Yo no soy Punta del Este. Yo no soy Breda, ni Belén, ni París, ni Toronto. Tampoco soy Florencia, Washington o Saint-Tropez y mucho menos Caracas, Atenas o Boston. Soy una ciudad más que pobre, paupérrima, pobrísima. 

Soy una ciudad tercer mundista. Nadie veranea en mis tierras, salvo los miserables. No tengo mar, ni arenas blancas pero sí tengo puertos que dan a ninguna parte, puertos completamente inútiles, abandonados, sin marinos, sin blancos pañuelos de adioses hace tiempo, ni novias propias de cada amarradero.

Por mis calles no transitan hermosas señoritas de presuntuosos escotes sino vagos, prostitutas, borrachos y drogadictos que gustan de inyectarse raticida.

Por mis aceras de baldosas rotas, los perros no van acompañados de sus dueños pulcros y recién rociaditos con Channel; por mis veredas de barro, los perros andan sarnosos, orinando y defecando donde se les viene en gana.

No tengo fuentes donde la gente arroje monedas ni museos con obras de arte, ni músicos, ni poetas, ni eruditos. Soy una ciudad aculturada. Las escuelas que se inauguran en mis terrenos enseñan, más que nada, a ignorar.

 Soy una ciudad tan pobre, tan olvidada por todos que ni las revoluciones ni los Golpes de Estado se ocupan de mí.

Entre los muros de mi urbanidad no se declaró ninguna independencia. Nunca se firmaron pactos secretos. Nunca hubo guerra ni paz que mereciese ser documentada.

Soy una ciudad anegadiza. En mis tierras llueve tanto que toda cosecha se pierde en lo que dura un suspiro. Los animales mueren ahogados al igual que la gente que se aventura a la orilla de mi río contaminado de olvido.

No aparezco en los mapas ni en los cuentos de terror que cuentan las abuelas. El presupuesto nacional de amor y dinero no me tiene en cuenta.

Yo diría que en mí anida la tristeza, que todas las fiestas terminan en llantos, que la melancolía vive aquí, conmigo, no sabría decirles dónde, pero vive aquí. Los pocos pobladores que me habitan dicen que se les cuela por las ventanas a toda hora, que nomás hace falta que uno se alegre un poco para que aparezca y se le pegue en lo más profundo de las tripas. Es una melancolía de monoblock, de departamentos, de cola de jubilados, de mañanas sin café, de domingos por la tarde sin novias a las que visitar.

Una ciudad solitaria. Mi gente está conmigo porque es vieja, porque se siente derrotada o porque está muerta.

Yo no soy Punta del Este, pero me gustaría serlo. No me importa que me tilden de ciudad frívola, de ciudad de chetos.

Yo quisiera, a toda costa, ser Punta del Este, tener arena, mar, lindas mujeres paseándose en bambula, una historia larga y digna, aguas claras, alegría, juventud, personas vivas. Yo quisiera tener todo eso pero… soy pobre, tan, pero tan pobre que ni nombre tengo. Me dirán que si me esfuerzo algún día podré llegar a ser algo, pero yo señores, yo no soy Punta del Este■

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