No había dudas de que la plaza del barrio era el espacio privilegiado para los niños y las niñas, al menos eso se decía. Tampoco había dudas de que hacía falta una hamaca, algunos árboles y bancos. Este era recurrente en el discurso de muchos adultos al momento de organizarnos para comenzar el proceso participativo que contempló el diseño y la construcción de la plaza del barrio. Como cualquier comienzo, viene con muchas preguntas que suelen tensionar las predefiniciones que estaban dando vueltas; en este caso, en torno a los preconceptos de una plaza y, sobre todo, a naturalizar que sabemos que es lo que los niños necesitan.
El proceso dialógico de la participación es un camino de aprender y desaprender para poder pensar la plaza en situación, poniendo en juego los deseos y las expectativas de un espacio tan ansiado por la comunidad y tan valorado como lo son las plazas en las ciudades. Revisaremos en un tono más teórico algunas ideas sobre el valor del espacio público, para pensar qué significan ─más específicamente las plazas─ en la vida cotidiana de la ciudad.
En términos globales, el espacio público es considerado un elemento de gran relevancia e importancia para las ciudades. En ese sentido Borja y Muxí (2003, p. 16), plantean que “la historia de la ciudad es la de su espacio público)” y agregan que “las relaciones entre los habitantes y entre el poder y la ciudadanía se materializan, se expresan en […] los lugares de encuentro ciudadano”. En su planteo, estos elementos son los que dan orden a la ciudad y permiten el encuentro, lo cual le da sentido a la ciudad en tanto es espacio físico y, a su vez, es espacio de expresión colectiva, es decir: “es un espacio físico, simbólico y político”.
Ahora bien, esto le atribuye un valor fundamental al espacio público en torno a la vida, entonces, ¿quiénes definen su configuración? Esta pregunta nos resuena a lo que Lefebvre (1974) plantea en términos de producción del espacio, que si bien diferencia entre lo que generalmente es planificado, lo que es percibido, lo que es vivido y lo que muchas veces es transformado en lo cotidiano, su perspectiva nos habilita a pensar integralmente el espacio sin sobrevalorar lo físico y poner de relieve lo social. En ese sentido, afirma cómo “el estudio del espacio permite responder que las relaciones sociales poseen una existencia social en tanto que tienen existencia espacial; se proyectan sobre el espacio, se inscriben en él, y en ese curso lo producen” (p. 182).
Como decíamos, el autor habla de un espacio dominante que es “concebido” por expertos (planificadores, arquitectos, funcionarios, etc.), y de otro espacio que es el “vivido”, y que contempla la experiencia de los habitantes, muy distante a ese otro planificado. Allí lo participativo implica romper con la dicotomía de esas dos escalas de abordaje del espacio, intentar acercarlas y repensarlas, así lo macroescala que define al espacio público da lugar a la microescala de la vida cotidiana.
En síntesis, esta lectura del espacio público, con mucho valor pero un tanto solemne, nos aleja un poco de lo cotidiano. Es por eso que nos interesa preguntarnos, ¿cómo podríamos pensar estas formulaciones a partir de la vida cotidiana de las personas ─escalas comunitarias, barriales─? Y, en un desafío que nos convoca aún más, ¿cómo esos espacios pueden pensarse para ser apropiados por niños y niñas, o permitir sus transformaciones, incluso que ellos mismos sean quienes toman las decisiones? En ese discurso: “la plaza es para los niños”, existe un común acuerdo de los habitantes del barrio en que el protagonismo sea de los niños, sin embargo, tal idea no implica necesariamente que ellos sean quienes toman decisiones.
Se podría pensar que esta posición avanza hacia miradas dicotómicas, donde son unos u otros quienes deben tomar las decisiones, se plantea así absolutos que coartan la creatividad colectiva. Al contrario, la idea es caminar hacia propuestas que versan sobre la complejidad, abriendo la posibilidad de pensar la realidad de un territorio desde lo rizomático (propuesta de Deleuze y Guattari, 1997) que nos permiten pensar en situación y en tramas complejas de relaciones. A partir de estas reflexiones, nos volvemos a preguntar, ¿cómo aproximarnos a una escala comunitaria, que además de poner en valor estas perspectivas que remiten al sentido político de los espacios públicos, incorporen la participación y la decisión de los niños?
Hacia eso intentaremos acercarnos, al esbozar algunas reflexiones a partir de la práctica. Estos sentidos surgieron en el marco de un proceso llevado a cabo por una comunidad en la ciudad de Córdoba. Se trata de la Cooperativa de vivienda y trabajo “Canal de las Cascadas”, quienes llevan un largo recorrido de lucha y de organización en torno al hábitat. A lo largo de 30 años consiguieron sus tierras, construyeron su barrio y sus casas. A pesar de su amplia experiencia organizativa, de sus luchas y gestiones, el estado ambiental y el del espacio público de su barrio no son los deseados. A partir del reconocimiento de esa situación comenzó un proceso que tiene de protagonistas a los niños y niñas, la plaza, muchas tapitas y una rayuela.[1]
Durante más de un año, trabajamos con los niños del barrio en un espacio de encuentro, donde a modo de taller avanzábamos en un reconocimiento del lugar a partir de su mirada: incorporamos nociones sobre el cuidado del ambiente y la importancia de la vegetación nativa; reconocimos el espacio de las calles, de la plaza; soñamos juegos, entre muchas otras cosas que nos llevarían a diseñar en conjunto la plaza a partir de sus deseos. Este proceso intentaba llevar el enunciado del protagonismo de los niños a una práctica de participación efectiva. Esta se manifestó en las tomas de decisiones de relevancia, tales como la definición de los usos del espacio, la selección ─incluso creación─ de los juegos, que llevaron en algunas situaciones a tensionar el discurso de los adultos en una micro disputa por el espacio. Por ejemplo, la canchita de fútbol que finalmente quedó por voluntad de los niños, muchas veces, era rechazada por los adultos, ya que el espacio físico era limitado y no todo podía entrar en el espacio de la plaza.
