Onitsura, poeta japonés, escribía:

Abre el oído,
somételo al silencio
de las flores.

En el mismo registro poético, Ranko nos trasmite su experiencia:

Solo se escucha
caer camelias blancas.
Noche de luna[1]

Lo que impacta en estos dos haikus es el nivel de percepción que, aunque simples (¿qué puede haber de raro en percibir una camelia cayendo?), exigen una extremada refinación perceptiva. ¡Hay que aguzar el oído para oír la caída de la camelia y se requiere estar bastante despabilado para poder entender de qué se trata el silencio de las flores! Por otro lado, la experiencia de estos poetas del haiku viene de un tiempo y un espacio que hoy puede parecer extraña. Nos habla quizás de una experiencia frente a la cual, actualmente como habitantes de las modernas metrópolis, quedamos perplejos. ¿Pues en qué lugar hallaremos la camelia que cae y el silencio de las flores? ¿Y qué tiempo tendremos para sintonizar nuestro estar al que nos proponen los haiku?

En la experiencia de tiempo y espacio, parece estar desarrollándose una gran transformación. Proliferan y emergen nuevos ruidos y sonidos que estremecen o paralizan. En este escrito me gustaría reflexionar brevemente sobre algunos de los sonidos de esa época que se ha venido en llamar Antropoceno.

Antropoceno
Esta es una categoría que fue propuesta por el Premio Nobel de Química Paul Crutzen alrededor del año 2000 para caracterizar, a nivel geológico, el advenimiento de una nueva época. A grandes rasgos, lo que propone este concepto es la influencia de los procesos humanos en la composición y funcionamiento del Sistema Tierra.[2] Algo que parece obvio no lo es tanto si tenemos en cuenta que desde la época conocida como Holoceno, la cual marca el fin de las glaciaciones hace 11000 años, el ser humano vivió en un entorno relativamente estable en el cual ejerció una influencia bastante moderada.

Si bien lo humano siempre ha interactuado con el entorno  ̶lo que parece ser un rasgo distintivo de esta época ̶ es su influencia en la composición y el funcionamiento de la tierra como sistema.[3] Esto quiere decir, haciendo un paralelo, que lo humano adquiere una fuerza tan determinante como aquella de las placas tectónicas o de la misma energía solar.[4] Podemos ver la influencia de la agencia humana en la composición de la atmósfera, en la creciente acidificación de los océanos y en la expansiva desertificación o extensión del monocultivo en las tierras que antes eran bosques o selvas. Desde 1945, con el desarrollo de las primeras bombas atómicas, la humanidad ha entrado en un período que algunos cient ico sin precedentes desde la segunda guerra mundial.»el perhistoria, sino la influencia de una fuerza novedosa, a escala geoldaíficos conocen como La Gran Aceleración.[5]

En este sentido, la dualidad entre una naturaleza inmutable y ajena al mundo del humano, el resguardo salvaje de aquello que no ha sido tocado, comienza a desaparecer para dar paso a una amalgama donde aún las rocas tienen vestigios  de plástico y los océanos ven surgir nuevas islas de este material.

Cuando el Cielo cae
Este es el primer sonido que me gustaría contemplar: aquel de la naturaleza que cambia, de una naturaleza que se vuelve demasiado humana para ser reconocida como ese espacio inmutable y eterno que supieron cantar los poetas románticos. Y, en una naturaleza que se hace tan humana, comenzamos a encontrar solo reflejos y ecos de nuestra influencia sobre la Tierra. Uno de los signos del Antropoceno es el eco del ruido humano, que se expande por todo el planeta y aún desea llegar más allá. Ruido humano en forma de maquinaria relacionada con el extractivismo, con la propulsión extrema de agua que impacta la tierra en el fracking; ruido constante de las centrales atómicas y sus peligrosos reactores. Pero también ruido silencioso de Fukushima y Chernobil, la radiación en el ambiente. Un ruido en el que se silencian otras voces, otras formas de vida. Ruidos, en fin, que pretenden ignorar la muerte que traen consigo.

Así lo afirma el líder y chamán yanomami David Kopenawa: “Los blancos nos tratan como ignorantes solo porque somos gente diferente de ellos. Pero su pensamiento es corto y oscuro; no logra ir más allá y elevarse, porque quieren ignorar la muerte… Los blancos no sueñan lejos como nosotros. Ellos duermen mucho, pero solo sueñan consigo mismos”.[6] Soñamos solo con nuestras propias miserias.  ¿Cómo sueña la anulación de la relación con el mundo y qué música se desprende de un quedarse tan solos? ¿Y qué sonido produce la caída del cielo, aquella que acaecerá pronto, según lo profetiza Kopenawa?

