¿Existe una receta para enseñar? ¿Hay un ámbito en el que se aprende por definición más que en otros? ¿Aprendemos de todas las personas por igual? ¿Qué es importante que aprendamos?

 

Y, si no es cuestión de simplificar, tampoco podría ser el objetivo esquematizar, pero, en el afán de ir acercándonos a las pedagogías posibles, la ironía de la murga uruguaya puede venir a salvar la situación con risas. Risas que delaten que muchas situaciones de aprendizaje, de aplicación de pedagogías dentro de las aulas y fuera de ellas, están atravesadas por valoraciones sobre quién aprende, cómo se comprueba el aprendizaje, para qué se enseña e, incluso, por la esperanza que podemos tener de que la idea de cambiar el mundo es posible y que a ese camino se accede a través del conocimiento. Creencias y sentires argumentados teóricamente en argumentos que son, me atrevo a decir, siempre de segundo orden en tanto esas creencias y sentires siempre serán la base sobre la que se apoyen.

Risas, decíamos, que delaten que el cuadro que describen tiene alguna relación –más o menos cercana– con nuestras experiencias. Así, en la canción “Las maestras”, Agarrate Catalina nos dice: “Y miren que no es gran cosa lo que una le pide que repitan todo el ciclo escolar, eh / con que repita la palabra prócer / la palabra penillanura y la palabra nariz aguileña / sote te felicito / abanderado el botija / Y no le entra / una le repite / le repite / le repite / y no le entra… / Habría que hacer con el gurí lo que se hace con los barcos en la botella / que se agarra el barco y por afuera se le hace un envoltorio de botella / lo mismo / poner el conocimiento y por afuera hacerle un botija…”.

Si ya era difícil explicar si existe una receta para enseñar, la murga nos deja una pregunta aún más compleja: ¿Qué relación tiene, en la práctica, quien aprende (que no son solo los niños, sino que somos todos, de cualquier edad) con lo que aprende? O, en sus términos, ¿quién es el barco y quién la botella? ¿Las pedagogías –y el conocimiento en general– están diseñadas para las personas o nos cambiaron los protagonismos en el aire y somos “el botija que envuelve el conocimiento”?

Pero si de extremos se trata, tampoco la cuestión es adherir al discursos de los pseudofreireanos que por educación popular te repiten y repiten (tanto o más que lo que nos repetía la maestra normal tipo) que “el conocimiento surge de lo popular” y quieren enseñar a escribir “favela” a personas que están experiencialmente más cercanas a escribir “falabella”.

En alguna ocasión se ha comentado, problematizando las concepciones académicas acerca del aprendizaje y de la transmisión del conocimiento, que en las escuelas zapatistas afirman “cuando estamos debajo de un árbol, también estamos aprendiendo”. Surgen entonces preguntas sobre las condiciones y la posibilidad de replicar tal experiencia y tal concepción en grandes ciudades, como la nuestra. En otras palabras: ¿Sería posible que en Buenos Aires –una ciudad con un alto grado de desarrollo de las fuerzas productivas, en la que hay un CONICET y departamentos que estudian diferentes tipos de célula– dormir la siesta debajo de un árbol fuera entendido como un aprendizaje? ¿Cabe extrapolar esa experiencia? ¿De qué modo hacerlo? ¿Con qué efectos?

Y sin embargo, aun sin el árbol y sin la siesta, es innegable que se aprende en los recreos; escuchando música, leyendo una novela, mirando el mar; de una charla –propia o ajena–, etc.

Esta no es una disyuntiva entre dos bandos: esto no es sobre “buenos y malos”, “conservas y progres”. Se trata de que todos aprendemos de todos y de que traducimos lo que nos circunda con las herramientas que tenemos. Todos nos preguntamos para qué aprendemos y para qué enseñamos, a la vez que sospechamos de la funcionalidad de la pregunta sobre la funcionalidad del conocimiento. Esto, en otros términos, es que nos preguntamos qué idea de utilidad asume quien pregunta: “¿Para qué se hace algo?”.

Cuando cada uno se hace la pregunta: “Pedagogías, ¿para qué?”, en relación con sus propias prácticas, está tratando de no reproducir cierto automatismo y, solo por eso, ya es valiosa. El pensamiento crítico tiene el deber de plantearse constantemente su para qué, su razón de ser, puesto que su función consiste justamente en interrogar todas las prácticas, incluyéndose a sí mismo.  

Éstas y miles de preguntas más invaden la necesidad de dotar de sentido nuestras prácticas que, aunque no queramos, traslucen el sentido que le damos al conocimiento, a los otros y, finalmente, a nuestra (¿precaria?) posición en el mundo

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