Es universalmente sabido que los bares y cafés que rodean al edificio de la Facultad suelen ser el teatro de conversaciones de fuerte contenido teórico. También es cierto que estas conversaciones no siempre respetan los límites de las mesas, y que es casi inevitable participar de debates ajenos (aún cuando nadie se entere). Hace poco escuché a dos compañeros hablar de un tema siempre recurrente: los métodos de evaluación.

Uno de ellos contaba sus experiencias como docente en un bachillerato popular, donde proliferan la evaluación colectiva e incluso la autoevaluación, y las contrastaba con lo que le toca padecer como alumno en la Universidad, donde impera el rígido método tradicional. En la línea de la pedagogía de la liberación, sostenía que este método de evaluación tradicional está arraigado en el modelo de la “educación bancaria”, ya que los profesores, dueños del saber, lo “depositan” en los alumnos y luego lo exigen de vuelta en el examen; esto los coloca en una posición de poder que subestima y humilla la inteligencia de los alumnos, y que por supuesto no están dispuestos a resignar.

Personalmente no estoy del todo de acuerdo con esta opinión, pero para no hacer de esta nota una discusión teórica más (y ya van…), quisiera cuestionarla desde lo concreto. Estoy cerca de terminar el Profesorado de Filosofía, y en todos estos años he tenido distintas experiencias en las que he vivido diferentes formas de evaluación alternativas al típico modelo unilateral. Para no extenderme demasiado, lo que sigue es una descripción de tres casos de estas experiencias (no) universitarias.

Mi primer final

Lo recuerdo como si hubiese sido hoy. No voy a revelar la materia ni el profesor, pero sí que se trataba de un campo de estudios bastante ajeno a mis intereses. No obstante, durante el semestre yo había tenido una cursada bastante aceptable, incluso por encima de la media. El caso es que llegué con buenas credenciales al examen final, mi primer final, y entré confiado. Tan confiado, que en diez minutos expuse el tema que había preparado, y ya me imaginaba saliendo del aula con una buena nota en la libreta. Claro que el profesor no pensaba lo mismo, y empezó a lanzarme preguntas. En la primera me trabé, dudé, respondí mal. Y en la segunda. Y en la tercera. A la media hora yo ya pensaba: “si me está yendo tan mal, ¿por qué no me desaprueba ahora y termina con mi sufrimiento?” ¡Qué confundido estaba! No veía que el profesor sólo quería ayudarme con preguntas cada vez más sencillas. Finalmente me dio dos opciones: recibir la nota mediocre que me merecía, o volver la semana siguiente mejor preparado. Es decir, me dio una oportunidad de mejorar mi desempeño y –lo más importante– de consolidar mi aprendizaje. Sin embargo, yo tomé el camino fácil: elegí resignar un par de puntos en mi promedio con tal de irme de ahí lo más rápido posible y sacarme de encima para siempre esa materia que detestaba. De todos modos, el punto es que el profesor, aunque no tenía por qué hacerlo, puso la decisión en mis manos.

Examen en grupo

Años más tarde, mis compañeros de aquel día y yo lo seguimos recordando como el único final que verdaderamente disfrutamos. Sin embargo, la jornada no empezó bien: llegué tarde a la facultad y, como se suele tomar en orden de llegada, por ser el último en la lista, tuve que esperar mi turno varias horas. Cuando ya sólo quedábamos cuatro, la profesora se acercó para comunicarnos que, a causa de un error administrativo, teníamos que dejar el aula casi de inmediato, y como no había tiempo para tomarnos a cada uno por separado, nos iba a tomar a todos juntos. Perplejos ante la novedad, entramos al aula y nos sentamos en ronda, los cuatro alumnos y la profesora. Ese acto tan simple ya indicaba una ruptura con la estructura y la dinámica del modelo tradicional, en el que habitualmente se da la inversa (un solo alumno enfrentado a cuatro profesores). Con ese marco poco habitual, la consigna fue que cada uno expusiera brevemente el tema que había preparado, y que luego respondiera dos preguntas: una hecha por la profesora y otra por el compañero sentado a la izquierda. De este modo, no sólo se puso en evaluación la presentación de una problemática y la capacidad de responder preguntas sobre lo expuesto, sino también la habilidad de plantear una cuestión pertinente sobre un tema diferente desarrollado por un compañero. Esto nos colocó en una situación ambivalente, de evaluador/evaluado. Pero lo más interesante fue que, investidos con la libertad de preguntar (además de la obligación de responder), pronto dejamos de prestar atención a la formalidad de la consigna y empezamos a intervenir ya no sólo cuando nos tocaba el turno, sino toda vez que tuviéramos algo que preguntar, agregar, opinar o disentir. En consecuencia, se terminó por generar un debate sobre cada uno de los temas expuestos, desarrollado con rigor conceptual y respeto por el otro colocado en igualdad, casi sin intervención de la profesora. Yo la miraba de reojo mientras veía a mis compañeros discutir, y le recuerdo un gesto de satisfacción que era casi una sonrisa.

Seminario colectivo

Había oído hablar de la iniciativa de un grupo de estudiantes de la carrera organizados para “dictar” un seminario de grado, y la idea me intrigaba. Averiguando entre varios conocidos, había recibido opiniones muy diferentes. Pese a que la temática central estaba muy alejada de mi área de especialización, decidí darme la oportunidad de experimentar la dinámica –para mí novedosa– de un curso autogestionado. Normalmente los seminarios de la carrera tienen una estructura similar a las materias comunes: un profesor propone el programa, el tema, la bibliografía, dicta las clases de manera expositiva, y al final del curso evalúa y califica el trabajo final de los alumnos. La temática suele ser muy específica, y la forma de evaluación no es un examen oral sino un trabajo escrito, casi siempre una monografía restringida a ciertas pautas formales (rango de páginas, bibliografía, presentación individual). En cambio, en el seminario colectivo encontré una apuesta radicalmente distinta: no hay un profesor a cargo, sino un grupo de compañeros que organiza las actividades; el programa tiene un eje temático, pero los participantes están invitados a plantear discusiones no necesariamente vinculadas de manera estrecha; se promueve la labor en grupo, con actividades en las que unos compañeros “corrigen” el trabajo de otros. En resumen, frente al modelo vertical, el seminario colectivo propone una alternativa horizontal que quiebra decididamente la estructura oposicional de educador/educando, y enfatiza la paridad de los sujetos involucrados al eliminar todo vínculo de autoridad entre ellos. Es cierto que, para que tuviera validez institucional, era necesaria la participación nominal de un profesor acreditado como “titular” del seminario, pero en el desarrollo real del curso su intervención fue prácticamente nula. En definitiva, para la evaluación se propuso un trabajo final individual y/o en grupos, ideado por los alumnos según su propio interés en cuanto al tema y creatividad en cuanto a la forma, evaluado y calificado en parte por cada alumno y en parte por sus compañeros. De hecho, esta nota (como todas las de este número) surgió como propuesta de trabajo final: en sí es individual, pero la publicación es un trabajo en conjunto.

Una reflexión final

Estas experiencias (no) universitarias pueden interpretarse como simples anécdotas, pero no por ello dejan de mostrar un interesante factor común, y es que yo, en todas ellas, además de cumplir el rol pasivo de objeto de evaluación, en menor o mayor medida también estaba siendo sujeto activo. Eso solo ya muestra una grieta en el edificio de la “educación bancaria”, al menos en el ámbito de las humanidades. La pregunta que surge como reflexión final es hasta qué punto puedan universalizarse estas alternativas al modelo clásico sin ir en desmedro de la excelencia educativa. Como siempre, sólo la experiencia lo dirá. 

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