Aristóteles decía que la filosofía era la ciencia de las primeras causas y los primeros principios. Lo que nos deja que la ciencia versa sobre eso: causas, principios y -agrega el sentido común-,consecuencias. Como modo de pensar y como actividad creadora y beneficiosa para la comunidad humana, la ciencia o las ciencias tienen por objetivo determinar un campo de acción, entender un orden determinado de la realidad y cambiarlo. De algún modo el filósofo antes parafraseado y sus seguidores, por ejemplo Marcilio de Padua, sostuvieron que las artes (un extraño sinónimo de ciencias) son lo que el hombre pone de sí en la naturaleza para mejorarla y así sobreponerse a su indefensión y  a su debilidad constitutiva. Vemos que algo de cierto hay y mucho de error. Cuando gracias a la ciencia se masificó el uso de vacunas y se mejoró la calidad de vida de millones, podemos acordar; pero cuando esas investigaciones generaron nuevas formas de matar o el método científico fue utilizado para la implementación de mentalidades coloniales con el objetivo de poseer y sojuzgar a la tierra, a otras especies y a otros hombres y mujeres, no podemos hacer más que repudiar aquella definición incompleta.


Fue la ciencia de los siglos XVI y XVII quien instauró la idea del no-occidental como salvaje. Fue la mentalidad científica del positivismo del siglo XIX la que llevó a pensar que los pueblos progresan a partir de lo primitivo y llegan su máximo estadio cuando se parecen a Europa.  Y muchas veces es la misma ciencia la que nos impone como necesario lo que no necesitamos. Los científicos suelen defenderse ante estos cuestionamientos argumentando que la aplicación, la decisión política de volcar los nuevos conocimientos al mundo es algo que por lo general no les compete, que corre por otros andariveles de responsabilidad. Y algo de razón les asiste.  Pero también son ellos los que deberían advertirnos de las posibles consecuencias pues son quienes mejor conocen su objeto de estudio.

No obstante es menester abogar por una mayor inversión en ciencia: teórica y aplicada, exacta y social, en igual medida y en igualdad de condiciones, en ciencia útil para el hoy y con un ojo puesto en el mañana. De nada nos sirve la mejor de las ciencias, aun las más lejanamente teóricas,  si no muerden sobre la real, si no consiguen con sus logros dar un paso más hacia la inclusión de lo no científico dentro de su campo. Más aun, si no mejoran la vida de los excluidos hoy ni dan un paso para mejorar el futuro de generaciones venideras. Eso no se consigue sólo aumentando la inversión gubernamental de las carteras dedicadas al tema. Es una condición necesaria, pero no suficiente. La falta de un proyecto totalizador y unificado con la escuela primaria, que incentive desde los primeros pasos la inquietud científica, echa por tierra cualquier tipo de inversión. Se transforma de buenas a primeras en un derroche de dinero. Sin una experiencia como la de los llamados “clubes de ciencia” o maestros capacitados fehacientemente en esas áreas no hay posibilidad alguna de inculcar el gusto por la indagación. El saber del viejo manual Kapeluz que daba el experimento y su resultado ha quedado desfasado.

Podemos hipotetizar que, acaso, ese haya sido el legado de La Noche de los Bastones Largos, aquella noche cuando las fuerzas de la Revolución Argentina, comandada por el General Onganía, desalojaron a palazos las dependencias de la Universidad de Buenos Aires. Aquello derivó en la renuncia y salida del país de cientos de docentes y científicos que emigraron hacia zonas más sospechosamente amables con el pensamiento. Una fuga de cerebros que los países centrales aprovecharon cuantiosamente en su propio beneficio. Lo curioso es que -relatan las crónicas- la represión fue particularmente salvaje en las que fueron las usinas de pensamiento más creativas de aquel entonces: la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Ciencias Exactas. Tal es así que aún hoy muchos de los textos de estudios en Argentina y América Latina siguen siendo los que ambas casas de estudio publicaron a través de Eudeba y que las sucesivas dictaduras no pudieron hacer desaparecer del todo.

Por esa razón debe repensarse el rol de la ciencia en la sociedad: cómo incentivarla, cómo desarrollarla, a qué dirigirla, cómo articularla con las políticas culturales y económicas de una sociedad en constante cambio pero siempre desigual e injusta. Porque todos sabemos que hay temas acuciantes, miles y miles de agujeros estructurales por el que se escurren las necesidades de muchos pero el gobernante honesto con su actividad, el legislador y el estadista, tienen la obligación de gobernar y legislar para hoy y para los que vienen; y auspiciar las artes y las ciencias con algo más contante y sonante que palabras para mejorar la naturaleza humana y aquella que la circunda■

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