Sin ciencia jamás habríamos abandonado del todo los árboles. Sin científicos estaríamos aún temiendo por nuestras vidas con cada eclipse, muriéndonos como perros por una papera o creyendo que el mundo es un cascote asentado sobre cuatro elefantes y una tortuga. Es por eso que de un tiempo a esta parte, el científico y sus quehaceres son uno de los grandes protagonistas de las ficciones que pueblan el imaginario colectivo, porque la gente de a pie sigue sin entender el funcionamiento básico de lo que nos mantiene con vida, y lo ignoramos todo con respecto a lo que nos lleva hacia la muerte.
La Argentina es un país muy proclive a la ficción, mitad por impacto de su propia historia mitad por aquello que Martínez Estrada señalaba en Radiografía de la Pampa como aparato ortopédico y estructura artificial del espíritu nacional. Se equivocaba desde su mirada recalcitrante y aristocrática en muchos aspectos pero quizás no en ese. Así como los griegos se dieron a la filosofía porque el clima los acompañaba, podemos arriesgar que los argentinos se dieron a la ficción porque lo que veían los decepcionaba; entonces escribían. Y vaya si le dedicaron páginas. Pero en lo que se refiere a la ciencia ficción (como subgénero ficcional) no fueron del todo prolíficas o si lo fueron no llegaron a los escaparates de la calle Corrientes, quedándose como un gusto de pocos o los secretos mejor guardados del paladar literario y cinéfilo. Puede recordarse la vieja revista de ciencia ficción Axxon donde escritores locales publicaron durante unos cuantos años su producción en el género y que incluso llegó a tener su edición digital en los viejos diskettes 3 1/2.
Uno de esos libros que escaparon del olvido bien podría ser La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, pero por un detalle que el mismo Borges impugnó. La máquina fantasmal que reproducía imágenes constantemente es una obra de ingeniería digna de los sueños de un genio. Bioy se toma su tiempo en describirla y en dar una descripción del juego de espejos que mantenían, que son la ocasión de la trama. El autor de El hombre de la esquina rosada creía que era un detalle innecesario, que la explicación en pos de la verosimilitud de la historia de aquel mecanismo narrativo a través del cual se cruza la frontera entre lo real y lo fantástico atenta contra la fantasía misma. Acaso suponía que el estilo y la historia a contar hacen superfluo el cómo se dispara lo fantástico. Pero lo decía alguien que estaba de vuelta en esos temas. Para el común de los mortales, los que carecemos de una imaginación poblada de credulidad, una prueba de vida no nos viene nada mal.
Una explicación a la derecha
La ciencia, por ser plenamente humana, tiene la costumbre de deshumanizar muchas veces lo que toca. Por eso, siguiendo con Borges y Bioy hay que recordar el cuento Los Inmortales, incluido en Crónicas de Bustos Domecq (seudónimo de ambos) donde se propone la inmortalidad a cambio del ingreso en una suerte de máquina que garantiza la vida a cualquier costo, un sistema como el de las cabezas parlanchinas de Futurama (Matt Groening) pero menos colorido.
La ciencia ficción tiene algo distinto de la ficción científica (pongamos como ejemplo Dr. House o la vulgar pero deliciosa serie Bones) ya que requiere de un ambiente permeable a la ciencia, traspasado por ella, donde sea cotidiana, donde se la palpe y tenga un rol tan determinante que haya que sublimar de algún modo su presencia en nuestras vidas. Por eso hay ciencia ficción a montones en Japón (cualquier animé de fines de los 70 en adelante) y no en Angola. Por eso hubo una gran ciencia ficción en la Unión Soviética y sus satélites (Solaris, Recuerdos del futuro ambas del polaco Stanislaw Lem) y no en Cuba o en Nicaragua. Es decir, más familiarizada está una sociedad con la ciencia, más ciencia ficción se genera en ella. Por eso la escasez en este país de productos culturales relevantes en ese orden. Cuando la Argentina tuvo un proyecto que llevaba a la sociedad hacia una “cientificación” de la vida, el comic lo reflejó: El Eternauta (Oesterheld y Solano López) las revistas Hora Cero y Frontera en los 50 y 60 dieron cuenta de ello. Por eso deben ser recordadas como grandes las experiencias cinematográficas al respecto como lo fue La Sonámbula (1998- Fernando Spiner) con el Eusebio Poncela tratando de sobrevivir en una Buenos Aires bicentenaria, apocalíptica y sitiada; donde a causa de fallidas pruebas experimentales para controlar la rebeldía, cientos de miles de personas pierden la memoria. Curiosa historia, pues perder la memoria es no estar, no ser y esta sociedad tiene un lastre bien pesado con las desapariciones asociadas con el control social.