Sin duda el Antropoceno suena también a muerte, o mejor será, quizás, decir agonía. Pero este sonido viene de tantos lugares que nos es imposible escuchar. O quizás lo que resulta difícil es prestar atención a tanto dolor. Porque Antropoceno también es sinónimo de final. Con el advenimiento de este suceso nos acercamos a lo que algunos científicos comprenden como la sexta extinción masiva. Hay que aclarar que esto no implica el colapso y muerte de toda forma de vida. Asimismo cabe recordar que la extinción de la mayoría de linajes de formas de vida que han pasado por esta tierra es un hecho innegable. Pero el ritmo con el cual este proceso se está llevando a cabo desde hace unos pocos años es algo inusitado en la historia de la Tierra. Este proceso se suele comparar con el desencadenamiento de la extinción de los dinosaurios y otras especies hace aproximadamente 65 millones de años.

La fuerza que lleva a cabo actualmente este proceso no es un asteroide o una explosión volcánica, sino, como venimos insistiendo, la agencia humana.[7] Pero volvamos a nuestra meditación: ¿cómo suena y qué se puede escuchar de este gran ruido, de esta inmensa maquinaria que se pone en marcha constantemente para extraer combustibles fósiles, entre otras acciones relacionadas con el Antropoceno? Sin duda están las perforadoras petroleras, pero más allá de ellas están los millones de seres afectados en sus entramados de relaciones. Por ejemplo, están los últimos graznidos de los albatros muertos por desnutrición, con sus panzas llenas de plástico.

Los últimos graznidos
En un hermoso libro llamado Flight Ways, el australiano Thomas Van Dooren hace una reflexión sobre lo que implica, en un nivel profundo, la extinción de seis especies de pájaros.[8] Comienza por el Dodo, el cual era habitante de la isla de Mauritania y de quien es guardado el primer registro de especie extinta debido a causas humanas. El Dodo era un ave no voladora y, según los registros de los mercaderes europeos que utilizaban la isla para abastecerse en sus recorridos, “estúpidas y torpes”, ya que no desconfiaban de los humanos quienes las golpeaban con mazos para comerlas. El Dodo tiene el título de ser la primera especie registrada en ser extinguida por influencia humana.

El foco de Van Dooren es llamar la atención sobre la extinción de formas enteras de vida, ubicando este proceso en un entramado que lo lleva a comprenderlo mas allá de la desaparición puntual de tal o cual especie. Las consecuencias del fin de una especie son ampliados para mostrar la extinción de toda una forma de vida, una “forma de volar”, la cual genera agenciamientos y entramados complejos. Le pregunta que lanza el autor es: “¿Qué se pierde cuando una especie, un linaje evolutivo, se va del mundo?”. La extinción se debe comprender más bien entonces como un filo opaco: “un desenvolvimiento lento de maneras de vivir entramadas que comienza mucho antes de la muerte del último individuo y continúa afectando bastante después”.[9]

Los albatros son aves que recorren grandes distancias. Necesitan ingerir grandes cantidades de comida para poder sostener sus largos vuelos. En el mar, confunden el plástico por peces. Además toman del agua químicos como DDT y PCB, organoclorinos, que impactan en su fecundidad. Algo que esteriliza sus cuerpos e impacta profundamente en su reproducción. Así, los desechos de las sociedades humanas circulan en la atmósfera para llegar a los cuerpos de los albatros.  

Podemos pensar cuáles de los sonidos que se producen en el Antropoceno son precisamente los de los seres que dejan de existir. El ejemplo de los albatros es tan solo uno de ellos. Porque ésta es precisamente una época de ecos, no solo como antes lo dijimos, del ruido producido por lo humano. Está asimismo el eco de tantas especies que ya no aúllan, gruñen o celebran. Se han convertido precisamente en un silencioso eco. Un proceso en el cual millones de seres van siendo exterminados debido al nuevo régimen climático y ambiental impuesto por los humanos.[10]

Me gustaría terminar con una segunda forma de volar propuesta por Van Dooren, es el de la especie Gypsis Indicus, los cuervos o buitres de la India. En un epígrafe a su última novela El Ministerio de la Felicidad Suprema, la novelista y ensayista india Arundhati Roy escribe:

Los buitres murieron envenenados con diclofenaco. El diclofenaco es un relajante muscular, una especie de aspirina para las vacas, que se les administra para reducir sus dolencias e incrementar la producción de leche, pero actuó sobre los buitres como un gas nervioso. Las vacas y las búfalas que producían bastante leche y que murieron químicamente relajadas se convirtieron en carroña envenenada para los buitres. A medida que las vacas se volvían mejores máquinas de producción y que la ciudad consumía más helados, caramelos de azúcar y mantequilla, barritas Nutty Bar y chips de chocolate, y a medida que se bebían más batidos de mango, los buitres empezaron a doblar el pescuezo como si estuviesen cansados y les costara mantenerse despiertos. Del pico les caían hilillos de baba plateada. Uno a uno fueron desplomándose, muertos, de las ramas de los árboles. No fueron muchos los que notaron la desaparición de esas antiguas y amigables aves. Había tantísimas cosas con las que ilusionarse.

