Federico es un rabino, bueno, estrictamente rabino, no; seminarista, pero no tiene la imagen prototípica de quien habla de dios a sus fieles. Es joven. Si se lo busca en internet incluso se lo puede encontrar haciendo covers de Luis Miguel. Eso lo humaniza. Lo vuelve cercano. Cuando habla de los misterios de su fe no duda, los conoce. Como todo rabino (o rabino en formación), maneja la miríada de preceptos y normas de una religión que ya era ancestral cuando Sócrates nacía. Y, sin embargo, no usa el tono de los decidores de verdad. Es un intérprete, “un buscador”, alguien que aprende, y enseña, a buscar la naturaleza de la creación en el sentido que hay oculto detrás de las palabras.

Nos recibe después de despedir a unos chicos en la escuela y comunidad Tel Aviv, en la Ciudad de Buenos Aires. Al entrar en la sinagoga, se disculpa por el desorden; hay sillas en todo el salón. «Aunque no parezca esto es un templo», dice, «pero los chicos de primer grado estuvieron con un Sofer viendo cómo se transcribe la Torá”. Algo digno de ver.

Conversamos frente a un altar en el cual hay colgado un tapiz con el árbol de la vida, el Etz hajaim, uno de los signos más reconocibles de la práctica cabalística. La fonética correcta de קבלה es kabala pero el castellano es capichoso y lo escribe de otro modo: cábala.  Federico, entonces, arranca haciendo un repaso rápido: “Cábala viene del verbo lecabel, en hebreo, que significa “recibir”, aquello que se recibe. Es una doctrina de pensamiento filosófico que surge en el siglo XII, al sur de Francia y España con el objetivo de tratar de entender por qué al pueblo judío le pasaba lo que le pasaba”. En toda esa historia de persecuciones, el creyente lo que trata de hacer es preguntarle a Dios cómo cumplir su misión en este mundo como integrante del pueblo elegido. Aparece, entonces, una línea de pensamiento que intentaba escalar a nivel espiritual para conectarse con el creador y conseguir respuestas. A su vez, hay ya una línea de pensamiento místico girando en torno a los textos sagrados. Y, al mismo tiempo, hay una corriente de maestros conocidos como los baal shem o dueños del nombre, que, a través de los diferentes nombres de Dios, curaban a la gente. En la edad media, con todo eso detrás, surge la cábala. Pero Federico aclara que esta no es lo mismo que el misticismo. “La cábala, para ser diferente del pensamiento místico tradicional, tiene que tener tres cosas: teúrgia, es decir, la posibilidad de influir en la divinidad a través de distintas acciones; las diez sefirot o energías, con las cuales uno se puede ir elevando para llegar a la divinidad; y algún tipo de presencia femenina, como una de las posibles manifestaciones de Dios”.


Sin embargo, la historia de las prácticas mistéricas no nos dice nada de lo que hacen y de lo que son. Entonces, el rabino, detalla: “La tradición cree que hay cuatro grandes niveles de interpretación del texto de La Torá, de la palabra divina: el lineal (lo que el texto dice tal cual); la doble intensión, lo que el texto sugiere; luego la explicación homilética; y, al final, está el Sod, el secreto, el nivel donde opera la cábala. Todos ellos constituyen el Pardes, el huerto, el lugar al que uno debería acceder luego de haber atravesado distintos niveles de aprendizaje. Ese último nivel de interpretación es hoy la cábala y se constituye como tal en el siglo XV en la tierra de Israel”.

Cuando preguntamos sobre qué significa la cábala para la espiritualidad judía, Federico cambia el registro y ya no es un historiador; se vuelve rabino y filósofo, predicador de su fe y guía. Dice que, para la tradición cabalística, Dios para crear el mundo, en su exceso de voluntad rebalsa de amor y crea la necesidad; se retrae a sí mismo y, en el espacio que deja, emana y crea, como una madre que retrae su propio cuerpo para alojar en sí misma a su creación. En ese momento de creación se están gestando dos energías con las cuales todo en el mundo funciona: la fuerza del dar y la fuerza del recibir. Lo que revela y lo que oculta. Y si uno logra reconocer en su propia vida cuándo tiene que dar y cuándo recibir entonces alcanzará algo parecido a la felicidad. No es un cincuenta y cincuenta, el justo medio aristotélico, sino un juego, una tensión. Si estamos dando todo el tiempo, el otro se asfixia, si nos retraemos todo el tiempo, hay un vacío. El manejo de esas energías es lo que enseña la cábala a través de distintos ejercicios.

Federico habla de los vínculos de la matemática y las palabras, el valor de las letras en la interpretación de los textos sagrados, desde el fiat lux en adelante, como si todo lo que deviniera a la existencia no fuese más que dios hablándole a la creación, creando realidad a través de una numerología cósmica que oculta, en el trazo, las energías que hacen del mundo lo que es.  

Reconoce que no todas las corrientes dentro del judaísmo se vinculan a la cábala del mismo modo. Algunos la viven como experiencia personal, otros la respetan, otros simplemente se sirven de sus textos para ilustrar y embellecer, y hay quienes piensan que no aporta nada y que es una locura. Al no haber una estructura piramidal, como en el catolicismo, el abanico de posibilidades de expresar el judaísmo es mucho más grande. Por eso queda a criterio de cada maestro de cábala aceptar como iniciados a mujeres y jóvenes, a no judíos o, incluso, a judíos que no hayan completado la lectura de la torá y del talmud. Federico sorprende en ese punto. Él cree que todo es palabra divina y que es bueno utilizar todo lo que nos hace bien y aprenderlo y, mucho más aun, compartirlo. Incluso cuando le preguntamos su opinión sobre otras prácticas esotéricas, como el tarot, se desmarca de la ortodoxia y dice que hay un solo conocimiento y diferentes caminos místicos en la búsqueda de la divinidad que hay en nosotros. Lo ve positivo más allá de que adhiera o no a ellos. Pero aclara: “No veo bien cuando se utilizan esos conocimientos por personas que no están del todo preparadas para eso y detrás hay una búsqueda de gloria personal o económica, por eso hay que tener cuidado con los maestros que se eligen”. Los seres humanos, para él, venimos al mundo predeterminados (no predestinados) a conocer a Dios y queremos hacerlo porque Dios quiere conocerse a sí mismo a través de nosotros, por lo tanto todo camino que busque eso lo ve positivo, aunque no sea el camino que elija. De ahí lo de buscadores, pues el perfil del público de la cábala es el de aquellos que por la razón que fuera tratan de encontrarle sentido a cosas que les pasaron en la vida y, muchas veces, llevados por la banalización de lo new age llegan a una práctica que, por su complejidad, acaba decepcionando a algunos. Ante la ciencia, también se desmarca,  ciencia y religión no se contradicen, responden preguntas diferentes: una va hacia el cómo y la otra hacia el para qué. Lejos de contradecir a la cábala, la ciencia enriquece su lectura, sus matices.

Le preguntamos por qué una práctica de hace mil años, surgida en una comunidad particular, todavía perdura en sociedades posindustriales y secularizadas, Federico sonríe y atina dos respuestas: la primera, porque aun brinda respuestas; la segunda, porque a pesar de los avances técnicos no hubo gran avance al nivel de valores. Y la cábala pretende no solo ya buscar a dios en uno, sino también desplegar una espiritualidad que nos ayude a buscarlo en el otro.

Terminamos. Nos despide. Nos vamos con una picazón que pincha en nuestra racionalidad. Con la sensación de que hay caminos antiguos que muchos buscan para ser felices. No los compartimos, y aun así, bien por ellos.


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