Otra impresionante muestra de buen gusto y de ciencia ficción de la más alta calidad es Moebius (1996-Gustavo Mosquera) donde, en un futuro no muy lejano (leiv motiv de toda ciencia ficción), desaparece toda una formación del subterráneo con sus ocupantes y se la ve en distintos lugares de la red. Esto genera desconcierto en las autoridades y se le pide a un científico, más específicamente a un topólogo, que intente descubrir lo que le ocurre en medio de la enmarañada red de túneles que atraviesa la ciudad mezclando conceptos de tiempo y espacio. Más allá de que la historia se sitúe en una ciudad donde pareciera que Macri ha cumplido sus promesas electorales (cosa bien ficcional), la trama se ajusta a una serie de conceptos científicos y geométricos – la cinta de moebius- para explicar algo que de no contar con una explicación no podría comprenderse con el acceso de la simple intuición.
Ese otro mundo allende el mar
Si bien hasta ahora hemos mencionado básicamente formas nacionales de ciencia ficción sería injusto no mencionar otras expresiones algo más interesantes. No sólo de latinoamericanismos vive la cultura. El pensamiento colonial también nos deja ver sus propios temores al futuro. Las distopías más variadas chorrean ciencia porque occidente le teme a lo que no conoce y es un dato de la realidad que la mayor parte de la gente ignora lo que se cuece en las ciencias del mundo que son, al fin y al cabo, las que a golpes de progreso nos abren las puertas del futuro.
Un pequeño comentario sobre el Japón: el animé (las animaciones de esas regiones del mundo) suele mostrar el futuro bajo el tópico de la hiper-tecnificación producto de los avances científicos en las áreas físico-naturales. De algún modo, una de las sociedades más tecnologizadas del mundo no consigue imaginar su propio futuro sin la angustia y la opresión de la tecnología. Como si las promesas de una vida mejor que nos proponen los avances no alcanzaran para construirle a los hombres un mundo mejor. Por eso las armas avanzadas y los grandes robots (subgénero del anime llamado Mecha) como Mazinger Z (1972- Go Nagaio), las series Gundam, Robotech y Neon Genesis Evangelion (1995- Hideaki Anno), seguramente la obra más grande y compleja de la ciencia ficción mundial. Tecnología, clonación, política, religión, misticismo, opresión psicológica, relaciones familiares, política, sexualidad y Apocalipsis para resumir una cosmovisión social llevada hacia los extremos de la narración animada con un gigantismo y una grandilocuencia que aún no ha vuelto a emularse. Porque lo que pone sobre el tapete es la discusión no discutida del todo sobre el rol de la ciencia en nuestras vidas. El miedo a un futuro que ya no está en nuestras manos sino en manos de todas las herramientas que construimos para no temerle al futuro. Porque comenzamos a sentir (como desde la revolución industrial en adelante) que, como el deseo, el miedo cambia de objeto y todo cuanto hacemos para doblegarlo lo multiplica y lo hace crecer revelando nuestra finitud y pequeñez en un universo interpretado desde la humanidad pero que no necesita de ella para seguir allí donde está colocado. Porque, parafraseando a ese gran taumaturgo de ficciones que fue Lacan, la ciencia es una respuesta que no se tiene para una pregunta sobre nosotros mismos que no se conoce■