El taller se realizaba con una frecuencia semanal, con la participaron de cuarenta niños, lo que permitió el desarrollo de diferentes actividades colectivas. Se priorizaron las producciones en relación a sus conocimientos del barrio y a sus deseos sobre distintas dinámicas para seguir proyectando la plaza. Las actividades realizadas intentaban vincular el espacio de taller con el resto de la comunidad (muchas veces, la llegada más efectiva a la comunidad en general se daba a través de los niños), así se visibilizaba el proyecto y se propiciaba la participación de los vecinos en general, aunque los niños eran el eje central en el desarrollo.
En todo momento estábamos jugando y pensando también en la plaza como soporte de esos juegos. Entre esas cosas, surgió la rayuela como el juego que todos conocían (o tejo, como algunos la llamaban). A partir de eso, nos propusimos construir una rayuela con tapas plásticas (las tradicionales tapas descartables de las botellas de plástico), y así incluir algunos contenidos que veníamos trabajando en torno la reutilización de productos descartables, para colocar en alguna de las veredas de cemento que íbamos a construir en la plaza. Ese proceso nos llevó un largo tiempo y puso en marcha una campaña de recolección de tapitas para generar conciencia sobre el tema, visibilizar el proyecto y difundir las actividades que los niños estaban realizando.[2]
El proceso de construcción de la rayuela consistía, en principio, en jugar. La dibujamos con tiza en el piso, para que todos reconozcamos la dinámica, las dimensiones, etc.; luego avanzamos en la campaña de recolección, que movilizó a la comunidad en su conjunto: los niños llevaban la problemática a sus hogares y además se realizaron carteles de difusión para colocar en los comercios del barrio como puntos de recolección de tapas, que semanalmente retirábamos.
Mientras avanzábamos en la recolección de tapas, íbamos probando cómo utilizarlas (también realizamos un mural). Así, llegaron los talleres en los que construíamos las baldosas, de 50 x 50 cm aproximadamente, en moldes de cartón, donde acomodábamos las tapas, con un color hacíamos el número y con otro, el fondo y, posteriormente, las pagábamos en una malla plástica; luego se colocaban como una baldosa sobre el cemento.
El proceso integraba las distintas generaciones del barrio: por un lado se realizaban actividades con adultos y jóvenes, que necesitaban de articulación para consensuar las decisiones que se tomaban. Y, por otro, los adultos responsables de tareas de construcción y de mejoramiento de algunos de los espacios de la plaza, organizados en jornadas de ayuda, debieron coordinar el momento en que se realizaba la vereda para colocar la rayuela.
La actividad, que en apariencia no conllevaba mucha complejidad (hacer una rayuela para la plaza), fue muy movilizadora para la organización y ordenadora para muchos de los objetivos que nos habíamos planteado. La rayuela constituyó un hito en la plaza que reúne elementos materiales y simbólicos que le dan coherencia e integralidad a las ideas, sobre todo en la voluntad de abrir paso a las decisiones de los niños.
Esto es solo un recorte de este largo proceso, la plaza cuenta con una diversidad de historias, de usos, de juegos. No hay respuestas concretas a las preguntas del inicio, tampoco pretendemos generar recetas a partir de esta experiencia. El relato es un intento de rescatar el valor político del espacio público en el marco de lo micropolítico, de lo cotidiano, que en este caso da cuenta de cómo estos niños comenzaron a construir su historia en su territorio, en una posible forma de pensar ese protagonismo. Son acciones concretas en la toma de decisiones sobre el espacio que intenta con mucha modestia desafiar el consabido esquema de la planificación en manos de algunos pocos expertos. Así se hace manifiesta la existencia del esfuerzo colectivo de generar transformaciones en pos de un mundo menos malo, en este caso al visibilizar que los niños también se organizan. Y jugar es parte del proceso.
Referencias bibliográficas.
BORJA, J. y MUXÍ, Z. (2003). El espacio público: ciudad y ciudadanía. España: Electa. Oficina Técnica de Cooperación de la Diputación de Barcelona.
DELEUZE, G. y GUATTARI, F. (1997). Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos.
LEFEBVRE, H. (1974). La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing Libros.
[1] Se trata de un proyecto financiado por la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación, ejecutado en el 2013 y 2014 a través de la Asociación Civil Serviproh, de la cual la organización comunitaria forma parte. Sin la experiencia de la asociación, este proceso no hubiera sido posible, como tampoco lo hubiese sido sin el enorme compromiso puesto por mis compañeros, Santiago Mondejar, Gabriela Suazo y Andrea Vellido.
[2] Consideramos importante una aclaración: el reciclaje y la reutilización como mecanismo de construcción de un juego para la plaza fue excusa para poner en marcha las reflexiones y actividades mencionadas en el marco de una comunidad organizada. Bajo ningún aspecto esto se debe confundir con la idea de que la única posibilidad de que sectores populares accedan a un juego en una plaza sea a través de elementos reciclados, descartados por otros sectores de la sociedad. Consideramos que esto es profundizar la desigualdad y reproducir prácticas segregativas.