En esta ocasión el tren se detuvo en un andén plural, un pluriandén podríamos arriesgar. Porque pensar la cultura así solita parecía algo poco, limitado, pero a la vez inmenso e inabarcable. Inmenso en el sentido de intentar meter absolutamente todo lo que es producido por el hombre allí dentro de este único concepto. Limitado, si efectivamente decíamos: “esto es la cultura” dejando inevitablemente fuera, en un espacio salvaje, aquello que no fuese contenido en la definición.
Cultura es uno de esos términos centrales, que al definirse dividen aguas, dejan dentro cosas y niegan absolutamente otras. Pero no es ese el modo en que se pretendía reflexionar desde este andén. Por el contrario, la búsqueda del periódico consistió en darle una vuelta más al asunto y surgió la idea de reflexionar alrededor de las culturas, algo que indefectiblemente sería más propicio que hacerlo sobre una sola. Y esto no por la típica disociación entre una cultura popular y otra elitista, ya que si bien esta distinción puede ayudar a hilvanar reflexiones de gran vuelo, no es menos cierto que esto no presupone más de una cultura, para lo cual una parte se considera más pro y a la otra le chorrea mozzarela.
El desafío de pensar las culturas en vez de la cultura, presupone un recorrido mucho más largo y rico que la letra que las diferencia. Esto toda vez que el plural que las distancia recorre un camino mucho más largo y trabajoso que la simplicidad y homogeneidad aparente del primer término.
Si bien la reflexión sobre la cultura puede retroceder hacia los albores de nuestra tierra, allí donde en plena construcción nacional pretendía construirse desde el binomio civilización como lo culto (lo letrado, lo europeo) y la barbarie como lo falto de cultura (lo propio, lo indígena, carente de educación) -binomio que determinaba los límites de país (cuando no de la vida), este tren se vuelve sobre este pretendido par de opuestos para tensarlos, cruzarlos, incomodarlos y para soltarlos de tanto en tanto atreviéndose a una discusión mucho más global y actual, sin descuidar que esta discusión actual y global se ve fuertemente interpelada, en nuestro caso, por nuestra historia.
El gran avance de la época neoliberal, cuyos resabios seguimos sorteando en el presente que transitamos, estuvo marcado por la intromisión de la diversidad cultural en el campo de la homogeneidad social. Parecía entonces que ser diferente dejaría de ser un condicionante social y que todos tendrían la libertad de desarrollarse vivir plenamente. Ese otro diferente que antes había quedado fuera por inepto, sería entonces bien recibido. Hoy las políticas multiculturales subsidiarias de cierto status quo neo liberal parecerían mostrarnos que hay lugar para el indio, el negro, el villero, el homosexual, y hasta la mujer estaría en igualdad de condiciones. Observe el lector la generosidad de las premisas.
La realidad es que si bien estas diferencias comenzaron a tolerarse, sus implicancias quedaron pendientes. Con esto aludimos a que ser diferente dejó de estar mal, uno podía llevar eso de propio, mas no pretender que aquello que afirmase tuviese una posición jerárquica similar a quienes históricamente detentaron las elites. Y con esto no referimos exclusivamente a una elite económica. Esta reflexión alcanza también a la rama política, cultural y social de los pueblos. Se acepta la diferencia en la desigualdad pero no la lucha por la igualdad a pesar de la diferencia. Sin embargo, no puede olvidarse que si el diálogo cultural no se da en igualdad de condiciones, entonces no hay diálogo, hay imposición.
Mucho más fructífero es imaginar la cultura como un ámbito de disputa: disputa de diferentes sentidos, disputa de diferentes identidades, disputa de intereses (¿por qué no?), disputa política, disputa artística. La disputa supone mundos y realidades diferentes. No mejores, no peores, pero tampoco similares. La disputa e incluso el enfrentamiento no excluyen el diálogo ni el consenso. Pero pensar que hay consenso y diálogo a priori es justamente aquello que nos llevó a no alterar las jerarquías, aun admitiendo las diferencias.
Las implicancias de pensar la cultura desde estos limbos redunda en la imposibilidad de proseguir hablando de cultura sin más, hace necesaria la aceptación del otro, no solo desde la tolerancia, sino desde su lugar de otro, con el mismo rango que detenta lo propio (sea este propio la clase dominante, la aristocracia, una elite, pero incluso uno mismo, desde su reducido espacio de verdades). Es un desafío que se eleva por sobre la desigualdad y la indiferencia, condicionantes primeros del diálogo posible entre las culturas, y se constituye como disputa, incluso en contra de los propios intereses■