¿La fantasía de quién se representa? La pregunta que este artículo plantea conduce a un relato autorreferencial, confesión que se orienta a producir un cismo en los discursos heteronormativos en torno a los vínculos sociales y sexuales y en torno a la fantasía como ámbito de poder. Un testimonio para pensar el carácter político de lo personal.
¿Qué es ser un objeto de deseo? ¿Existe la posibilidad del empoderamiento en tal situación? ¿La objetualización siempre es algo impuesto? ¿Puedo ser mi propio objeto de deseo, o querer ser el objeto de deseo de mis amigos o amigas? Hoy puedo elegir ser un objeto de deseo, de consumo; una fantasía, una compañera de masturbaciones colectivas, una actriz porno disidente que no se quiere operar las tetas.
Un dicho común y extendido dice lo siguiente: “Una cosa es fantasear con alguna performance sexual y, otra cosa, muy distinta, es llevarla a cabo”. ¿Y qué sucede con ver esas fantasías sexuales?, ¿qué sucede con la pornografía? Porque medianamente estaremos de acuerdo en que ver sexo en vivo, ya sea en una fiesta o en un espectáculo, no es lo mismo que ver pornografía.
La pornografía más o menos hegemónica y estándar parece ser una herramienta útil para ver performances sexuales inmediatamente. Hoy, una inocente búsqueda en Internet, para quienes tienen acceso, puede llevarlos muy lejos. El porno representa, en la superficie, las fantasías sexuales más ordinarias y más ajenas. Ahora bien, por qué hablar de fantasías, no en un sentido psicoanalítico o psicológico si se quiere, sino en un sentido ficcional.
De adolescente no consumí pornografía, pues las mujeres no tenemos acceso a ella, ahora debe ser diferente, no lo sé, pero antes el acceso a internet estaba restringido a unos pocos, y nunca se me cruzó por la cabeza ir a un kiosco a comprar una revista o ir a alquilar una película porno con mis amigas al video club del barrio. Mi primera relación con la pornografía fue mi primer apodo: “pandora”. Fue en tercer año del secundario cuando mis compañeros varones empezaron a nombrarme así, cuando les pregunte a que venía mi nuevo apodo, sonrojados y tontamente balbucearon que mi cabellera era muy parecida a la de la actriz porno que protagonizaba la película con la que se habían masturbado grupalmente el fin de semana y que se titulaba “Pandora”. Primero me enojé, me avergoncé, me sentí insultada por la mera posibilidad de estar en el lugar de una actriz porno, lo consideraba de alguna manera indigno, pero luego lo entendí. Era deseable y eso no tenía por qué ser un tabú o una carga, eso podía ser un poder.
La ficción del sexo genera deseo, pues la narrativa, ya sea la imaginada en la más absoluta privacidad –si eso es posible–, de performances sexuales conlleva un guion bastante reconocible; o la ficción que nos presenta una película porno aún mucho más reconocible es su narrativa. Entonces la pornografía nos vuelve a presentar una y otra vez la narrativa del deseo.
La pregunta crucial aquí es: ¿La fantasía de quién se representa?
En nuestro mundo donde solemos establecer nuestros vínculos sexuales, existen dos hegemonías discursivas que han constituido y reproducen maneras en que nuestros cuerpos deberían relacionarse entre sí, no solo de una manera normativa, sino que han constituido el deseo de esos propios cuerpos. El sistema heteronormal despliega dos presupuestos que trata como naturales –o los inventa como naturales, si se me permite decirlo así–: la heterosexualidad obligatoria de los cuerpos y la distribución desigual del deseo entre los cuerpos. Así la pornografía viene a representar el deseo heterosexual hegemónico que entiende la sexualidad como si fuera solamente genital.
Sin embargo, todos medianamente sabemos que no es la única performance en el mundo de la pornografía la heterosexual y, al igual que en nuestros mundos, hay otras interpretaciones sexuales representadas. Es muy conocido el argumento de cierto feminismo heterosexista que cree que toda pornografía, es decir la narración de la pornografía, coloca y reproduce a la mujer en un lugar degradado y degradante con respecto del varón. Siempre para el uso masturbatorio de quien vea tal o cual película donde aparezcan mujeres teniendo sexo. Tal argumento supone, por un lado, que toda relación sexual consentida no es del todo consentida, que nadie quisiera hacer eso de dejarse filmar teniendo sexo; por otro lado, supone que la performance sexual llevada a cabo allí es moralmente inaceptable, puesto que solo se ve a un hombre humillando a una mujer; también, hay que agregar que hay más pornografía y representaciones sexuales que la heterosexual –¿también son degradantes?–. Y podemos seguir enumerando los supuestos moralizadores donde cae tal argumentación.
