Jugamos desde siempre. Jugamos en todas partes del globo. En todas las épocas, incluso antes de que las hubiera, cuando éramos proyectos de seres humanos sobre árboles. Jugamos y, en principio, cualquier elemento a nuestro alcance es un juguete. Tal vez por eso las esferas del juego y lo sagrado se encuentran unidas en una oposición insalvable. Jugar es una actividad plenamente humana que se da en una temporalidad cuyas reglas son un acuerdo. El juego, como las formas sociales, es un pacto que nos trasciende, amplía la comunidad en su necesidad de un otro. Opera como mediador sociocultural entre la adultez y la infancia, entre una clase y otra, y a su vez es soporte de la biografía de los individuos y de la memoria comunitaria, que nos enclava en el tiempo y el espacio que nos ha tocado. De igual modo, permite la cohesión entre los miembros de una comunidad que crecen y juegan hasta reconocerse en sus individualidades y potencias.