Pueden ensayarse muchas definiciones de la política, lo cierto es que una o varias regulan las conductas de una gran cantidad de personas con respecto a diversos temas. En una democracia una política focalizada en un tema en particular, ya sea de un partido político, de una asociación o una política de Estado, es la representación de la suma de voluntades e intereses de un conjunto de individuos preocupados por ese tema en cuestión.
Toda política, por ser una forma de regulación de conductas, tiene un aspecto coercitivo, coactivo. No tiene por qué estar tipificada en un código legal, puede ser parte del corpus de leyes no escritas transmitidas por tradición, sostenidas por la idiosincrasia de una comunidad, por su historia. Estas últimas, ocupan el lugar del código penal cuando éste no se expide acerca de una cuestión. Entre estas dos dimensiones, la ley escrita y la ley moral, se enclavan la sexualidad y el aborto, una de sus posibles consecuencias.
Pensar el cuerpo en sociedad
El ejercicio de pensar la sexualidad nunca es calmo porque nos coloca en esa brecha entre leyes de distinta naturaleza, porque nos interpela en relación a la ley, a la moral tradicional establecida y a las propias convicciones. Y es aún menos calma cuando se trata de pensar entre varios una política, una construcción colectiva que regulará conductas.
La expresión “biopolítica” es per se generadora de problemas conceptuales pero entendida en sentido laxo puede ayudar a dar algunos pasos en la cuestión. La regulación del uso del propio cuerpo por parte del Estado (por esa entidad mayor a la sumatoria de la voluntad de otros) es la que mayores resquemores genera. Cuando un Estado sugiere los componentes de una canasta básica de alimentos también está llevando a cabo una biopolítica. De allí el riesgo.
Por eso, cuestiones como el aborto son considerados temas “pianta votos” por la clase política, porque el sólo hecho de explicitar una posición, cualquiera sea, lo vuelve blanco de críticas que escapan en su mayoría al ámbito de la razón ya que el dedo acusador sobre la moral sexual es mucho más permanente que aquél que señala la moral económica de las personas.
Resortes de la fe
No muchas democracias occidentales modernas pueden jactarse de dar plenos derechos a las minorías sexuales, menos aún pueden jactarse de haber asumido la interrupción voluntaria del embarazo como un problema de conciencia de los individuos y no de los Estados. No sólo es una cuestión de ética, sino psicológico y gnoseológico. Hace falta ser capaz de descentrarse para aceptar que otros no piensa igual, que otros son sus intereses, sus perspectivas y sus creencias, para colocarse en el lugar del otro.
Los creyentes religiosos, actores activos en toda cuestión de corte moral, tanto conceptual como teológicamente no pueden colocarse en ese lugar porque una directiva transmundana los insta a negarle al otro su derecho al sexo en todas sus formas, a ejercer o no el rol biológico que le tocó en suerte.
La opresión contra el cuerpo de la mujer, punto focal de esta nota, no es un invento del cristianismo. La exclusión racional se había operado con amplio despliegue teórico en la Grecia antigua como resabio de la dietética y la moral del platonismo triunfante (en los papeles) hacia los varones. Pero no carguemos las tintas sobre el pensamiento religioso ni sobre las viejas concepciones racionalistas sin ponernos en su lugar. Intentemos comprender la oposición religiosa al uso del preservativo, otra de las aristas polémicas. El religioso no impugna el goce, entiende que éste es constitutivo de la materialidad humana, no lo niega de plano sino que intenta circunscribirlo al ámbito de la disciplina (de una biopolítica religiosa).
Solamente las posiciones más extremas, fácilmente identificables, prohíben al fiel todo goce sexual. El religioso lo que exige a su comunidad es un ejercicio del placer responsable, cuidadoso, que no distraiga a hombres y mujeres de sus deberes mundanos y sagrados. Ese es uno de los sentidos de la circuncisión: “tu prepucio es mío, llevas la marca, cada vez que uses tu pene tendrás que recordarlo”, ese el mensaje. Por eso, su uso indiscriminado tenía (tiene) consecuencias, hijos y enfermedades.
