Una explicación de la actual fragmentación del sistema educativo, resultado de un modo de entender el proyecto, que parte de una nostálgica visión del pasado pero mira indudablemente hacia el futuro. En época de nuestros padres y abuelos, cuando casi todos los niños iban a las escuelas del Estado, todavía se hablaba de “educación común”. Esa era, sin discusión, la única garantía para la igualdad de oportunidades de los individuos en la sociedad. La escuela era la misma para todos porque su función era la misma para todos -al menos así era en los mejores discursos y en las más sólidas aspiraciones-. El hijo del campesino, el hijo del carnicero y el hijo del doctor tenían las mismas maestras, aunque en sus casas tuvieran bibliotecas de distinto tamaño.

De un tiempo a esta parte, pareciera que llamar “común” a la educación tiene connotaciones demasiado democráticas. Su modelo no entra dentro del modelo, por eso se la ataca y se la olvida. Desde los pináculos académicos se la denuesta calificándola de “enseñanza homogeneizadora”. Así se le desdibuja su intención en la metáfora de la homogeneidad, como si su proyecto fuera pasar a las sucesivas generaciones por la licuadora escolar para borrar definitivamente sus matices y así formar a el ciudadano, el único, el argentinito perfecto.

La educación común para un proyecto de Nación no implicaba ninguna licuadora de ideas ni personalidades, como reza la vulgata histórica dominante. Lo común -bien entendido- es la realización de lo colectivo y universal, es la integración de lo diverso en una identidad compartida; nunca la aniquilación del individuo. Pensar en la igualdad de oportunidades no significa crear un ejército de soldaditos escolares; por el contrario, implica el anhelo de la igualdad social a partir de la justa distribución de la herencia cultural de los pueblos: la posibilidad de manejar y crear las herramientas materiales e intelectuales que nos permitan a todos interpretar y transformar la realidad.

La treta de la “homogeneidad” va unida a la vieja zoncera del Estado totalitario, ese supuesto elefante institucional que suprime las libertades individuales. Otro de los estribillos de la clásica arenga neoliberal, que tergiversa la noción de libertad uniéndola a la idea de “libertad de elección”: aquello de que libertad es hacer lo que se me canta, lo que yo quiero. Pero la Libertad no es eso: es el ejercicio pleno de los derechos sociales, condiciones indispensables para una vida digna. Es el derecho a conocer nuestra historia, a pararnos sobre nuestro origen, legado y lucha de los Hombres Antiguos. Es una Libertad para sufrir gozosamente el dolor y llorar nuestra desconsolada alegría, donde para todos sea el calor o el invierno y para todos el descanso o la fatiga; no la libertad del libre mercado, mano invisible que sólo dirige para bien de los poderosos.

A la par de la embestida contra la educación común por supuesto llegan las loas a la “diversificación”. Ya no debe existir la misma escuela para todos: ¡basta de querer que todos tengan lo mismo! ¿A quién se le ocurre? Se inaugura así una nueva lógica para organizar el sistema educativo. Se le da primacía a la familia en la responsabilidad de las acciones educativas “como agente natural y primario de la educación”, posmoderna restauración monárquica de la vieja libertad de enseñanza. Se cambia el eje del proyecto educativo. Ahora se centra en la “demanda de servicios”: el núcleo primario de la sociedad -la family- será el encargado de guiar los destinos educativos del individuo. Por ende todo el sistema educativo será una respuesta a este motor primigenio: la “demanda diferenciada”, producto de la heterogeneidad de la población, la “libre” y dispar solicitud del “bien educativo”. Así la lógica de la mercancía se convierte en el principio organizador.

Este nuevo “sentido común” -que, como se ve, de común no tiene nada- parte de la desigualdad. La desigualdad es la condición inicial de esa demanda, vale decir: las expectativas familiares diferenciales con respecto a la educación de sus niños. Esto a su vez, deducción mercantil mediante, produce más desigualdad: a demanda diferenciada le sigue una oferta diferenciada, instituciones educativas que compiten por la captación de alumnos. Que, traducido a letras crudas, no es otra cosa que la brutal segmentación y fragmentación que se observa hoy en el sistema: escuelas para ricos, escuelas para pobres, escuelas para más pobres; escuelas de los countrys, escuelas de la villa; escuelas de primera, escuelas de segunda, escuelas de décima; escuelas para intelectuales, escuelas para obreros, escuelas para nadies; escuelas para gobernantes, para operarios, para marginales. Escuelas para “lugares” en la sociedad.

Bajo este esquema se constituye verdadero mercado de la educación: la escuela-empresa compite por la clientela y esto, ya lo sabemos, deja bastante que desear en cuanto a la democrática distribución de beneficios en la sociedad. ¿Acaso alguien cree que la “diversificación de la oferta de servicios educacionales” -léase “desigualdad de las escuelas”- tiene algo que ver con un proyecto de Nación? ¿Dónde entra en este mercado aquel bello canto a la Noble Igualdad? ¿Cómo se engancha este discurso con el proyecto colectivo aún pendiente?

La educación de los que vienen no es un asuntillo personal: no se elige la educación como si fuera el color de una remera, pues algo tan importante no puede ser un artículo de feria. La educación es un asunto público porque los humanos somos seres de una sociedad, ciudadanos de una Nación. Lo público es lo que tiene que ver con los intereses de todo el pueblo.

Por eso las escuelas no pueden ser empresas que venden y compiten. No hay Nación, no hay Patria donde hay ghettos, pedacitos de la sociedad separados por la piel o los billetes. Por eso la Escuela Pública, una escuela donde entren todos, es la única posibilidad que nos queda para construir una sociedad verdaderamente democrática

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