El exministro Aníbal Fernández dijo, en medio de una disputa de sellos partidarios en el 2005: “A la marcha peronista que se la metan en el culo, muchachos”. La cedía, es cierto, pero luego de buscarla, porque ciertos himnos, ciertos cantos guardan en el ritmo de sus palabras una conexión con poderes que parecen trascender la sola materialidad de la vida. Porque el sonido, más allá de su naturaleza física, tiene un poder simbólico que atraviesa la historia de la humanidad desde mucho antes de poder llamarnos humanos.
Se llaman los animales entre sí para amarse y resguardarse con sonidos que escapan a nuestras percepciones. Se convoca a los dioses con fórmulas y palabras para iniciados. Y ciertos nombres se prohíben a los legos por las consecuencias que acarrean.
En la saga de Harry Potter los personajes se dividen entre aquellos que se animan a nombrar a Voldemort y aquellos que no. En la Argentina posgolpe del 55, nombrar a Perón y a Eva era un delito. En la Roma del primer cristianismo, así como en ciertos lugares del cercano y extremo oriente en la actualidad, llamarse abiertamente cristiano puede ser riesgoso. María Eugenia Vidal, tan democrática ella y sus votantes, desafiaba en 2017: “Sean sinceros y digan si son kirchneristas”. Por lo tanto, decir, hablar, cantar, rezar, nombrar, articular aire a través de las cuerdas vocales. En pocas palabras, emitir sonidos.
Muchos sonidos nos definen como comunidades nacionales, como los himnos, o religiosas, como los cantos litúrgicos. Incluso ciertos sonidos lo hacen en términos personales. El periodista Bernardo Neustadt, un adalid del peor neoliberalismo de los años noventa, fue enterrado en medio de los tarareos de sus deudos, que asociaban su imagen a los primeros acordes de Fuga y Misterio, la obra de Piazzolla que se usaba de cortina del programa Tiempo Nuevo.
Los sonidos son también –¿cómo no serlos?– signos de época. El rock nacional surgido de la guerra de Malvinas, la canción «Señor Cobranza» como fin del menemismo, «A dios le pido», de Juanes, o «Color Esperanza», de Diego Torres, como banda sonora de esa nebulosa etapa que fue el fin de La Alianza y el comienzo del tándem Duhaldismo-kirchnerismo.
Los sonidos también entablan una relación compleja con quienes que por alguna razón tienen dificultades para vincularse con ellos, como los sordomudos. La ausencia casi total de políticas a largo plazo los excluye del consumo de bienes culturales audiovisuales. ¿Por qué no pensar una ley que obligue a los medios nacionales a subtitular todas sus producciones? ¿Por qué no una norma que obligue a los noticieros a tener un intérprete de señas? ¿Acaso como ciudadanos no merecen tener una idea más cabal de lo que pasa?
Lo mismo ocurre con las comunidades que solo tienen acceso a medios de comunicación alejados de sus territorios y que no consideran relevantes a las noticias locales. No hablamos solo de las radios comunitarias o de baja frecuencia. La voz de las comunidades alejadas de los centros urbanos está en permanente tensión con una realidad construida por otros que acaba por invisibilizarlos. Y como suele ocurrir, los invisibilizados se resisten a desaparecer.
Por eso este número de Andén, una publicación impresa que ya no puede imprimirse porque la crisis económica Argentina lo hace imposible, está dedicado al sonido. Porque siempre nos hemos jactado de dar voz a temas si no necesarios al menos no habituales para las agendas de los medios comerciales. Porque hemos intentado dar voz no a periodistas profesionales o a comunicadores en plan de autobombo, sino a personas con algo que decir sobre esos temas que tanto nos esforzamos por pensar, por darle un lugar al eco de la voz humana impresa ya sea en papel o en bits. Nunca hemos pretendido ser y hacer más que eso, con nuestros errores de principiantes y nuestros aciertos de gente afortunada. Atravesamos, como todos en estos días, una crisis que va más allá de lo financiero, pero que en parte tiene su origen allí. Estamos cansados de la cacofonía de optimismo esquizoide y de apocalipsis que nunca acaban de ocurrir. Escuchamos la desesperación de la gente sin trabajo, de los que no pueden pagar el alquiler, de los que ya no pueden estudiar y lloran haciendo sonar sus mocos en medio del frío. Hacemos cuanto podemos con esas voces y con nuestra propia voz. Con cierta razón, algunas personas nos preguntan por qué hacemos lo que hacemos en este contexto, por qué nos duele no poder imprimir en un mundo que va hacia la virtualización completa. Y la respuesta no puede ser si no un poema, esa forma de la voz que pivotea entre el canto y la palabra:
Cantamos porque el niño y porque todos
Y porque algún futuro y porque el pueblo
Cantamos porque los sobrevivientes
Y nuestros muertos quieren que cantemos.
Con eso basta.
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Este número está dedicado a la memoria de Horacio Giambroni, nuestro Jefe de Estación, quien por su amor a los trenes inspiró la creación de este medio de comunicación.
Que tu viaje, luego de 88 años, sea largo y por paisajes mejores.