La presente opinión responde a una aplicación de una columna publicada en la Revista del Colegio de Arquitectos de la Provincia de Catamarca. La temática sigue intacta, entendemos la importancia de no dejar de enunciar la Arquitectura como una de las intervenciones políticas más pragmáticas en el acontecer social. En aquel momento, el texto fue un producto de liso y llano de la lectura de La Condición Urbana de Oliver Mongin, y aun lo es.
La arquitectura, como actividad humana, posee una politicidad trasunta, innegable, la cual debemos revitalizar y poner en cuestión. Y es esta enunciación el único fin del presente escrito.
Entendemos que la intervención urbanística tiene una importancia vital en lo cotidiano. El entorno nos condiciona, la accesibilidad nos predispone. El flujo de personas y masas tiene una connotación socioeconómica. La distribución de la estructura urbana y sus formatos no son acéticos, la planificación es intencionada, y así debe serlo.
La urbanidad de un lugar exige que desde ahora tomemos ciertas métricas, ritmos. Y tal desafío exige profesionales con la sensibilidad e inteligencia de ir mucho más allá, y mucho más “acá”. Entender qué es “lo nuestro” parece ser la clave más difícil, pero la mayor victoria.
Es necesario que los operadores de la arquitectura reivindiquen el papel protagónico, directivo. No estamos solamente en momentos donde la arquitectura dé soluciones, mejore la vida. La función fue esa y mucho más, potenciadora de funcionalidad y de sentido, de humanidad. Con las advertencias del caso, esa política “apolítica” tan impoluta, y de tan ojos claros, no debe confundirnos.
Es menester retomar el papel político de sincerar, y propugnar una arquitectura comprometida con ideales de conjunto, de mejoramiento de calidad de vida con carga ideológica.
La accesibilidad, la lejanía, el aislamiento, la conexión, la interacción son conceptos netamente arquitectónicos. El plano es un proyecto cultural, estético, pero por, sobre todo, es un proyecto social. ¿Creamos una ciudad justa? ¿Un arquitecto debe posicionarse ideológicamente frente a cada intervención? Debemos priorizar la funcionalidad, dirigida a una proyección duradera.
Lo urbano tiende a durar, a perdurar, es ahí la importancia clave de dar un sentido político a la estructura del ejido. Lo hijos de nuestros hijos transitarán la ciudad que estamos creando, el barrio albergará una familia con intereses y necesidades específicos. Pero también sufrirán los muros, las rejas y los espacios privados.
Lo que miramos mientras nos dirigimos al trabajo nos constituye. El confort, la accesibilidad, la estética moldean ciudadanos en un sentido o en otro. Nos une o nos divide.
La arquitectura respondió históricamente a valores e ideologías de turno, el liberalismo, la desregulación, e incrementó la capacidad creativa (y descomprometida), el individualismo colorido de la forma descontracturada; y, por contrapartida, la sobresaturación, los espacios inutilizables, la dinámica de la fugacidad, del placentero instante son desinterés por el otro.
La interpretación suele ser más productiva que la crítica, mas no puede haber interpretación acrítica. Posicionar las velas conforme a los vientos de la historia lleva a buen puerto.
El estado se está haciendo cargo mediante las correspondientes instituciones plurales e individuales. Las directrices estatales, tanto económicas, educativas como de infraestructura, suelen tener, a pesar de sus problemáticas específicas, una carga emotiva mucho más social que individual. Más equitativa, más plural. ¿Seguiremos en esa dirección? ¿Qué significado se les puede atribuir a los proyectos que no son económicamente “deficitarios”?
La experiencia de la cuidad no puede aislarse de una perspectiva del tiempo y de la cultura que modela. El camino ha pasado de “lo cultural que modela la arquitectura” a la “arquitectura que modela lo social”. Obviamente que el flujo es de ida y de vuelta, no hay unidireccionalidad, hay conversación en lo que antes era un solo discurso.
Según Mogin, hay un doble fenómeno muy interesante: al “abandono” de ciertos lugares se le contrapone la “museificación” de otros. Y la decisión es netamente política, un sector por sobre otro, una ubicación privilegiada a otra.
Lo urbano sin urbanidad parece ser el principal flagelo heredado de la improvisación liberal de los últimos tiempos. Al sugerir que revaloricemos la experiencia urbana por debilitada que esté, la línea del horizonte llega a ser la reconquista de lugares. Ahora sabemos que la reconquista será doble: material, arquitectónica, pero a la vez también mental, pues lo urbano es a la vez una cuestión de edificación y un vector de imágenes e ideas.
Asistimos hoy a una voluntad arquitectónica y urbanística de reunir los pedazos, de zurcir el tejido urbano que se desgarró o quedó dañado por la oposición de fuerzas inconscientes. Ahora bien, ¿qué queda fuera? Hay tejido necrosado que no puede salvarse.
Aunque la preocupación por revitalizar el tejido ─que pasa por toda la literatura sobre paisajes, los jardines, pero también por las realizaciones ejemplares─ sea saludable, la voluntad de poner el acento en los flujos y de recordar permanentemente la presión que ejercen obliga a comprender que la ciudad no se rehará contra los flujos, sino a partir de ellos.
Este es el defecto del arquitecto diseñador que, al no preocuparse ya por respetar un equilibrio urbano condenado al caos, crea efectos engañosos con las imágenes y multiplica meros simulacros cortoplacistas. Uno se pierde cada vez menos en la cuidad, pero ésta está condenada a su propia pérdida. Se impone pues una “estética de la desaparición”. Nos ubicamos fácilmente dentro de la cuidad, pero nos sentimos perdidos.
Si no hay camino posible, hay indiferencia; si no hay movimiento posible, si los transportes fallan, nadie se mueve, no hay posibilidades mayores de relación espacial que las relaciones humanas, ya que ambas van de la mano. La indiferencia se traduce en el tiempo y en el espacio y la cuidad muere progresivamente de esta ausencia de movimientos y de tensiones. Recobrar la hospitalidad se vuelve esencial. Pero hospitalidad en la heterogeneidad. En un reconocimiento de la alteridad y del sentido que se le da a cada obra en particular. De buenas intenciones, se pavimenta el camino al infierno. Y de apoliticidad hipócrita, se cubre la indiferencia.
Cada vez que se dibuja un plano, se está delineando la sociedad en la que viven. Interviniendo en la realidad. Aquí la importancia y el compromiso del caso.