Como otros tantos argentinos y latinoamericanos, llegué a París siguiendo las huellas de La Maga y Oliveira, del Club de la Serpiente, de los puentes del Sena de noche, saltando de la tierra para llegar al cielo. Buscando esa ciudad mítica que de noche se hace mágica entre largas charlas que mezclan el francés y el español y confunden nostalgia con patria.

París es como un corazón que late todo el tiempo; no es el lugar donde vivo; es otra cosa. Estoy instalado en este lugar donde existe una especie de ósmosis, un contacto vivo biológico. Yo digo que París es una mujer; y es un poco la mujer de mi vida…
  Julio Cortázar 

Y ahí estaba ella, tan bella e inalterable a nuestra admiración como la mostraban todas las películas, todos los libros, todas las historias que venían de todas partes del mundo, en todos los idiomas y que lograban que uno la amase, aun sin conocerla.

Y con Rayuela debajo del brazo seguí ese hermoso mapa literario de amores y desamores, de pasiones y dolores, de desarraigo y melancolía. Y todo estaba allí, tal como él lo había dejado, esa ciudad seguía siendo la misma por la que Cortázar deambulaba de noche, solo y sin rumbo, convirtiéndose en un verdadero flâneur parisino.

Cuando fui por primera vez a visitar su tumba al cementerio de Montparnasse, vi que era una de las que más adornadas: piedras con mensajes, cigarrillos, boletos de metro con frases y mensajes escritos en el mármol. Uno de ellos decía en español: “Cronopio: tu Rayuela me cambió la vida”.

Llegar a encontrar su tumba no es nada fácil, por alguna extraña y acertada razón sólo se puede llegar a ella saltando de un lugar a otro, como en una auténtica rayuela, pisando tumbas, hasta adentrarse en el centro de la división 3 y avenida transversal. Ahí uno la puede diferenciar por la escultura que le hicieron sus amigos Julio Silvay Luis Tomasello  y que representa, en palabras de uno de los autores: “esos bichos raros de los que escribía Cortázar”.

Pero el escritor no está solo, su tumba está dividida en dos y a su lado descansa quien fue su última mujer, la escritora y fotógrafa canadiense Carol Dunlop. Ella murió dos años antes que él, de una aplasia medular, y prácticamente en brazos de Julio quien no se separó en toda su agonía. Sus amigos dicen que el escritor nunca pudo reponerse de su muerte y que ese fue el comienzo del deterioro de la leucemia que acabaría con su vida en 1984.

Antes de que Carol muriese, hicieron un viaje de treinta y tres días de París a Marsella sin salirse de la autopista, que se  llamó “Los autonautas de la cosmopista”, que Julio terminó de escribir solo en 1983, un año después de la muerte de su mujer. El gran cronopio escribió un prólogo realmente emocionante:

Lector, tal vez ya lo sabes: Julio, el Lobo, termina y ordena solo este libro que fue vivido y escrito por la Osita y por él como un pianista toca una sonata, las manos unidas en una sola búsqueda de ritmo y melodía. Apenas terminada la expedición, volvimos a nuestra vida militante y partimos una vez más a Nicaragua donde había y hay tanto para hacer. Carol reanudó allí su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad. También allí encontramos felicidad, ya no solo en los paraderos del París-Marsella sino en el contacto diario con mujeres, hombres y niños que miraban como nosotros hacia delante. Allí la Osita empezó a declinar víctima de un mal que creíamos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso. Volvimos a París llenos de planes: terminar el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente. Siguieron dos meses que nuestros amigos llenaron de cariño, dos meses en que rodeamos a la Osita de ternura y en que ella nos dio cada día ese valor que nos iba abandonando. La vi emprender su viaje solitario, donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que tanto los había desafiado y combatido en estas páginas. A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista.

De esa manera Julio despedía a su último gran amor y despedía también a una parte de sí mismo. La primera vez que llegué a su tumba y vi sus nombres juntos me acordé de este prólogo, de las páginas de ese libro donde el lector podía adentrarse en la intimidad de esos días a bordo de una vieja furgoneta Volskwagen (el «rojo dragón Fafner») donde se amaron y fueron felices, porque el relato no es sólo sobre el viaje, las estaciones de servicio y los encuentros con amigos que traían comida y novedades; sino que es también el relato de esa historia de amor, que tanta felicidad y luz le dio al cronopio.

Hace ya varios meses que vivo en esta ciudad que durante tanto tiempo soñé habitar. La vi cambiar de colores, de estaciones, pasar de las tardes de primavera al verano agobiante y húmedo, con playas y gente tomando el sol sobre el Sena. Del otoño anaranjado que deja colchones de hojas en el empedrado, al invierno largo y triste con esa llovizna incesante que transforma en grises los paisajes más bellos.  El Pont Des Arts en invierno y con lluvia es más lindo de lo que hubiera podido imaginar, la gente con sobretodos largos y pilotos haciéndole frente a una llovizna que no merece ningún paraguas; el Parc Montsourí con sus barrancas y lagos adornados de árboles secos que se tiñen de amarillo y naranja; las calles angostas y circulares del barrio latino donde en el ‘68 los estudiantes levantaban los adoquines buscando la playa; y mi barrio preferido del mundo, Montmartre, donde cualquier noche uno puede cruzarse a Picasso y Modigliani borrachos hablando de mujeres y arte.

En todos estos meses cada vez que me sentí un poco sola y un poco triste volví al cementerio de Montparnasse, a la tumba del Cortázar. Quizás porque siempre creí que el hecho de estar acá es un poco su culpa o su responsabilidad; así que de vez en cuando vuelvo, le dejo un Gauloises o un Gitanes, leo las notas sobre su tumba y emprendo el camino de regreso. Hace unos meses encontré una nota, bellísima, a la que le saqué una foto para poder mandársela a mis amigos:

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 Durante varios días traté de encontrar inútilmente a Mariano Pedraza para decirle que esa tarde tomé prestadas tres flores de otras tumbas y que una se la dejé a Julio, otra al bebé Rocamadour y otra en una tumba cualquiera donde, desde mi agnosticismo, le pedí a su mamá y a su Facundo que le den las fuerzas para no sentirse más huérfano.

Desde ese día le quise escribir a Mariano, para que sepa que esa tarde las esperanzas bailaron tregua y catala a su salud, que en París alguien repitió su nombre con lágrimas en los ojos cuando leía sus palabras. Para alentarlo que siga con sus cursos de francés, que el cronopio va a esperarlo ahí para escuchar sus gracias y que seguro alguna Maga distraída y torpe lo va a esperar alguna tarde de verano en el Pont Des Arts

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