Jugamos desde siempre. Jugamos en todas partes del globo. En todas las épocas, incluso antes de que las hubiera, cuando éramos proyectos de seres humanos sobre árboles. Jugamos y, en principio, cualquier elemento a nuestro alcance es un juguete. Tal vez por eso las esferas del juego y lo sagrado se encuentran unidas en una oposición insalvable. Jugar es una actividad plenamente humana que se da en una temporalidad cuyas reglas son un acuerdo. El juego, como las formas sociales, es un pacto que nos trasciende, amplía la comunidad en su necesidad de un otro. Opera como mediador sociocultural entre la adultez y la infancia, entre una clase y otra, y a su vez es soporte de la biografía de los individuos y de la memoria comunitaria, que nos enclava en el tiempo y el espacio que nos ha tocado. De igual modo, permite la cohesión entre los miembros de una comunidad que crecen y juegan hasta reconocerse en sus individualidades y potencias.

Los rastros que estas prácticas y objetos lúdicos dejan sobre las sociedades llamaron la atención de filósofos y pensadores desde la antigüedad, quienes en principio ubicaron y casi fijaron su universo de acción en la infancia. De este modo, el juego se convirtió en una actividad permitida a los adultos en contadas ocasiones y se delimitó así el quiénes, el cómo y el cuándo; al punto de sugerir a la naturaleza del juego como un excedente de energía que debía ser volcado en alguna actividad (Spencer). Las teorías sobran, que jugamos: para recrear la historia humana (Hall), como catarsis ante la represión (Freud), como una manera de intentar entender la realidad externa (Piaget), como forma de ajustar sistemas de apoyo mental ante la representación de roles (Vygotsky). Todas indagaciones sobre algo que nos atraviesa y nos marca. Sin embargo, no somos dados a pensar en la importancia del juego y de lo lúdico en nuestras vidas como si esa fuese una zona muda. En el mejor de los casos lo pensamos como una válvula de escape, como una concesión al ocio en esos momentos improductivos de la adultez en los que nos ha sido vedado seguir produciendo mercancías.

Las formas de entretenimiento masivo, en especial los deportes, operan en ese sentido. Jugamos –pasional, fanática, mortalmente– a través de otros. Los videojuegos nos sitúan en una piel alterna. He allí el cambio drástico que la (pos)modernidad ha operado sobre las ancestrales formas de vincularnos con otros, a través del juego y con el juego mismo.  Antes era uno mismo quien asumía el rol ficcional en su cuerpo. Hoy esa actividad se encuentra mediada. La irrupción de fenómenos globales, como Pókemon, nos da un indicio. Un personaje que se enfrenta a otros controlando a, ¿seres?, que se lastiman y agreden, cual guerreros, por el solo placer de demostrar que su dueño es mejor que su adversario. Otro cambio: la edad del juego no es solo el tiempo de la infancia. La desborda. Hay infinidades de juegos de ocasión que nos subsumen mientras empresas de datos recaban nuestro comportamiento online para vender más y mejor. Incontables juguetes sexuales que nos permiten extender nuestro placer, siempre erguidos, capaces de durar o hacer lo que nuestra fisiología nos restringe. El juguete, entonces, impera, casi invisible en su carácter, lo que dura la vida. Lo que nos lleva a cuestionar las concepciones clásicas sobre la infancia y la adultez a la luz de un mercado que vende productos indiferenciados para unos y otros como nunca antes había ocurrido. Dato: los principales canales pagos dirigidos al sector infantil lideran los ratings de audiencias a nivel regional y cuentan con segmentos de animación para adultos.

Con los juguetes se hace, también, política. No solo sexual al normalizar el deseo dentro de la heterosexualidad patriarcal, sino también partidaria. En la Argentina, aún se recuerda con lágrimas el primer juguete que muchos recibieron de las manos de Perón y de Eva. El excanciller Guido Di Tella intentó una política de acercamiento a los habitantes de las Islas Malvinas a través de ositos Tedy. Los muñecos articulados de Hugo Chávez con frases revolucionarias o las célebres Cristinitas con sus Nestorcitos y Nestornautas son ejemplos de que la práctica se mantiene de un lado a otro del espectro político.

Más allá de todo, jugar nos hace. La editora de una afamada publicación dijo alguna vez sobre Andén: “Ustedes no hacen eso en serio, están jugando”. En un principio nos ofendimos, como debía ser. Pero con el correr del tiempo acaso entendimos que era una buena manera de pensar nuestra intervención en el campo de la comunicación. Un juego serio, compenetrado, honesto, como el juego de los niños, cuasi militante por todo lo que queremos y sobre todo contra aquellos que, como decía Serrat, “Juegan con cosas que no tienen repuesto”. Piedra libre a la derecha. Juguemos a eso.

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