La tan criticada escuela pública, hija directa de la modernidad, tiene el rostro descascarado, fisuradas las columnas y los cimientos por detonar. Pero, también, tiene algo que aparenta vicio y no es tal. Con su reloj amurallado, ordena el tiempo y el espacio, y así funciona como refugio en nuestros barrios desangelados, un panal de laboriosas abejitas, una guarida contra los ursos de las tinieblas.

Al salir de la escuela, nos cruzamos con los guachos del barrio. A veces son diez, otras tres, algunas veinte. Vestidos de felices, gritan su tristeza. Viajando en tóxicas bocanadas, matan un tiempo que los mata encerrados en la falsa libertad de la esquina. No conocen el encierro del asalariado, pero les hace falta para comer y para proyectar. No tienen rutina, pero igual se aburren. No pueden predecir, por eso se encomiendan a la ruleta de vivir el día buscando la vianda de la caza y la recolección, tan de las sobras de su madre como de la billetera ajena. A ese extraño tiempo de ocio ─que, por no oponerse al del trabajo, nada tiene de ocio─, ellos lo llaman con su endeble identidad: la vagancia.

Nunca sé qué harán mañana; nunca sé si los volveré a ver. A los pibes que están en nuestra escuela, siempre, sí.

La escuela intenta sus leyes, pero el barrio no usa las mismas. La escuela tiene un orden ─maltrecho y anquilosado, pero orden al fin─: tiempo y espacio reglados. El barrio, sin embargo, los sepultó. La caída del trabajo como organizador, la publicitada anomia social, el atroz imperio del más fuerte, convierten los pasajes de entre torres en una jungla sin pasado ni mañana. En la escuela hay un timbre; hay un ahora sí, un ahora no. En el barrio, de eso queda poco. En la escuela hay un adentro del aula, un patio que es afuera. Se sale y se entra, se sigue la norma. En los pasillos todo es fuera y dentro a la vez. ¿Dónde empieza la casilla de los Benítez? ¿Dónde termina la de los Zárate? Puertas abiertas, cocinas al aire, pululan los pibes en cuero entre las mesas de una y otra. Tíos son vecinos; vecinos son tíos. Las ventanas dan adentro de los patios, el hacinamiento asesina el pudor: toda intimidad es lujo. Faltan puertas en territorios que añoran límites.

Así la escuela quiebra un modo de vivir. Propone una ley sin saber que es novedad para quien la recibe. Sus límites y funciones son distintos de los códigos de esquina y ranchada, de la barra o de la tumba, donde los porongas tienen sus gatos, a los panchos se los pone pillos, el bondi es diversión y la valentía es pararse de manos. Las normas que sostiene la escuela, si son democráticamente construidas e impartidas, son necesarias para salir de la inmediatez eterna y del abismal desamparo, para ordenar espacio y tiempo en cada personal e íntima existencia.

Porque aquí Andrea crece, cree, crea y se enamora; entre triángulos y números decimales toca una flauta de la que no entendemos cómo hace salir terciopelos y yuchanes florecidos. Jennifer escribe furiosa mientras mira y aprende sobre pájaros, mariposas y zorzales, así vuela y se vuelve hada de barro para reparar sueños rotos. Daniela imagina, discute, organiza, promueve y así, aprendiendo, se pone al hombro la necesaria felicidad de los demás. Rocío lee y estudia, escucha y pregunta, prueba y acierta, explica y enseña con precisas palabras, y así cosecha premios que nunca se guarda, porque de nada le sirve saber, si no es para compartir. Victoria dibuja cien cielos y mil colores y reparte su risa delirante para que todos entiendan sus mucho más hermosas razones que las mustias jergas acovachadas del manual. Matías quiere ser Messi, pero también Armstrong y Gagarin, y quiere conocer al Kun Agüero, pero también conversaría con Galileo y se moriría por tirar sombreritos en Saturno. Cucho y Guada y Maxi y todos nosotros encontramos en la escuela un refugio para el frío sórdido de este cruel mercado de almas. Por unas horas, durante el día ─que acumuladas se vuelven muchas horas, muchos días, una vida─ dejamos de ser orejones para ser pioneros. Somos peones comandando la resistencia, olvidados sacacorchos convertidos en artesanos, orgullosamente dueños de nuestros garabatos y colosos.

¡Cuidado! No vaya a ser que de estos galpones, de estas fraguas, empecemos a desbordar soñadores que, trenzados de las manos, bien despabilados, le tomemos, arrebatada y firmemente los cuernos, al diablo.

Las injusticias no se reparan haciendo dibujitos, claro. El buey de la voluntad nunca alcanza. La escuela no devuelve una infancia robada y un pizarrón siempre quedará ridículo para demoler los abusos. Pero siempre será más que nada. ¡No son estériles las reparaciones del sabio amor y la ternura! ¡No! No lo son. ¡No son en vano las caricias del arte y de la ciencia compartida! Y menos si se tejen en proyecto colectivo. Son semillas fértiles del humanismo revolucionario, la lucha más ardua, intensa y a la vez cariñosa que podamos emprender. Si la escuela no enseña, pierde sentido. La poesía y la geometría no se negocian.

Sin la escuela, todo sería peor. Para muchos desangelados, es el impulso a escapar del miedo, saltar de la cama, encontrar un sentido. Es un acurruco en la intemperie de balas cruzadas, cálida cabaña en la desértica aridez de la marginación, un regazo de voces claras que afuera no existen, una agenda simbólica, un mañana distinto del ya. En la escuela, pueden ser los niños que afuera no; pueden ser pibes y no, barrabravas o sirvientas del pinoluz. En la lectura de la palabra, tienen su sopa y su cama caliente. En ella, renacen de la sordidez y del espanto.

Si la escuela ayuda a trazar los propios rumbos, rompe guiones para un desfile de marionetas. Quien escribe su historia, arma un proyecto. Enseñar a nombrar nuestro lugar y nuestra historia solo lo puede hacer la escuela, si sabe volverse nido de comunidad que se organiza. Eso no resucita Marías ni mata culebras de inmundicia, pero quien nombra señala, apunta y transforma. Y los amos del dolor tiemblan.

Estudiar los mapas del mundo y de uno mismo nos afirma, nos va trazando el documento: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿a dónde voy?, ¿con quién voy? Eso es la Identidad, con mayúscula. Así, por más esclavos que nos quieran, alzamos la frente. Mirándonos las manos descubrimos las cadenas. Y si el carcelero nos descubre descubriendo, huye rápido para escaparle inútilmente a su hora.

La escuela ofrece la posibilidad de reconocer, nombrar y erigir el porvenir. Puede la escuela proponer un ensayo de la alborada. Lo hará cuando sea el aire del poema, del grito y de las banderas, de la canción y del fusil; cuando se vuelva lancera de tornos y probetas, de madrugones y de diarios combatientes. Sin esa escuela, la nueva sociedad no llegará nunca. No bajará de la luz de un cometa ni la traerán marcianos de vanguardia.

Es necesario, sí, que esto cambie de una vez. Habrá que deshacer el mundo en pedacitos y volver a armarlo entre todos. Habrá que estallar la bronca, la genuina indignación de vergüenza enfurecida. Lo haremos donde el barro se subleva: en las plazas, en la selva y en las fábricas, en toda pieza de casilla, en cada socavón y ─por supuesto─ en las grandes aulas de una hermosa escuela liberada.

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