La tarde cae, el sol se esconde en el horizonte y la noche rebalsa el cielo. Curiosa estación a la que se arriba una fría noche de un otoño, casi de invierno. Y el fin. El final del recorrido y su constancia.  ¿Puede acaso pensarse el final y la constancia a la vez? ¿Tiene sentido hablar de fin y recreación? ¿Puede escaparse –aunque sea mentalmente- del eterno presente que atraviesa la existencia? Pero alto, ¿No estamos acaso en las puertas de una ficción?


Afirmar la ficcionalidad de tal construcción nos permite –en el marco de la diferencia foucaultiana- separarla del carácter esencial-original que puede querer imprimírsele, para afirmarla como invención. Ya en estos términos la pregunta por el quién es obligado, ¿quién se ha atrevido a pronunciar ese final? ¿Cuál es el lugar desde el que se construye esta ficción?

El pronunciamiento de este “final de la historia” es el gesto de una Europa inmersa en el tedio nihilista que intenta volver extensivo ese nihilismo a aquella otra construcción que había realizado, “la historia del mundo”. Este pronunciamiento entonces, nuevamente no es otra cosa que la universalización de una experiencia local. Desde estas latitudes es nuestra responsabilidad revisar la validez de estas afirmaciones y la  viabilidad de sus consecuencias.

Difícilmente pueda llevarse en tan poco espacio a una reflexión tan somera sobre la relación entre el fin y la ficción, o la ficción de un fin que constantemente se recrea en un eterno presente, como Manuel Fontenla lo ha hecho en este mismo ANDÉN, y que orientan en gran sentido estas líneas.

Gustavo Zanella no hace la excepción. Arriesga cierto prestigio al aventurado pensamiento de Francis Fukuyama sin  por ello titubear al momento de analizar sus desatinadas consecuencias. Y es que hablar del fin, y pensar el fin es equivalente al agotamiento de la posibilidad y con ello de la historia, ¿qué lugar corresponde al sujeto, al ser humano si dejamos de lado el futuro?, ¿a qué sujetarlo?  Y más profundamente, ¿es necesario hacerlo?

No hay respuesta a todas estas preguntas, y he allí un indicio de la respuesta. Hay cosas que no pueden decirse, pero bien pueden mostrarse, indicarse. El pensamiento del fin cierra la posibilidad del sentido. Da una respuesta opaca, oscura, cerrada. Si no hay más allá del hoy, del presente ¿qué sentido tendría cualquier lucha o cualquier manifestación? Sólo los reclamos del momento serían atendibles y el hambre no se soluciona en el momento, y la sociedad no es ecuánime en el momento, y los pueblos no se emancipan en el momento, y la gran historia no se hace en el momento. Sólo la ficción, y el consumo, y lo irreal, tienen lugar en el momento, y esta es, sin más, la circunstancia que nos circunda.

Transitar la vida en un eterno presente, cerrar la posibilidad, es perder el sentido. Es satisfacer cierta necesidad animal, cuestión innegable y muchas veces impostergable, pero que esquiva todo aquello por lo cual el paso por estas tierras podría no ser vano.

Escapar a la ficción del presente como único momento real, sin un futuro y un pasado transcurriendo en ese mismísimo momento, comenzar a escribir aquella gran historia, ésa es la propuesta. Pero para ello es necesario recuperar la utopía, recuperar el sentido, recuperar el mito, aunque menos, como primer paso y fundamental, en lo referido a la ética y la estética. Rubén Dri afirma en su ilustrador artículo Identidad, Memoria y Utopía: “El ser humano sin utopía se precipita hacia el suicidio, pierde identidad, deja de ser sujeto. Es esto lo que finalmente acepta el denominado pensamiento posmoderno. Ya no hay sujeto, no somos sujetos. Sólo existe el objeto, el cual ha vencido al sujeto”. Ese es el cielo que Cortázar no imaginó y Fukuyama menos, indicará también en las próximas páginas Tomás Rosner: los términos tan cerrados, tan inmóviles, tan auténticos, parecían. Hoy la libertad de mercado misma es puesta en cuestión por una crisis económica sin precedentes. La red de dominio parece no ser tan resistente y pasajes Güemes pueden filtrarse, donde se piensan y se desarrollan proyectos transformadores de la sociedad.

Dri, luego de destacar la potencia material e ideológica desatada por el Imperio, ve también ese rayo de luz: “… la imaginación renueva continuamente la utopía, poniéndonos enfrente de los ideales – y finaliza- Nadie se mueve a transformar la realidad por la ciencia. (…) Los individuos y los pueblos siempre se han movido impulsados por grandes ideales”.

Podrá objetarse que los ideales pueden también ser una ficción, carecer de rigor científico, y entonces nos situamos nuevamente al principio, en donde lidiamos, junto a Fontenla, frente a lo ficticio.

La ficción en sí misma no es desatendible. Ficción puede ser construcción de sentido, construcción colectiva de sentido, reinvención y posibilidad de transformación. Y esto no es la eternidad del efímero presente, ni la cosmética, el consumismo, lo posmo. Referimos aquí a esa obra monumental en la que Jorge Luis Borges llevó al ridículo la realidad, a esa realidad ficticia: Ficciones es quizá uno de los libros que mejor develan y descubren aquello que no es posible de responder. Y es en estas preguntas, en estas dudas, en estas posibilidades donde ficciones tales como la utopía y los ideales inclinan la balanza para un lado, el de todos■

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