Revisar el panteón de las consagraciones exige volver a leer con ojo crítico aquellas obras que nos conmovieron, muchas veces, a la luz del tiempo, los estilos, los contextos y también, inevitablemente, sus autores.
Visiones. Una de las grandes paradojas de la literatura argentina es que, en el rastrillaje conciliatorio de fechas y hechos precisos, se abre un espacio de debate que, en su incertidumbre, no hace más que ratificar la fuerza seductora de los vacíos de la historia nacional. Ficción de la ficción, entonces: si “El matadero” de Esteban Echeverría es considerado el primer cuento argentino, su reconocimiento llegó más de medio siglo después de su escritura original. Cuarenta años de encierro para el texto narrativo más valioso de un país en gestación. Las cifras y los malentendidos que saben a engaños se renuevan con el asentamiento definitivo del campo literario local: a comienzos de los ochenta, Rodolfo Enrique Fogwill escribe y publica Los pichiciegos, (auto)proclamada como la novela que dilucidó el desenlace del conflicto en las Islas Malvinas. El mito de su composición y clarividencia sigue siendo tan cuestionable como la cantidad de cocaína que Fogwill consumió durante la génesis textual (Carlos Gamerro le dedica algunas páginas al detrás de escena de los Pichis en uno de los capítulos de su ensayo Facundo o Martín Fierro). Y si bien es cierto que este mecanismo de sospecha sostuvo gran parte del sistema estético de Ricardo Piglia, los casos de Osvaldo Soriano y Jorge Asís parecen concentrar la asimetría temporal y fáctica como uno de sus interrogantes más atractivos: No habrá más penas ni olvido, se dijo, nació en Buenos Aires antes de que su autor tuviera que exiliarse en Francia; versiones posteriores afirman que Soriano se decidió a empezarla recién en suelo europeo. ¿Su publicación en Argentina? 1983 recién, con las muertes saldadas de por medio. Los reventados aparece en 1974 para hablar acerca de lo sucedido en 1973 durante el regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina. Sin embargo, la novelita de Asís parece surgida de un futuro aún lejano, más reflexivo. Como si también proviniera de 1983.
Sombras. Como la Historia no se detiene, pese a todas las ocasiones en que se la decretó acabada, tampoco lo hacen sus actores. Mucho menos sus palabras, las acciones. En el juego de futuros imposibles, habría que animarse a imaginar a un Osvaldo Soriano sobreviviendo a los noventa, publicando en la contratapa de Página 12, escribiendo quizá contra Jorge Lanata. Acaso Soriano podría sentirse demasiado cómodo en los dos mil kirchneristas. En otro orden de posibilidades, plantear a un Jorge Asís que jamás fungió como funcionario menemista ni tampoco se dedicó a establecerse menos como escritor necesario que como figura revulsiva de blogs políticos y programas de medianoche, habría de ser un ejercicio igual de colorido. Las editoriales no los han olvidado: la obra completa de Soriano fue relanzada en el tándem Clarín/Grupo Planeta en 2014. Asís gozó de recopilaciones exhaustivas de cuentos y aguafuertes preparadas por los restos de Sudamericana. Sin embargo, su lugar en el panteón literario (ni que hablar del canon) es más complejo. Casi compañeros generacionales en los antiguos rankings de bestsellers, asombra que ninguno de los fenómenos sociales de las última décadas hayan favorecido un reencuentro con dos de las novelas más importantes de ambos autores. Como si la sola mención de sus nombres obturara las chances justas de leerlos por fuera de cualquier contexto simplificador, incompleto, que los conjura.
Fantasmas. 1981 y 1983: dos artículos de Fogwill (“Jardín de letras robadas” y “Asís y los buenos servicios”, respectivamente) señalan las ausencias y los problemas de lectura de la crítica local. Ausencia de Soriano, en el primero, problemas para leer a Asís, en el segundo. De esta segunda columna, una de las tantas perspicacias lectoras de Fogwill al discernir que el señalado sentimentalismo de la novelística de Asís surge de una distancia entre una conciencia moral ingenua que avanza más despacio que la conciencia narrativa lúcida que la contiene. Ese delay es lo que mantiene vigentes y productivas a No habrá más penas… y Reventados: ¿cómo entender sino la existencia de aquellos personajes barriales, pícaros o pintorescos que se ven sorprendidos, golpeados y asesinados por la violencia de un mundo menos acartonado al que no pueden ni saben pertenecer? Si todo discurso se instala en el imaginario como una certeza perecedera, en las páginas de Soriano se entrevé una constatación del dolor y las convicciones de un tiempo no tan remoto, en el que la pregunta terrible de Martínez Estrada en relación al peronismo, ¿qué es esto?, parece encontrar una respuesta tambaleante, mortal; o peor aún: kafkiana. Hay peronistas viejos, militantes nuevos, guerrilleros salidos de ninguna parte, incluso la esperanza de una providencial venida de un Juan Domingo Perón a salvar las cenizas de Colonia Vela. En Los reventados se observa la vertiente oportunista de la rosca, el (ahora sí) efectivo regreso de Perón a Ezeiza como escenario para que los arquetípicos vivos de Asís se aprovechen de la multitudinaria legión de peronistas reunida para la venta de banderas y productos. Pero la empresa fracasa, y lo que amenazaba volverse una novela cínica termina por chocar con una pluralidad política que resiste al menosprecio superador. Paradojas: el General que nunca volvió, la avivada infalible que no resultó.
Luces. No hay ficción duradera que se desligue indoloramente de su época. El malestar de los tiempos y la falta de certezas suelen ser tapados con máximas acarameladas, promesas capaces de restablecer el orden y calmar las ansiedades, el sistema de creencias de nuestro sentido común intenta hacer lo mismo. Una voz triunfal cierra No habrá más penas ni olvido pensando al día que asoma después de una noche de terror como uno peronista: el gesto no es sarcástico sino ingenuo. La realidad se aliviana, tanto como la de los personajes reventados de Asís que, en la charla final de bar, después del suicidio de uno de ellos, reconocen haber votado a Perón. Una forma de hacer literatura, entonces, es lograr extraer memoria viva de días confusos. Tarea extraordinaria que se paga caro, un esfuerzo sutil que reivindica una y otra vez las obras de Soriano y Asís.