Masaya Nakamura, también llamado “el padre del Pac-Man”, falleció el 22 de enero de este año. Fue el fundador de la empresa Namco, después devenida en Namco Bandai, que desde los años setenta y ochenta compite en Japón con Sega, Nintendo, Capcom, Konami y otras. Fue uno de los tantos grosos que convirtió al país en la cuna de los videojuegos. Porque de esto último no caben dudas. Japón cuenta en su historial con títulos como Zelda, Pókemon, Resident Evil, Final Fantasy, Sonic, Street Fighter, entre miles más, que hacen al país resaltar dentro del rubro. El protagonista para las próximas Olimpíadas en Tokio fue, recordemos, Mario, símbolo por excelencia de los videojuegos, la inmigración y la plomería.
[Estoy escribiendo esto en un centro de videojuegos en Akihabara, lo que en Argentina llamamos ”fichines” (Arcade en la lengua del Imperio), así que ténganme paciencia por la desconexión de los párrafos o de las ideas].
Al entrar a los fichines en Japón, uno inmediatamente se encuentra envuelto por un ruido insoportable, por el humo de cigarrillos y por esa tan particular solidez que se desvanece en el aire: el vicio. Las opciones son tantas. El de la garrita con peluches y demás parafernalia, el así llamado pump, todo tipo de juegos de pelea y plataformas, de cartas magnéticas, de autos, disparos y casinos. Uno de los más nuevos es el Dark Escape 4D; una cosa de locos, según me dijeron. No solo hay que usar anteojos 3D, sino que además tiemblan los asientos, la pistola te calcula las pulsaciones y, desde el respaldo, sale un vientito frío que literalmente “te sopla la nuca”. Desde el Pac-Man original, hubo un larguísimo trecho: el del progreso de la industria del entretenimiento.
[Sorpresivo: nadie jugando al Dark Escape 4D. Una cola enorme, sin embargo, para jugar al Arkanoid].
También es interesante que en Japón, a diferencia de en otros países del mundo, los centros de videojuegos no desaparecieron. Hay 5772 lugares con licencia. Son menos que los casi veintiséis mil que había en 1986, pero todavía hoy personas de todas las edades los disfrutan y hasta mantienen vivas tradiciones como “La búsqueda del santo grial” (un juego muy difícil de encontrar). ¿Por qué los fichines sobrevivieron en Japón y en casi ningún otro lugar del mundo? La respuesta probablemente tenga que ver con la constante innovación, con el ajuste a las modas y con que la mayoría de los centros son manejados por las mismas empresas productoras de videojuegos. También, por mera protección del patrimonio urbano: los fichines son parte del paisaje japonés.
Supuestamente estos lugares son epicentros de la alienación capitalista. Hay algo de verdad en eso. Los fichines carecen de ventanas y la mayoría de sus concurrentes va a desconectarse del trabajo o del estudio. Los analistas más macroscópicos dirán que la culpa no es del Pac-Man, sino de quien le da de comer. Por suerte la ciencia comprobó que los videojuegos sirven para algo más que escapismo. Aumentan la coordinación y los reflejos, ayudan a tomar mejores decisiones, retrasan el envejecimiento y generan ganas de aprender y progresar. Que son más sus pros que sus contras concluyó la ciencia. Y los críticos de cine y literatura demostraron que la influencia de los videojuegos en las altas esferas del arte ha tenido un impacto enorme, como lo ejemplifica esa genial novela argentina Las islas de Carlos Gamerro, entre tantas otras.
[Me esperan un toque que encontré un Wonderboy. Alto flashback].
Después está eso de la violencia. Sociólogos recontracultos y archiconocidos como Norbert Elias y Eric Dunning dijeron que el deporte es una batalla controlada en un espacio imaginario. Algo similar se podría plantear de los videojuegos. Los títulos más populares de los últimos años son efectivamente de lo más violentos. Solo en Japón, el Metal Gear, Dead Rising, la versión tal del Mortal Kombat y hasta el Pokemon Go fomentan los enfrentamientos. La pregunta sería: ¿Qué cosa en el mundo no lo hace? También está aquella otra teoría según la cual los videojuegos son obra del demonio. Supongo que es el caso del Doom, del Diablo, del Alone in the Dark y de algunos otros. Pero por razones obvias, no voy a discutir sobre esto.
[Me muero, también hay un Galaga, un Space Invaders y un Double Dragon, todos repletos de gente…]
Por otro lado, la industria japonesa de videojuegos de consola está en declive. Si bien los juegos extranjeros nunca fueron populares en Japón, hoy en día dominan el mercado títulos como Call of Duty o Mass Effect. Keiji Inafune, creador de Mega Man, había dicho en el Game Show de 2009: “Japón ya fue. Estamos para atrás. A nuestra industria le cabió” (es una traducción precisa, créanme). La tendencia en el mundo ha sido la de estudios que crean juegos que pueden descargarse por Internet en las consolas más populares. Inafune hizo lo mismo y fundó Comcept, pero el país ya está pasos atrás en este tipo de estudios indie. El sistema laboral japonés que apunta a que un trabajador sea parte de una empresa para toda su vida, y al cual muchos calificaron de cerrado y xenófobo, de seguro fue el mayor responsable.
[Un Donkey Kong. Me distraigo un instante pensando en cómo terminar este texto. Una sombra avanza en dirección al juego y me apuro para interponerme. La sombra parece que conoce el lugar a la perfección; esquiva unas sillas y llega antes que yo. Cuando la tengo al lado, nos miramos a los ojos: es una señora de unos sesenta años.]
Hay un dato que no dije hasta ahora: la edad promedio de los concurrentes a los fichines japoneses es cada vez más alta. ¿Qué inferir de esta estadística? Si los videojuegos son un reflejo de la historia contemporánea, los fichines lo son de un Japón que se quedó en el tiempo. Voy a darme el lujo de concluir esto. Son el exponente del país en los años setenta y ochenta: el país del disfrute de un crecimiento económico a base de explotación laboral e inversión yankee. Blade Runner usó a Tokio como modelo para imaginar el futuro, pero hoy ese futuro nos parece viejo, vintage, imposible, distinto de las hoy más futuristas Hong Kong o Qatar. Los fichines nos venden nostalgia; también nostalgia de un sistema económico que fracasa en todo el mundo, aunque en Japón quede aún viento en popa.
[La señora del Donkey Kong me mira de reojo. “Buscate otro juego, pibe”, parece decirme].