¿Por qué? Porque muchas creemos que el sexo y su expresión son herramientas políticas para hacernos con nuestros cuerpos. Pues una larga tradición de feminismos y disidencias sexuales nos mostraron que nuestros cuerpos están siendo regulados, incluso bajo el pretexto de cuidarnos de nosotras mismas; la heterosexualidad obligatoria no solo regula a quién debo desear, sino también cómo debo hacerlo, tal deseo nunca debe cambiar, y mantener el statu quo de la desigualdad sexual, afectiva y social.
¿Por qué hago pornografía? Soy un objeto sexual desde que tengo memoria, nací con una altura y una forma que resultan ser muy atractivas para los hombres y también para las mujeres. Cuando era una niña esto era muy molesto, tuve que soportar acosos de todo tipo, siempre sintiéndome culpable o responsable por la ropa que usaba, por la manera de caminar, por andar sola por la calle; en fin: culpable. Cuando fui adolescente se me achicó el número de amigas mujeres, pues la competencia entre las mujeres heterosexuales es un requisito básico de la sociabilización heterosexual y muchas suponían que podría ser una amenaza para ellas y sus novios mirones. Pobres, no sabían que sus novios no tenían ni la menor posibilidad conmigo. A medida que fui creciendo me di cuenta de que esto no iba a cambiar ni a parar, por lo que empecé a usar en mi favor el tener un cuerpo deseable para los hombres. Pedí favores, pedí asientos, pedí plata, pedí entradas, pedí tragos, sonreí, manipule, mentí, y usé lo que me molestó por tantos años en mi favor. Luego llegó a mi vida el feminismo y anduve un buen tiempo enojada con el mundo. Pero no sin antes haberme convertido en una puta, una puta lesbiana, pero esa es otra historia.
Devine actriz, la exposición es mi lugar seguro, pues estuve expuesta desde muy chica al escrutinio público y la mirada lasciva de los hombres, la envidia de las mujeres, los comentarios de los vecinos, los comentarios de mis amigas, de la gente de mi colegio, de mi familia. Tener una vida sexual se convirtió en el tema de conversación favorito de mucha gente común. La historia de cualquier puta. Una puta feminista, que no es cualquier puta, es una puta organizada, una puta que ya no anda sola, que se encontró con otras putas y putos que andan más o menos en lo mismo. La potencia del feminismo es la posibilidad de articular colectivamente, de salir del individualismo, del sufrimiento, de la victimización forzada. El patriarcado nos quiere solas, compitiendo entre nosotras. Y una de las herramientas que el patriarcado tiene es la pornografía, la producción y distribución de pornografía hegemónica, con esto quiero decir, de pornografía heterosexista.
Por eso, para nosotras, hacernos de la pornografía es una tarea político-estética de vital importancia, no es menor poder producir narraciones de deseos que no pasen solamente por lo heteronormal, sino reproducir fantasías con las cuales nos veamos reflejadas, e incluso interpelar en nuestro deseo ya aceptado como naturales.
Me desnudé en público muchas veces: fiestas, marchas, obras de teatro. Hasta que empecé a hacer mi propia pornografía. Encontré en la pospornografía un lugar placentero, seguro, en el cual podía hacer incomodar a los demás. Hacer pospornografía no es un hecho aislado de todos los demás aspectos de mi vida, vivo de una manera que me permite pertenecer a una red de afectos con los que produzco colectivamente. Cada video que realicé fue entre amigos, para distribuirlo de manera gratuita. Con la finalidad de hacer llegar otras maneras de representar el deseo, la sexualidad y los cuerpos para el consumo de placer, generando así placeres disidentes.
Pues la pornografía sigue teniendo ese carácter de lo moralmente detestable en lo público, y lo más consumido en lo privado, como si el deseo sexual todavía permaneciera con una capa fina pero potente de falta moral. Como si coger, de una u otra forma, siempre estuviera mal por algún motivo. Como lo personal es político, nuestra excitación sexual frente a una pantalla no es menor y sigue siendo igual de potente. Nuestra responsabilidad no está con la regulación de la pornografía para no dañar el buen gusto moral de algunas personas, sino todo lo contrario: es hacer estallar en miles de deseos ese deseo hétero hegemónico, hacer pública nuestra excitación es un compromiso ético con la narrativa del deseo■