El 31 de enero de 2009, hace poco más de tres años y medio, Luciano Arruga era un chico como cualquier otro pibe humilde del gran Buenos Aires: con defectos, con virtudes, con alegrías, con tristezas, con miedos (seguramente muchos miedos) y con algunos sueños, los pocos sueños que la vida aún no había podido quitarle, a puras trompadas, a un pibe pobre de 16 años.