¿Y para qué sirve la imaginación? ¿Y qué sería del porno sin ella? Una opinión contundente sobre el valor del imaginario como sustrato fundamental del placer.
Hagamos un ejercicio de literatura interactiva. Hacé de cuenta que te hacés la paja. Imaginate que te bajás la bragueta, que abrís las piernas todo lo que te deje el pantalón, que sacás las manos del teclado y del mouse, usás tu mano derecha o izquierda –según tu habilidad─, y te bajás la bombacha o el calzoncillo hasta la altura de las rodillas. Ahora, hacé de cuenta que te tocás la entrepierna, seguro que ya sabés cómo. Esta es la parte más importante de las instrucciones: hacé de cuenta que mientras te pajeás, estás multiplicando la tabla del 9, sin parar. O sea, tenés que imaginar que te pajeás mientras pensás en la tabla del 9. Si te cuesta mucho, directamente podés pajearte, nadie te ve, pero siempre pensando en la tabla del 9. Te doy unos minutos (y un espacio en blanco)…
¿Listo? ¿Qué pasó? ¿Estabas muy excitado en la fantasía? ¿La tenías mojada? ¿La tenías parada? No, ¿no?
La paja es algo tan animal como un carburador. O sea nada. Estuviste tocándote de la mejor manera posible, tenés años de práctica y aprendiste con el mejor. Pensás que te calentás porque usas los dedos de una manera, cerrás el puño de una forma, te tocas ese puntito especial o ponés esa saliva en el momento justo. Pero no, no te calentás por eso, solo un mecanicista recalcitrante del siglo XVII podría pensar algo así.
Igual que hacer una película, escribir un libro o interpretar teatro, la paja es un proyecto imaginativo. Igual que mirar una película, leer un libro y ver teatro, la paja es un proyecto de interacción entre mundos. Cuando te bajás el pantalón y te metés la mano debajo de la bombacha, imaginás que él te habla de atrás al oído; te dice que te va a garchar como nunca te garcharon. Cuando te bajás los lienzos y empezás a mover tu palma cerrada arriba y abajo, hacés de cuenta que se la estás metiendo a tu compañerita de tercer año, que está en cuatro, con una pollera cuadrillé y sin bombacha; te dice: “Metemelá, porfi, no puedo más”. La paja es un proyecto imaginativo. Estás en el bar imaginario en donde tenés una cita, no podés creer lo lindas que son sus manos, lo gruesa y suave que es su voz; estás nerviosa, querés gustarle, te enfrentás al espejo y cerrás los ojos por unos segundos. De repente escuchás que te habla al oído desde atrás y te dice que te va a garchar ahí mismo, como nadie, en la cabina del baño y como animales. Entonces te empapás la bombacha y, en la realidad, en el mundo no imaginado, te colás los dedos. La paja es un proyecto de interacción entre mundos.
No existe la calentura mecánica. No es que te masajeás lo suficiente el clítoris y se te agranda. No es que te sobás bien la pija y se te pone re dura. No. Acordate bien. En algún momento, mientras te sobás, mientras te masajeás, tu mente se escapa, se mete entre las rendijas, se transforma en una luz que se cuela a través del agua, se va para arriba y de repente estás pensando en ellos o en ellas o en alguien sin sexo con una máscara de cuero. Necesitamos imaginar para que las conchitas se nos humedezcan o para que los pingos se erijan. Necesitamos recrear imágenes, sonidos, voces. Tenemos que hacer de cuenta que está pasando algo que en realidad no pasa, debemos recrear una situación que no existe ¿Interesante, no? Como cuando jugábamos de chicos: hacíamos de cuenta que la caja de cartón en la que entrábamos por completo era un barco, o un auto, o la canasta de E.T. Sabíamos que era mentira, sabíamos que era una farsa completa que nadie nunca iba a creer, ni siquiera nosotros, pero lo hacíamos igual porque nos ayudaba a pasarlo bomba, a reír, a gritar, a crear historias complejas y, con el tiempo, a planear perversidades. No es que no pudiéramos hacer de cuenta que había un barco sin caja, pero el objeto tenía detalles que enriquecían nuestro juego: algún color vivo que fuera la bandera de un país, algún pliegue que permitiera que nos ocultemos de los piratas, alguna cinta scotch que sirviera de vincha… La caja es el porno. Cualquier porno: tu recuerdo de la compañerita diciéndote “porfi”, tu visualización de sus manos agarrándote el cuello o, también, esos videos que se suben a millones de páginas en donde un número cualquiera de personas se tocan, se cogen, se pegan, se escupen, o cualquier cosa que quieras que se hagan. Son cajas diseñadas para estimular tu imaginación: hay una mina en cuatro y justo cuando el tipo se la va a meter tu imaginación se filtra como luz huidiza y hacés de cuenta que se la metés vos, escuchás esos gemidos perfectos de la actriz porno e inconscientemente hacés de cuenta que sos la causa, ves esa pija gigante y pensás que es tuya o incluso que te la meten…
Por supuesto que esta mega industria del video porno que nos sirve de juguete tiene también problemas: hay enfermedades y depresión para los actores, hay fantasías no contadas (sobre todo las femeninas), hay una repetición muy poco original que reproduce clichés pedorros: chupada, garchada en dos o tres posiciones y acabada en la cara, etcétera. Pero el porno, nunca, nunca va a morir. Explota una parte de lo que nos hace humanos. Hacete la paja mirando un tablero de ajedrez vacío, si podés. No, no podés. Hay chicos y chicas que ponen el cuerpo para estimular tu imaginación. No seas tonto, dejá volar la imaginación, subvertí lo que ves en pantalla. No tenés porqué seguirlos en todo. Una caja no es una caja.
En un blog juvenil escribí una oda un poquito intelectual a Sasha Grey. Estaba enamorado de sus ojos raros, su cuerpo pálido y su mirada extraviada de placer. En vez de escribirle una carta de amor, escribí un artículo preguntándome si el porno producía placer estético. Qué pregunta más estúpida. Es como preguntarse si la imaginación es necesaria■