La dimensión trascendente, esto es, el deseo de ir más allá de las propias capacidades y dejar herencia, es un anhelo profundo del ser humano. Todo el hacer del hombre busca dejar plasmado en la faz de la tierra que por ahí pasó alguien. Negar esta dimensión es reducir la vida humana a un mero paso por la vida, sin dejar nada. Esta trascendencia, que brota de lo más profundo de su ser, le ha permitido entrar en relación con dimensiones más allá de sí mismo. Esto es el intercambio con relatos mitológicos, ritos esotéricos, divinidades diversas y la magia.
Así se reconoce en todas las culturas antiguas, regiones de la tierra y pueblos diversos la dimensión religiosa. Es el hombre el que necesita vincularse con lo superior. Necesidad profunda de encontrar respuesta a los interrogantes que más lo cuestionan: ¿cuál es el sentido de la vida? ¿Qué hay después de la muerte? ¿Por qué pasan las cosas? ¿Qué es el hombre? Preguntas que con las solas fuerzas humanas no se alcanzan a responder.
Es así que todo pueblo, por medio de su cultura que le es original y única, desarrolla su relación particular con lo divino. Es la cultura la dimensión por la cual un grupo humano tiene organizada su propia conciencia y jerarquía de valores, y, por consiguiente de aspiraciones. La cultura podrá plantearse la dimensión religiosa como camino o negarla, pero no podrá quitarse de la vida humana la dimensión religiosa. Es ese derecho fundamental de la vida humana que debe ser tenido en cuenta, valorado y protegido. Así lo enseña el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia: “La libertad de conciencia y de religión «corresponde al hombre individual y socialmente considerado» El derecho a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico y sancionado como derecho civil” (nº 422)
La religión surge como el proceso del ser humano de alcanzar la divinidad, de llegar a entrar en relación con esa dimensión superior. Porque el hombre es “capaz de Dios”, la religión brota de la fuerza interior que lo lleva a desearlo. “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador” (Gaudium et spes nº 19 -documento del Concilio Vaticano II-) A la luz de este documento escrito en el año 1965 descubrimos que si bien la dimensión religiosa está inscrita en el corazón del hombre, afirmar datos como el amor, la creación por parte de una voluntad libre, la plenitud de la verdad, que son aspectos que no pueden surgir únicamente por la razón humana. Es la revelación de un Dios creador-amor-humano el que nos permite avanzar de una religión, como construcción humana, a la fe como plenitud de la Divinidad.
La revelación, por la cual Cristo se ha manifestado de modo personal, con palabras y obras, señales y milagros y sobre todo con su muerte y resurrección y con el envío del Espíritu Santo, completa la manifestación de Dios al hombre. Revelación que Dios hizo para elevarlo a la dimensión de Hijo de Dios. En esta perspectiva, el ser humano es receptor de una Verdad revelada. No es construcción racional o propuesta lógica la fe en Cristo. El Santo Padre Benedicto XVI lo afirma de modo contundente: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est nº1). La fe cristiana es encuentro con un Dios vivo, que camina junto a la historia del hombre. Un Dios hecho concreto en la persona de Jesucristo de Nazaret. Que ha muerto y que vive junto a Dios Padre. Y que por medio de su vida nos ha abierto las puertas del cielo para entrar a formar parte de su misma Vida. La expresión de Jesucristo contenida en los evangelios que la tradición milenaria de la Iglesia nos trasmite dice: “Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). La fe cristiana brota de esta seguridad; que el hombre es capaz de conocer el amor que Dios le ha manifestado y la vida nueva que se haya en su Hijo Jesucristo.
Por medio de la tradición contenida en el Magisterio de la Iglesia y en la Sagrada Escritura, se conserva y trasmite a todos los hombres, sin guardar secretos, la Verdad de Jesús, muerto y resucitado. Es esta Verdad de la que la Iglesia es depositaria, y la que posee la responsabilidad de comunicarlo a todos. Es aquí donde revelación y cultura se relacionan. El ingreso del Dios-hombre en la historia de los hombres es el que modifica la jerarquía de valores de una cultura y reordena las coordenadas que la regían. El ingreso de la fe cristiana no es avasallamiento de lo propio de la cultura en la cual se inserta. Es cierto que la hace entrar en crisis porque le permite replantearse cuales son esos valores que la ordenan, pero la presencia de Cristo le permite elevar lo mejor de sí. Vale como ejemplo la concepción que el cristianismo aporta sobre el valor de la vida para ver que la fe cristiana encarnada en una cultura, donde la vida no es considerada como lo supremo, entra en conflicto. Es esta la dimensión humana y social que la fe cristiana contiene y que tantas veces no se puede llegar a entender porque la Iglesia “habla” de cuestiones referidas a la humanidad. Desde que su Dios se reveló como hombre en su mayor dignidad, la Iglesia tiene para aportar lo que le es propio; Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
«La Iglesia no impone, sino que propone libremente la fe católica” enseña el Santo Padre. La Iglesia Católica no existe para otra cosa que para proponer la Vida que Dios nos ha manifestado en Jesucristo. El Amor con el que Él nos ama y el humanismo que se desprende de esa revelación Amorosa de Dios■