ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre”.[2]
Lo macro, lo de arriba, se hace presente en lo micro, lo de abajo. Todas las cosas están encadenadas, y los símbolos son la vía a través de las cuales puede develarse el invisible ordenamiento del mundo. Este modo especular y analógico de construcción del saber se lleva bien con nuestra época: ordena con cierta facilidad los elementos del universo y funciona además como efecto compensatorio del fenómeno del aislamiento. Se puede vivir aislado, pero al fin y al cabo el universo, el todo están presentes en mí: “cada persona es un mundo”. La distensión del lazo comunitario es amortiguada por el vínculo espiritual con el todo, el universo, el cosmos, o como se le quiera llamar. La correspondencia actúa como un bálsamo para el pensamiento. La analogía convoca por su sencillez. De golpe todo cierra. El mundo se presenta como una especie de rompecabezas en el que cada pieza tiene desde siempre su lugar asignado. Así, las doctrinas esotéricas prestan certeza en un mundo inestable. Apenas enunciados los contenidos del saber, se tiene la sensación de que, en algún lugar de uno, ya se poseía ese conocimiento. Por eso a veces bastan solo un par de clases de algún taller para que el iniciado ya salga hablando cual converso.
Quizás se deba buscar en el rechazo a lo político uno de los síntomas que generan las condiciones de posibilidad para el impulso de esta nueva espiritualidad. Entendiendo que aquel implica no solamente un rechazo a lo estatal y a lo público en general, sino también, por supuesto, al tiempo histórico, a la propia temporalidad moderna. Slavoj Zizek, citando a Fredric Jameson, sostiene que, en nuestro imaginario actual: “Ya nadie considera seriamente alternativas posibles al capitalismo, mientras que la imaginación popular es perseguida por las visiones del inminente “colapso de la naturaleza”, del cese de toda la vida en la tierra: parece más fácil imaginar “el fin del mundo” que un cambio mucho más modesto en el modo de producción”.[3]
Este cambio de horizonte imaginario coincide con la caída del Muro, con el pretendido “fin de la historia”. La “Nueva Era”, la nueva conciencia que pronostican/ predican la mayoría de estas nuevas espiritualidades refiere siempre a un nuevo vínculo con la naturaleza. Así, la gradual y dispersiva proliferación de estas nuevas corrientes coincide con la más bien repentina y global instalación de los temas ecológicos en la agenda política internacional. Y, en este sentido, no solo no constituyen un discurso alternativo u amenazante al orden hegemónico global, sino que, en muchos de sus puntos, acaban resultando solidarios con este.
La sal de la tierra
Guerras, éxodos, hambruna, sequías, inundaciones, trabajo forzado. Desde sus primeros trabajos en África, en los setenta, hasta Éxodos a mediados de los noventa, la mirada de Sebastiao Salgado no dejó de posarse en los costados más oscuros del hombre. Hasta abandonar la cámara y entrar en una honda y larga crisis que lo apartó de la fotografía durante varios años.
La mirada volvió a vitalizarse. Éxodos y Génesis (su último trabajo) están separados por trece años de impasse, el tiempo que tardó en operarse la torsión en su trabajo. Es precisa la elección de Wim Wenders en La sal de la tierra, el documental que dedica a la carrera del fotógrafo brasilero. Tras la desgarradora secuencia de fotografías de Éxodos: pantalla en negro. Se demora ahí… un largo rato. La mirada de Salgado había quedado fija en la oscuridad. “Somos un animal muy feroz. Un animal terrible, nosotros, los humanos. Nuestra violencia es extrema. Nuestra historia es una historia de guerras. Es una historia sin fin, una historia de represión, una historia de locos”.[4]
Es con el foco en la naturaleza que va a volver a vitalizarse la mirada de Salgado. Génesis está dedicado a todo aquello que permanece virgen, intocado por la mano humana. Mundos animal y vegetal son los protagonistas de su última obra. La obra de Salgado, así como el modo que encuentra de volver a armar su mirada, son conmovedores. Y sin embargo, queda flotando al final del documental de Wim Wenders una pregunta: ¿Es solamente a través de una vuelta a la naturaleza que somos capaces de encontrar belleza en el estadio actual de la humanidad?
[1] Rozitchner, León, La cosa y la cruz, página 23.
[2] “Las palabras y las cosas”, Michel Foucault, Siglo Veintiuno Editores, capítulo 1.
[3] Zizek, Slavoj, Ideología (un mapa de la cuestión), página 7
[4] Wender, Wim, “La sal de la tierra”