Pepe Mujica, presidente de Uruguay, dijo en los funerales de Kirchner que hay que celebrar la vida y la lucha como homenaje a los compañeros convocados por las leyes de la biología. No hay mejor definición posible para iniciar y clausurar los debates sobre el acontecimiento político más importante de la escena nacional desde la crisis de las instituciones del 2001. La muerte de Néstor Kirchner será pensada, escrita y leída  durante años como un punto de inflexión en la vida nacional. Esta publicación, que ha comulgado a medias con el proyecto que encabezó el ex presidente, siempre ha tenido una mirada crítica ante las graves falencias de forma y fondo que presentó esa entelequia alguna vez llamada transversalidad. Esa distancia no le resta méritos a los importantísimos logros que su gestión alcanzó en los términos de una paulatina normalización de la crisis social que devastó y devastará aún por años a las capas más desvalidas del tejido social. Acaso sea demasiado pronto para realizar un análisis más o menos certero sobre su persona. Sus funerales dieron una muestra de cariño y adhesión que, como en el caso de Raúl Alfonsín, sólo generan los muertos.

 

La Argentina, país conectado a la muerte y a los muertos por un vínculo casi tanático, tiende a mejorarlos, a posar sobre ellos un manto de olvido sobre sus errores y falencias cuando es por ellas que debe ser juzgado un político. El legislador, para usar un término caro a la filosofía política, no puede ser pensado sólo  como un individuo común al cual se lo juzga por lo mejor que ha hecho. El legislador, aquel que toma decisiones sobre la vida cotidiana de sus conciudadanos debe ser pensado también por lo que no atinó a dar, por lo que no supo o no quiso conseguir. Kirchner se movió en esa ambivalencia, leyó como ningún otro el escenario político en el que le tocó asumir y, comprobando que no había margen para otra cosa, inició una reconstrucción del Estado y la vida política que la Argentina necesitaba desde hacía años. Utilizó para eso, en demasiadas ocasiones, formas discursivas, aliados y conductas institucionales que no siempre se condijeron con las reformas que encaró. Puede argumentarse a su favor que la real politik, no la de los libros y las buenas intenciones, sino la otra, la de la calle y la rosca, es un elemento ineludible de cualquier forma de gestión y gobierno, aún más en un país que nunca pudo abandonar del todo la forma caudillista del reparto del poder. Él lo intentó, no obstante, pareciera que en algún momento, no ya de su gobierno sino de todo el proyecto que encabezaba, desistió de la idea.

*

Lo peor que puede ocurrirle a su memoria es que se lo utilice desde el más allá como ariete metafísico para movilizar a sus miles y miles de seguidores. Algo de eso hubo en su velorio y muy probablemente siga habiendo en el futuro en torno a su memoria, una suerte de carácter catequístico que lo coloque desde el transmundo como guía, cuyo rostro está en el de todos los jóvenes y camina allí donde caminan los necesitados. Pura poesía política que flaco favor le hará al hombre de carne y hueso, al militante que hizo lo suyo según sus convicciones o su conveniencia.

*

Hay que pensar también en el rol de la oposición que se vio sorprendida, una vez más por el kirchnerismo que hasta en la muerte de su líder acierta en sorprender y descolocar. Muchos, como es de esperar,  acercaron sus condolencias para la foto. Otros prefirieron evitar la exposición ante una multitud que, exaltada, bien podría haber puesto en riesgo el normal desenvolvimiento de la despedida al notar su presencia. Ahora bien, la militancia debería entender que la despedida del adversario político no es per se un acto de hipocresía, porque no sólo se despedía a una persona, o a un militante o a un político con el cual se pudo haber estado o no de acuerdo, detestado o amado. Eran los funerales de un ex jefe de Estado y como tal el respeto brindado es el respeto brindado al pueblo que le toco gobernar, un pueblo que es mayor a la suma de sus partes, por dolidas que se encuentren.

*

Una imagen. El fotógrafo oficial toma el cuadro desde arriba. La cúpula del gobierno rodea al féretro que ocupa el centro de la escena. La Presidenta, en una punta. El pueblo lo despide del otro lado de la valla, fuera del cuadro. En el ángulo superior derecho, muy chiquito, del lado del gobierno, junto a una puerta, sentada en un largo banco, una mujer tiene en brazos a un recién nacido. Nadie la nota. Eso es algo que también deberíamos tener en cuenta: ante el dolor, la lucha, el desprecio, las diferencias políticas, las mezquindades, el agradecimiento y el amor, el pasado y el futuro conviven. La muerte y la vida son una y la misma cosa, comparten la escena, no importa qué pensemos o hagamos. Están ahí■

Entrada anterior De cómo continuar con el kirchnerismo – Andén 49
Entrada siguiente Música eterna: Colorado el 32 – Andén 49

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *