¿Es el Cristianismo ingenuo? ¿Presenta la vida de una manera puramente “naif”? ¿Se puede sostener, en estos tiempos, “la pureza” o niñez como camino para encontrar a Dios? Preguntas que nos podemos hacer para comenzar a recorrer un camino que nos acerque a la mirada que el Cristianismo tiene sobre el encuentro con Dios.

Los senderos que todas las religiones poseen sobre la experiencia sobrenatural, marcan que es posible el encuentro con la divinidad. Esa divinidad se manifiesta, se alcanza o se descubre por la acción del hombre o por la iniciativa de Dios. En el caso de la Fe Cristiana presupone una actitud. Actitud que va contra la corriente en estos tiempos. Es la actitud de la pequeñez, de la humildad y de la niñez espiritual. Esta idea se ha teñido de una cierta ingenuidad. En un mundo que cada vez más se ufana de la omnipotencia, de la magnificencia, presentar el camino del encuentro con el Dios vivo a través de la pequeñez, suena irrisorio.  

La expresión que da título a este escrito son palabras que Jesucristo pronunció en su sublime sermón. Forma parte de lo que la tradición Cristiana llama “Bienaventuranzas”. Son ocho senderos que Cristo invita a transitar para llegar a lo que todo corazón humano anhela, la felicidad. El Dios revelado en el rostro de Cristo, nos deja resuelto el modo de llegar a alcanzarlo; pero a su vez nos propone la condición necesaria e impostergable para lograrlo: la niñez interior. De este modo, el Señor, deja pautadas las bases del verdadero encuentro. Toda la teología va a sostener que la niñez interior es sinónimo de la humildad, y que ambas son reflejo de la verdad que en lo más profundo de nuestro corazón se esconde.

Nuestros tiempos nos demandan que manifestemos hacia el exterior de nosotros mismos imágenes, modelos, estereotipos que nos son impuestos por la sociedad en la que habitamos. Tenemos que ser correctos en nuestro modo de pensar, obrar y dialogar. La premisa con la que debemos comportarnos nunca puede estar fuera de lo que es “políticamente correcto”. Quien sea osado y rompa este dogma secular, quedará segregado al grupo de los “desubicados”. Así comenzamos a construir una imagen de nosotros mismos que se parece más a lo que nos impone el entorno, que a lo que somos realmente. Es este el umbral que da paso a creernos eso que mostramos. Perdiendo así nuestra verdad más profunda, la criatura que sigue alojada en las profundidades de nuestro ser.

A esa criatura el Evangelio le habla. A esa realidad que se esconde detrás de exigencias externas. Al corazón de nuestra humanidad. A donde todavía somos niños. Es esa niñez el sinónimo de la pureza de la que Cristo habla. Es la pureza que deja transparentar la luz del sol y que no tiene doblez. Significa no permitir que moldes impuestos nos inhiban y nos quiten la identidad más profunda que somos. Es volver al origen de nuestro ser. Es encontrarnos con la presencia infinita que habita en nuestra finitud.

“Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” son las palabras que recibimos con una alegría serena y cierta. Porque están dichas a nosotros, seres humanos que peregrinamos por este siglo veintiuno, cansados de tanto cargar sobre nuestros corazones pesadas exigencias externas. Exigencias que nos hacen olvidar de lo que somos. Pequeños e indefensos niños, que revestidos de adultez, nos mostramos firmes y consistentes; aunque frágiles e inestables■

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