Vamos a entrar en un terreno conflictivo. Definir a la cultura popular es arduo. Los términos, tratados históricamente por separado, ya planteaban dificultades: la cultura no era vista como la producción simbólica compartida, estaba vista como lo «artístico» (en su visión más aristocrática: la cultura está en la literatura, en la pintura, en la música clásica); se puede resumir en la canción de Carlos Vives: ¿qué cultura va a tener si nació en los cardenales? No era para todos; sólo para un séquito particular. ¿Y lo popular? Más complejo aún: depende de la visión, era algo que se impugnaba o se celebraba, pero no se observaba sus particularidades.

Para superar estos primeros límites hubo que esperar hasta el aporte de la antropología y la sociología, y surgieron otras preguntas: ¿cómo se construye lo popular (ya que la cultura es un sistema de significaciones compartidas entre los diferentes actores)?, ¿cómo se relacionan y se entrecruzan ambos términos?, ¿qué se puede definir como cultura popular?, ¿a partir del folklore, las tradiciones, los productos de los medios de comunicación de masas? En el camino, encontramos una idea (que parte de los trabajos de Gramsci, Cirese y García Canclini) que sostiene que la cultura popular no contiene esencia alguna, que es una noción relacional. Se construye por medio de intercambios y apropiaciones diferenciadas, surge a partir de las desigualdades en el acceso a los bienes culturales y sociales. Nada es intrínsecamente popular, no hay cultura popular en-sí. No hay esencia, no hay que quitar capas de ripio para encontrarnos con un núcleo inmóvil e invariable, puro. La cultura popular se construye en una relación, es imposición y negociación; es re-apropiación y re-elaboración. Faltaría definir en qué contexto y quién lo hace.

La descripción de la cultura popular se construye de arriba hacia abajo. Es una delimitación violenta, va de lo dominante a lo subalterno. Una lengua “letrada” clasifica, nombra a algo que no se puede nombrar a sí mismo; como escribe Marcelo Pisarro, “está excluido del texto que lo nombra, y de nuevo, el texto que nombra se excluye de ‘lo popular’”. Alguien etiqueta y a partir de ahí se analiza. Es una traducción violenta. Se señalan los márgenes, se diferencia con aquello que no es popular; se diferencia con lo “culto” (lo “alto”, lo “letrado”: la visión aristocrática de la cultura aún subsiste) como si fueran términos mutuamente excluyente, como si lo popular no pudiera contener –por definición– elementos estéticos y de profundidad poética propios y valorables (no voy a abundar en detalles, dejo la cuestión planteada).

La cultura popular se construye en una relación de desigualdad en los accesos a los bienes culturales y simbólicos. Partimos, entonces, de una asimetría de origen. No todos son productores de cultura, sino que tienen la posición subalterna de consumidores. Sin embargo, no todo es imposición; se puede re-elaborar, subvertir, impugnar o dotar de un sentido nuevo lo recibido. Re-significación, mixtura, hibridación: nada impide que la creatividad humana cambie lo dado. Pero, como escribe Eduardo Galeano, “para el sistema, está claro: al menos en teoría, nadie niega el derecho del pueblo a consumir la cultura que crean los profesionales especializados, aunque en los hechos ese consumo se limite a los productos groseros de la llamada cultura de masas. En cuanto a la capacidad popular de creación, no está mal, siempre y cuando no se salga de su lugar”. Entramos en una dialéctica compleja, en un espacio de aceptaciones, impugnaciones y negociaciones. La cultura popular tiene elementos dominantes y dominados, elementos de reproducción y de transformación.

El lugar por excelencia donde se ve (y se consume) “cultura popular” es en la industria cultural. Es decir, donde la cultura es producida en serie. Ahí se genera el esquematismo, producido por los profesionales especializados, que es el primer servicio de la industria al cliente; como escribieron Adorno y Horkheimer, “para el consumidor no hay nada para clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquema de la producción”. Pero este esquematismo es flexible; es una –volviendo a usar el término– dialéctica entre conservación y cambio. Se adapta; si no lo hiciera, se estancaría y no lograría cumplir con su función: la reproducción del capital. Por eso un símbolo de insurgencia puede, al poco tiempo, convertirse en producto de mercado vaciado de sus contenidos iniciales; exagerando un poco (pero no mucho) se pasteuriza. (O al revés, se pueden radicalizar discursos una vez integrados en el engranaje industrial, pero depende de la decisión política del artista) 

Un ejemplo del primer caso, de la pasteurización, es la cresta (raparse los costados de la cabeza), que pasó de ser un corte distintivo de los punks a parte del uniforme de un inconfundible producto de mercado como Los Wachiturros. Y, ya que estamos, una digresión al respecto. Los Wachiturros son un típico producto posmoderno: el pastiche, técnica que consiste (según dice el machete de Wikipedia) en “la imitación de diversos textos, estilos o autores en una misma obra”. Tomemos dos ejemplos: el tema por el que saltaron a la fama contiene fragmentos de “Soy una gárgola”, de Arcángel, y de “Tirate un paso” de Rey Pirín (por eso fueron acusados de plagio); y “Este es el pasito”, otro hit, contiene fragmentos de “Pegaito a la pared”, de Tego Calderón; “Prrrrm”, de (los insufribles) Wisin y Yandel; y “Cuidau”, de Cosculluela. Todo esto armado con una pista de reggaeton remixada.

El año pasado el fenómeno fue Mc Caco, que tomaba temas viejos o en la cresta de la ola, les cambiaba la letra manteniendo la melodía (como el sketch de Capusotto con los temas de cancha: lo hizo con canciones de Virus, Almendra y Miranda) y se dispersaban por todos lados. La industria reproduce adaptándose al contexto, aprovechando las nuevas coordenadas de “lo popular”; constituye públicos en base a las respuestas de mercado.   

Después tenemos el caso de la televisión. Otra digresión breve. La televisión reproduce la moral dominante, es un indicador social de importancia. Por eso me cuesta hablar de tinellización de la cultura, es indivualizarlo en una figura cuando el problema es más profundo. Prefiero hablar de  –tomando la definición de Silvina Melo– cultura ortiba (o moral vigilante). De la perversa conjugación de la dictadura y el menemismo, de la política destructora de los lazos sociales. De la derrota cultural frente al neoliberalismo: la consolidación del individualismo, la obsecuencia, la deslealtad, el buchoneo, la sospecha como comportamientos sociales aceptados (o frecuentes), sumándole –a todo esto– el fetichismo exacerbado por los cuerpos y la fama a cualquier precio. El programa de Tinelli y los satélites (y los realitys show, por supuesto) son su más nítida expresión, y son perniciosos para la construcción de solidaridad entre clases (ya que se constituyen en valores dominantes anti-populares). La deconstrucción de esta moral es una necesidad política y una responsabilidad social, y es parte de una profunda disputa cultural por la construcción de una nueva hegemonía, más justa y democrática, más solidaria.

Disputa y hegemonía. Los términos los elegí a propósitos. Para discutir con la idea oficial de batalla cultural. ¿Es sólo eso? María Pía López, integrante de Carta Abierta, escribió:

la hegemonía tiene doble latido: un corazón del conflicto y otro de la conciliación. No sólo de la conciliación a la que puede llamar el victorioso, (…) construir hegemonía requiere traducir, también, la voz del otro, retomar sus valores o marchar hacia la construcción de lo común. 

Es una definición bastante clara como para argumentar que el kirchnerismo, como fuerza política, está a mitad de camino: pese a algunas medidas de igualdad y de ampliación de derechos (el Canal Encuentro, Conectar Igualdad) es funcional a la cultura ortiba, que es anti-igualitaria, porque no la impugna, convive con ella. La alimenta con la polarización: cuando dicen que si no estás con ellos sos funcional a la derecha, peleándose (cuando no apela a la criminalización) con los sectores populares organizados. La mezquina idea de que a la izquierda del oficialismo hay una pared. La responsabilidad no es exclusiva, pero con el binarismo obtura los caminos a ideologías más solidarias (ya que las cosas se deben aceptar a sobre cerrado). 

Para terminar, quería hacer una breve referencia a algunas experiencias emergentes que pintan un cuadro de situación interesante. La revista ¿Todo piola?, del poeta Camilo Blajaquis (busquen en Internet entrevistas a él: no tienen desperdicio), y la revista Garganta Poderosa, son buenas noticias. Los sectores subalternos escriben, tienen cosas que decir. La escritura no es un ámbito de especialistas (o, por lo menos, ya deberíamos discutir esta idea). La cultura popular comienza ahí: en la expresión, en la pérdida del miedo, en dar la palabra. Afortunadamente, no tenemos que esperar hasta la plena aplicación de la ley de medios para ser optimistas

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