Las narraciones populares reúnen características que no pueden separarse de las circunstancias en que ocurren, y de la referencia a su contexto comunitario. De lo contario no serán comprendidas e interpretadas en su riqueza. Como sustento de esta afirmación opera la convicción de que la tradición es un proceso dinámico y en transformación continua operada por los sujetos culturales –en sus dimensiones subjetiva y colectiva -, lo que posibilita vincular pasado y presente, y adaptarse a los cambios del contexto social y cultural. En este sentido, nos ha interesado analizar algunas transformaciones operadas en los mensajes, en tanto posibilitadoras u obstaculizadoras de las interacciones de sus portadores, con otros grupos y sectores sociales.

No se trata de afirmar la supervivencia residual de la narrativa oral en la región –en este caso la andina del noroeste argentino-, sino la coexistencia de imaginarios sociales y de prácticas comunicativas diversas que manifiestan su vitalidad como estrategias de transmisión de concepciones vigentes que reconocen variaciones según los distintos grupos que las producen.

El contexto socio-cultural de vigencia de los relatos se encuentra surcado y constituido por redes intertextuales, que expresan y alimentan la dimensión cultural e identitaria, que no puede ser pensada más que históricamente, y colocando cada texto, cada narración, en relación con las otras conocidas, del mismo contexto.

Según sostiene Ricoeur, para acercarnos a la comprensión de los sentidos del texto es preciso tener en cuenta que el mismo se encuentra expresado en un denso entramado de símbolos, cuyos sentidos no se comprenden de una sola vez, sino que requieren progresivos acercamientos. La selección de los deslizamientos y encadenamientos de los sentidos simbólicos van siendo realizados por los distintos sujetos culturales desde la pre -comprensión de las vivencias y sentidos de la vida cotidiana, y las mediaciones simbólicas (normas, costumbres, ritos) que en ella operan. En el texto se produce una relación dialéctica entre significado y referencia que posibilita su interpretación, asumiendo la ineludible presencia de las conflictividades que en él se expresan.

Ahora bien, la práctica de la narración y la escucha comprensiva de la misma posibilita a las personas autorreconocerse en identidades no sólo individuales sino también sociales, en tanto implican asumirse como miembros de grupos, sobre el trasfondo de un mundo de la vida intersubjetivo en que no se problematizan los valores y principios que legitiman los acuerdos vigentes entre sus integrantes, por ejemplo los criterios que aprueban unas conductas y desaprueban otras.

La identidad y autovaloración de todo ser humano, de todo sujeto concreto y real se constituye desde instituciones, sistemas y modalidades organizativas socio- económicas y políticas, desde imaginarios sociales, discursos, valores, prácticas y actitudes cotidianas, y por una decisión (no necesariamente consiente) de autoafirmación, que en muchos casos aparece vinculada a la posibilidad de emergencia de sus reclamos de reconocimiento de la legitimidad de sus concepciones y de la vigencia de derechos irrenunciables, relativos a la dignidad de la vida humana, como está ocurriendo en la actualidad con los pueblos indígenas, que reclaman el respeto de sus derechos.

En el plano de la concreción social de los discursos, ese diálogo se practica tensionado por el ejercicio de múltiples formas de poder en que se gestan y reproducen las desigualdades.

Si analizamos los relatos desde una perspectiva fenomenológico-hermenéutica crítica, que considere los contextos de producción de los discursos, tanto en sentido sincrónico como diacrónico, por lo que es imposible dejar de lado los procesos históricos en que los mismos se han ido construyendo y transformando, en tanto ello se relaciona con la conformación de identidades de sujetos y comunidades narrantes. Tal como acontece con la figura y el relato de la vida de Evita que, más allá de como la historiografía los tenga estudiados, han cobrado una dimensión mítica, que refuerza y recrea de manera ininterrumpida su importancia.

Las culturas populares andinas ponen en acción concepciones de espacio y tiempo que se organizan en torno a ejes regidos por criterios diferentes a los de la mercantilización capitalista, y estrechamente ligados a su cotidianidad. A ello es preciso agregar una gran capacidad de desarrollo de estrategias flexibles de adaptación, apropiación y persistencia, sustentadas en la importancia de algunas dimensiones simbólicas; el continuo esfuerzo de elaboración de resignificaciones, y el importante grado de integración con que entienden diferentes aspectos y dimensiones de la realidad en que se desarrollan e interactúan, lo que las constituye como universos sumamente complejos, cuya comprensión exige esfuerzos de interpretación que superan ampliamente las posibilidades que brinda una revisión superficial. La interpretación de textos míticos implica también comprender que se da una coexistencia de temporalidades diversas en las sociedades, y ello es importante para analizar no sólo las diferencias culturales entre nosotros, los latinoamericanos, sino también las múltiples dimensiones en que se organizan las vidas cotidianas de los sujetos, sometidas – cada una- a diferentes criterios de coherencia y eficacia. Por ejemplo, la concepción del tiempo en las culturas indígenas andinas no es la misma que la lineal, evolutiva, progresiva que conocemos desde la modernidad europea. En las culturas tradicionales andinas, el tiempo es pensado en ciclos, íntimamente relacionados con el transcurrir delas épocas climático- productivas y celebrativas.

Desde los sectores sociales dominantes se pretende la reestructuración de las culturas populares, a fin de asegurar su funcionalidad a sus intereses, separando la base económica de las representaciones culturales; quebrando la unidad entre producción, circulación y consumo, y de los individuos con su comunidad; subordinando la cultura a una organización trasnacional.

Los relatos tradicionales se encuentran en permanente proceso de actualización, lo que se explicita y reafirma mediante sus múltiples referencias al contexto, lo que se constituye también en una modalidad de confirmación de vigencia. Expresan conflictos que afectan las relaciones de y entre los miembros del grupo, en tanto refieren a la validez o no que es conferida por los mismos a las normas sociales.

Los mitos narran – legitimando-, orígenes de un pueblo, modalidades de su organización, de formas de producción, de creencias. Introducen personajes que poseen poderes muy superiores a los humanos comunes, que habrían actuado en algún momento (lejano, confuso, fundador) de la vida de esos pueblos, confiriendo sentido a sus existencias.

Pero es necesario estar atentos al uso de la palabra “mito” y a lo que se dice cuando se la emplea. Estamos muy acostumbrados a naturaliza su significación como sinónimo de falsedad, de pensamiento erróneo, acientífico, inculto, irracional, supersticioso, propio de gente poco informada, poco evolucionada. “Mito” no deja de ser una denominación, una etiqueta colocada a este otro tipo de pensamiento por la ciencia de la academia moderna europea, occidental, que ha sido adoptada y repetida acríticamente. Al emplear esa etiqueta, estamos desmereciendo permanentemente esas expresiones del pensamiento popular.

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