Resulta para mí difícil explicar la sensación de sentir por primera vez que el país en el que estoy viviendo está en guerra. Una guerra lejana, pero guerra al fin.

 

Leo el Diario español El País y me encuentro con un título muy interesante: el conflicto armado con Libia es seguido atentamente bajo el encabezado de “Ola de cambio en el mundo árabe”. No es solo Libia. Es el mundo árabe.

Llama la atención también cómo Francia se lanzó a la defensa de los Derechos Humanos tan rápidamente, acompañado por el siempre listo EEUU. Tengo la sensación de que el petróleo, que las teorías de complot, que un Kadhafi indócil, que Libia como punto estratégico de limitación a la inmigración africana a Europa… no terminan de convencer a nadie. Pero que por sobre todas las cosas, no se sabe qué es lo que pasa. Y sin embargo ahí está: la guerra. Y debemos sumarle a este “no se sabe lo que pasa”, el hecho de encontrarnos en la Era de la comunicación, internet y WikiLeaks de por medio.

Por lo pronto, me permito hacer un paréntesis grande; advierto nuevamente: grande. Y ver esto de “ola de cambio en el mundo árabe” y “efecto Dominó”. El dominó tiene sus orígenes en el dado (creación diabólica y esotérica árabe). Una cosa lleva a la otra y el dado se volvió “2D”,  una simplificación. Y lo simple se tergiversa  y se complota para armar complejas relaciones de poder y reacciones en cadena: “efecto domino”.

Vaticino y ensayo una relación entre el dominó y la capacidad del mundo árabe de reaccionar, de “desencadenarse”; efecto y causa. La caída de un pequeño bastión desata una irrazonable pero imparable revolución que termina cuando todas las fichas están por tierra o cuando no quedan fichas por jugar (dependiendo de la modalidad de juego elegida).

El dominó, a diferencia del ajedrez  y su afamada “intelectualidad” al ser considerado un juego de reyes, de sabios, de Dioses, aparece como más mundano, juego de niños o de pobres. Su importancia en Centroamérica no creo que sea casual. El dominó es algo posible,  es un juego simple en el cual pueden apostarse y perderse vidas. Un juego comunista o socialista. Práctico, concreto, “al hueso”, nada de estrategia. Ni de pensar siete u ocho jugadas por delante. ¡Pum! Ficha contra la mesa, mientras más ruido mejor. Demostración de autonomía, y la suerte está echada. Alea jacta est.

Sé que podrán decirme que el  Domino, como hijo de los números, tiene  su lógica  y estrategia, su análisis, la memorización de la ficha, la previsibilidad de la jugada. Pero el jugador de Dominó sabe que eso está prohibido. En un atisbo de lealtad desinteresada, solo se dedica a jugar, y con el sentido más nietzscheano de tal verbo.

Es por ello que en un mundo tergiversado, difuso, ilimitado (sin limitaciones), surgen como necesarias la impostación y la reivindicación de lo simple. De la línea por sobre la tridimensionalidad o por sobre la multidimensionalidad. El trazo fino, el punto negro sobre el marfil blanco, el “doble seis” para empezar y, a partir de ahí, improvisar con reglas claras y firmes.

Nunca he visto a los grandes maestros del ajedrez tomar un café mientras ganan el campeonato mundial. Pero sí he visto semidioses urbanos y anónimos disfrutar de uno mientras pierden la segunda mano de la tercera partida del día.

Una última referencia, no menos relacionada ni menos importante que lo anterior: el nombre del juego es de origen francés y fue tomado de una capucha negra por fuera y blanca por dentro de los Dominus, monjes franceses.

Saliendo de lo simple y volviendo a lo complejo, es sabido que el neocolonialismo y la intervención de las potencias en los países menos afortunados se puede realizar por medios mucho menos estrambóticos y silenciosos, como la actividad bancaria, por ejemplo, los organismos internacionales de crédito y los grupos económicos e inversores (los cuales ejercen incluso más influencia que los partidos políticos de turno).

Entonces, ¿por qué una guerra? No olvidemos que tenemos todavía en el tintero los demás valores de la posmodernidad: el dinero, el poder, el orgullo. Pero aún así, un cóctel y mixtura de estos tampoco me convencen. Y por ello ensayo una humilde explicación: la ignorancia, ignorancia de quienes actúan y de quienes como espectadores aplaudimos  o silbamos desde la platea.