El temor de dios es, en algún punto, el temor a esas consecuencias que quieren ser evitadas. Es coactivo. El religioso lo sabe. No todos pueden hacer un uso mesurado de sus placeres. No todos entienden que hay un uso y un abuso del ejercicio sexual. Para aquellos que no entienden: la falta, la sanción de carácter puramente religiosa y el castigo.
El uso del preservativo -de cualquier método anticonceptivo- ahuyenta el temor; el miedo a perder la bendición del dios vuelve difusa la obligación de glorificar lo divino porque permite hacerlo repetidas veces, cotidianamente por el puro hacer, por mero deporte. Los métodos anticonceptivos permiten disponer, ejercer el goce sexual de un modo no necesariamente responsable.
Ya no se corre sólo el riesgo de no honrar a dios, ni siquiera el de honrar sólo al cuerpo, sino el de objetivarlo todo, de transformar a los otros en un instrumento para el propio goce, que no tiene otra finalidad que el goce mismo. Cuando el sacerdote y el pastor le niegan al fiel su ejercicio sin sanción, lo que le dicen es: “el preservativo acabará alejándote de la contemplación de dios”. En última instancia, su miedo (concediéndoles buena voluntad) es que la anticoncepción trasforme al otro en una cosa al servicio del placer.
El otro: objeto educativo
El lector promedio comprenderá que ni es tan sencillo ni tan inocente el operar religioso. Sin embargo hay allí un temor fundado. El riesgo de objetivar al otro.
Toda política sexual (permisivas y disciplinantes) omiten ese aspecto moral al poner el acento sólo en las enfermedades de transmisión sexual y los embarazos no deseados. Del mismo modo que es deficiente la enseñanza sobre todo lo vinculado al sexo en el sistema educativo (porque no se nos dice cómo se hace el sexo, cómo se lo construye, con quiénes, cuándo, de qué manera) tampoco se nos dice qué es el otro en el sexo. ¿Un oponente? ¿Un trofeo? ¿Un enigma?
Hombres y mujeres separados por un muro más que lacaneano reciben una formación sexual cargada de prejuicios que objetiva tanto al otro como a sí mismos. “El hombre está siempre dispuesto, al hombre siempre se le para, el hombre se coge todo lo que pueda. La mujer es una dama en la calle y una puta en la cama; cogé pero que no se sepa. Mirá, pero no toques; tocá, pero no pruebes; probá, pero no goces”. ¿Cómo se enfrenta el sistema educativo a esto? Reproduciendo la moral imperante. Regenerando prejuicios de género a través de docentes sin una preparación adecuada sobre el tema.
Pero, si no enfocamos exclusivamente en el ámbito educativo, se desprenden varios interrogantes: ¿Cómo educar sexualmente a una población de riesgo sin hablar abiertamente sobre profilaxis y abortos seguros? ¿Cómo hacerlo si queda a criterio de la institución, del inspector de turno, de los directivos, del docente, del humor de los padres? ¿Cómo hacerlo en una población no en riesgo, evitando la hipocresía y la falsa moral que educa para la libertad pero le niega a las mujeres el derecho de decir cuándo continuar y cuándo no un embarazo no deseado?
Misma problema, distinta soluciones
Otras serán las notas que describan los distintos puntos que abarca este tema. Ésta sólo pretende finalizar diciendo lo siguiente: Las agrupaciones de ultraderecha que cada tanto empapelan avenida de mayo con pancartas antiabortistas ignoran que aquellas mujeres que se realizan un aborto clandestino no entran ni salen del quirófano con una sonrisa. Ni las que pueden permitirse una intervención segura pagando miles de pesos ni las que arriesgan su vida en casillas de mala muerte.
Ninguna mujer y ningún hombre que pase por esa situación sale indemne, aunque así lo pretenda. La condena social obra de manera silenciosa en las conciencias de la gente aunque esa haya sido la alternativa correcta. Miles de años de metafísica calan hondo en las consideraciones que se hagan sobre la vida. El respeto por la vida, que tanto se reclama, debe empezar por los que ya están en la vida sufriendo sus devenires, no por aquello que aún sin ser hace sufrir y quita el sueño■