Es en verdad una sentencia fuerte que raya en lo cruel la que traza Roy. Me pregunto cuántas personas habrán oído caer los cuervos de los árboles, oír sus últimos graznidos, sus últimos lamentos. Porque, como dice Roy, siempre hay tantas cosas con las cuales ilusionarse, que simplemente no escuchamos los signos del advenimiento destructivo de esta nueva época. Pero retomando a Van Dooren, lo que se pierde con la extinción de los cuervos no es solo una especie, es precisamente un entramado de vida del cual los humanos también son parte.

El autor australiano muestra que los carroñeros eran los encargados de limpiar los cementerios de las aldeas pobres además de los cuerpos descompuestos de las vacas y otros cadáveres. Transformaban, en cierta medida, la muerte y lo putrefacto en vida. Eran los ingenieros sanitarios en una relación mancomunada de humanos y no humanos, vivos y muertos. Con su desaparición, los cadáveres comienzan a apilarse y descomponerse y surge una proliferación de perros salvajes y feroces quienes a su vez transmiten rabia a las personas de las aldeas más pobres. La destrucción entonces no se limita a una especie particular. La extinción tiene una repercusión en toda una manera de vivir mancomunada entre humanos y no humanos que afecta a muchos seres como en ondas expansivas. Los sonidos de los cuervos, que no se volverán a escuchar, sus ausencias, repercuten en un entramado complejo.

Creo que el anterior es un buen ejemplo de lo que esta nueva época exige de nosotros. Como dice Isabelle Stengers, la irrupción de este nuevo acontecimiento (al que ella llama Gaia) exige el arte de prestar atención.[11] Como en el caso de los poetas del haiku que mencionamos[12] al inicio de texto, hay que aguzar el oído para escuchar el silencio de las flores o el sonido de las camelias al caer, pero también atender a los quejidos y lamentos imperceptibles de tantos seres que van desapareciendo. Porque, al no prestar atención a estos signos y sonidos, todo se pierde y no existirá ni manera ni posibilidad de enmendar el camino. Solo en este previo dejarnos afectar encuentro los pasos hacia una adecuada relación con la catástrofe de la que somos parte.

Cada persona tendrá un sonido en particular qué contar y articular sobre el advenimiento del Antropoceno. En la medida en que esas historias se cuenten y en la que se articulen los sonidos dolorosos y destructivos de esta nueva época, podremos al menos lamentar debidamente la catástrofe ecológica que vivimos.


[1] Ambos haikus hacen parte de la maravillosa recopilación y traducción hecha por Alberto Silva, El Libro del Haiku, Buenos Aires: Bajo la Luna, 2015.

[2] Hoy en día existe una amplia bibliografía sobre el tema. A quienes tengan interés, les recomiendo el texto de Eduardo Viveiros de Castro y Deborah Danowski, recientemente publicado en español, ¿Hay Mundo Por Venir?, Buenos Aires: Caja Negra, 2019. Para una perspectiva profunda y filosófica sobre el fenómeno, ver Bruno Latour Cara a Cara con el Planeta, Buenos Aires: Siglo xxi, 2016. También es posible consultar el trabajo del experto en cambio climático Clive Hamilton Requiem for a Species, Australia: Allen & Unwind, 2010.

[3] El antropólogo francés Philipe Descola hace una diferencia que me parece esclarecedora en este punto: “Lo interesante es que me tomó darme cuenta  de que el Antropoceno no era lo mismo que la antropización. Como antropólogo estuve trabajando gran parte de mi vida sobre procesos de antropización y estoy convencido de que no hay rincón en el planeta que no haya sido antropizado. Me preguntaba si el Antropoceno es muy distinto de la antropización y leyendo la literatura sobre el Antropoceno me di cuenta de que, en realidad, sí hay una distinción. La antropización puede tener efectos obvios que son medibles pero no afecta al sistema básico de funcionamiento de la Tierra como lo hace el Antropoceno.”; Philippe Descola, Una Antropología Alterada por la Alteridad, Buenos Aires: Palabra Reversa, 2018. Es precisamente el afectar aquello que los climatólogos actualmente conciben como Sistema Tierra donde se juega la diferencia que Descola menciona. No es el cambio de sistemas ecológicos específicos, algo que el humano siempre ha hecho a lo largo de su historia, sino la influencia de una fuerza novedosa, a escala geológica, que afecta los procesos del mismo Sistema Tierra.