Si bien la salida del laberinto es incierta, la entrada y el camino parecen ser, al menos, la toma de una posición clara, un sinceramiento ideológico y una consecuente exteriorización correcta. Ya nadie dice la verdad. El concepto mismo de “verdad” se ha vuelto al menos dudoso. Parece haber un cierto miedo a decir la verdad, si es que hay algo posible de conceptualizar o encasillar como una “derecha moderna” es su constante empeño por ocultar las razones trascendentales. ¡Las razones reales! Un conservadurismo de lo no-real. El intento de simplificar el entramado eterno del egoísmo humano, como toda parcialización y síntesis, tiende al equívoco.

Separatismos  y extremismos que hacen aún más dificultosa una concepción y percepción de Humanidad, de humanismo. Término olvidado en el olvido. Hay un “nosotros” y un “ellos” muy diferenciado, pero también poco claro. Los interlocutores de la realidad actualmente se arrogan la calidad de voceros de cierto grupo indeterminado de personas (vgr. “nosotros pensamos…”; “el pueblo exige…”; “lo que la gente necesita…”), voceros de “lo cierto”, afianzando la indeterminación de los grupos sociales. Es decir, una persona habla por un grupo de personas, “nosotros”, hacia un grupo de personas igualmente indeterminado, “ellos”. Estos últimos, son los que violan los Derechos Humanos, el grupo que contamina el planeta y, en su caso, es el grupo que inmediata o mediatamente realiza terrorismo de Estado.

Tal accionar diluye a los partícipes del conflicto. Modifica los ejes del conflicto. Y más aún, puede llegar a plantear conflicto donde no existía. Se produce aquí una falsa legitimidad en un caso, o verdadera legitimidad, fuera de los límites otorgados en otro. Una legitimidad irresponsable, impune, que todo lo puede, sin consecuencia personal alguna. Los límites, repito, se tornan poco claros, no se sabe a quién representa y, más grave aún, cuál es la finalidad de su representación.

Por contraposición, existe una aceptación irreflexiva de la supuesta legitimidad y se pasa a integrar el “nosotros”, pero no en la totalidad de los postulados (soy de derecha pero… soy de izquierda pero…), o se acepta la totalidad del postulado con desconocimiento de las finalidades reales  y sus consecuencias (“estoy absolutamente a favor de la coalición…”; “estoy absolutamente convencido de que lo hacen por el petróleo…”; “estoy seguro de que es para la protección de los Derechos Humanos”). Y es aquí donde se asemeja  a la representación política argentina.

La autopercepción se vuelve, en este contexto, laxa y cambiante. La contradicción es impune ya que hoy puede ser algo que mañana se condenará irreconciliablemente (menemista, duhaldista, K, radical, independiente, etc.).

Hay  aceptación del individuo por “lo dado”. Se disocia la actividad estatal y se minimiza la participación del ciudadano. El Estado es cada vez más grande y el individuo más pequeño, ambos conscientes de tal proceso. En definitiva, un contrato social roto. Imposibilidad de una concepción colectiva de lo cultural.

Mientras escribo estas líneas, las noticias se suceden y pienso qué pasaría si “La Liga Árabe” decide ponerse del lado de Libia. Si Arabia Saudita, segundo país más “beneficiado” por los E.E.U.U. (luego de Israel) en materia de armamentos, decide defender sus intereses. Y pienso nomás… “Liga Árabe”, da miedo solo pronunciar el nombre. Un grupo de dirigentes empetrolados, con la religión entre los dientes. Una liga de sujetos con mucho dinero, dispuestos  a lo que sea -léase guerra- por conservar su estatus de monarcas.

Termino por pensar que todo lo que se aleja de la razón termina siendo a mediano o largo plazo pagado con vidas.

Queda en el aire, contaminado aire, una sensación de que “estos tipos” no tienen ni la menor idea de lo que están haciendo. Y más específicamente en el bando francés. Uno dice: algo ha fallado. Un romanticismo, un liberalismo bien entendido como el de ellos, no puede desembocar en una guerra. Y esto es una paradoja que no estoy en condiciones de explicar. Decir la verdad, sinceramente, se ha vuelto impostergable■

Especial desde Bordeaux, Francia

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