[4] Dice la historiadora norteamericana Naomi Oreskes: “Este era un principio básico de la ciencia geológica: que las cronologías humanas eran insignificantes comparadas con la vastedad del tiempo geológico; que las actividades humanas eran insignificantes comparadas con la fuerza de los procesos geológicos. Y una vez fue así. Pero ya no.” Citada en Ian Angus, Facing the Anthropocene, New York: Monthly Review Press, 2016, p. 48.

[5] “El término Gran Aceleración rápidamente llamó la atención de los científicos del Sistema Tierra como nombre descriptivo para el período de crecimiento económico sin precedentes desde la segunda guerra mundial”. Ian Angus, Facing the Anthropocene, New York: Monthly Review Press, 2016.

[6] Citado por Viveiros de Castro y Danowski, ibid, p. 137

[7] Es necesario aclarar que las responsabilidades en este proceso no están repartidas simétricamente (basta recordar las comparaciones llevadas a cabo entre el nivel del consumo del American Way of Life y el de los países pobres: el argumento recuerda que si todos consumiéramos como consume un estadounidense promedio, necesitaríamos al menos cinco planetas para vivir). La huella ecológica de los países industrializados y aquellos con menos tecnologías no es la misma. Asimismo, como nos recuerda Kopenawa en la cita más arriba, son los denominados “blancos” aquellos mayoritariamente responsables de la “caída del cielo”, el momento en que las condiciones de vida se hacen impensables para millones de seres en el planeta Tierra. Tenemos pues una responsabilidad diferencial que hace que algunos teóricos propongan llamar a la actual época Capitaloceno en vez de Antropoceno, y destacar así el carácter fundante del sistema capitalista y de las principales potencias económicas en el actual estado de cosas. En este relato, el Anthropos del cual quiere hablar el Antropoceno adquiere un rostro menos difuso y general. Sin embargo, hoy en día países como India, China y Brasil disputan el dudoso título honorífico a los países industrializados en la emisión de gases de efecto invernadero, con lo cual una distinción geopolítica Norte–Sur, en este caso no resultaría adecuada. Lo que sí se debe recalcar es que, aun cuando las responsabilidades no deben ser comprendidas como simétricamente repartidas, se puede decir con certeza que el proceso afecta a toda la comunidad humana y no humana. De hecho, el diferencial de responsabilidad se vuelve algo bastante trágico, ya que los seres que se verán más afectados por la catástrofe son precisamente aquellos que son menos responsables, esto es: las poblaciones pobres que dependen casi en su totalidad del entramado de relaciones que se dan entre las comunidades y los entornos en los que viven. Aquellas precisamente que cuentan con menos recursos económicos para hacer frente a las crisis. Todo este entramado de comunidades humanas-no humanas es el que se ve seriamente afectado con el advenimiento de la catástrofe ecológica, no importa si le llamamos Antropoceno o Capitaloceno.

[8] Thomas Van Dooren, Flight Ways, New York: Columbia University Press, 2014.

[9] Ibid, p. 44.

[10] Para Van Dooren, nuestro fracaso como humanos es el no haber podido adaptarnos a nuestro nuevo poder de alterar entornos: “Quizás somos nosotros quienes aún no hemos evolucionado en la clase de seres dignos de nuestras herencias”, Ibid, p. 98. Porque de lo que se trata es de crear estrategias de cohabitar con múltiples seres, de retomar prácticas menos agresivas y amables con aquellos con quienes compartimos esta tierra. Entre las estrategias que nos permiten un cohabitar más amable nos encontramos con un renovado y necesario interés y diálogo por las prácticas milenarias de intercambios que los pueblos indígenas han tenido a lo largo de su historia con aquello que nosotros denominamos naturaleza. Como lo menciona Viveiros de Castro y Debora Danowski: “Los colectivos amerindios, con sus poblaciones comparativamente modestas, sus tecnologías relativamente simples pero abiertas a agenciamientos sincréticos de alta intensidad, son una figuración del futuro, no una sobrevivencia del pasado. En verdad, como maestros del bricolaje tecnoprimitivista y de la metamorfosis político-metafísica, ellos son uno de los posibles chances de subsistencia de futuro” ibid, p. 218.

[11] Isabelle Stengers, En Tiempos de Catástrofe, Barcelona: Futuro Anterior Ediciones, 2017.

[12] En este texto traje como ejemplos las ausencias de especies alejadas geográficamente del lugar que habitamos (Argentina). Pero, sin duda, puede ser importante empezar a hacer el registro de tantos seres que ven sus entramados degradados y que habitan en nuestra región. Podríamos comenzar con el Yaguareté del monte del Chaco y la influencia de las empresas sojeras y extractivistas. Uno entre tantos ejemplos que pueden comenzar a surgir y emitir sus propios sonidos.

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