“Deuda”, del latín debita (siempre plural), plural del neutro debitum. ¿Cuándo comenzó a hablar el latín?, ¿viniendo de qué / en qué lengua?, ¿qué lenguas hablan en él y en las lenguas romances y “occidentales”?
Deuda compone y dice en su raíz de-habere: des-tener, des-haber, es la corrosión del tener, su roimiento, su ruina, su desobra, el reverso de lo que hay, el gesto en vacío del dar, ese hueco que es imposible de tomar, de asir, de capturar, ese hueco que abre todo recibir, sin intercambio alguno, todo él deshecho y nunca, sin embargo, desechado.
“Estar en deuda” es “estar-en-hueco-desde”; más que “tener una deuda”, que queda marcado constitutivamente por el “des-tener”, donde todo “tener” se halla corroído.
Es cierto que las deudas (siempre plurales) han sido absorbidas, como todos los verbos y semovientes participios, activos y pasivos (“debita”, “debitum”), por el capitalismo y conjugadas en los términos de la lógica del intercambio, aun cuando las deudas guarden relación inconmensurable con el don. Las deudas están por fuera de todo tener; es más, lo socavan, lo desfondan, lo destruyen. Por eso, en buena ley y con todo derecho, aunque sobre todo en justicia, son impagables (¿será que el Papa habla una lengua no-cristiana?), pero no tanto por carencia de posibilidades, sino porque es imposible de poner en una mecánica cadena de pagos. Ellas no tienen que ver con el pagar; son un don impagable en justicia, porque un don se performa fuera de todo “tener” y todo “pagar”, y, más aún, de todo “tener-que-pagar”. Las deudas no son de nadie, no tienen propiedad. Una promesa, un don lanzado a llegar y próximo a caer, es, en este sentido radical, estricto y riguroso, deuda.
La moral cristiana (o debiéramos tal vez decir las morales monoteístas; pero fue la cristiana vía Capital la que conquistó el planeta) –y su irrigación en la moral occidental y su matriz civilizatoria– ha engranado las deudas en el mecanismo del intercambio, al mancharlas de culpa, arrepentimiento, contrición y absolución, con todas las indulgencias (plenarias, parciales y localizadas) mediante, contaminando a la vez “deudas” y “perdón”. Porque el “per-don”, el estar atravesado por el don, otra vez, cada vez, una vez más, se encuentra en el elemento de las deudas. Ningún “toma-y-daca”, sino excesiva inmanencia trascendente. Un gesto de hospitalidad excesiva. El capitalismo se ha montado en esta moral occidental, en sus mañas y vicios, en su obsesión con el tener, en su ferozmente defendida, y protegida por la piedra fundamental del Derecho, ideología de la “propiedad”. Y las deudas han pasado a justificar y naturalizar las consustanciales y crecientes desigualdades de todos los estados de derecho y las leyes mundiales y globales del mercado, con desaforada pretensión de universalidad.
“Deber”, en la inmensidad de las culturas, de las cuales la “occidental” es apenas una isla (si bien imperial y metastásica; y, por tanto, ha colonizado palabras, mentes y relaciones en una hospitalidad mimética y engullidora), es el recibir de otros, estar-en-el-don (que no es de nadie), estar atravesado por el don y por tanto no hay “deber” que no se derrame en “perdón”. Y todas las deudas se deben perdón. Un deber generalizado −o, mejor, universal−, asoma en la crisis del modelo civilizatorio que nos domina y gobierna, y es combatido con pánico pandémico a manotazos de furia por quienes aseguran en el tener-en-propiedad (lo “suyo” y lo “ajeno”) toda su vida y su muerte, sus posesiones, riquezas y herencias, su dominio territorial acotado.
Las deudas, el perdón y el deber son comunistas: de ningún “comunismo real” ni “ideal”, son el comunismo ancestral y milenario de las culturas, que no hay ninguna “humanidad” que lo contenga y delimite, que nadie sabe cuándo ha iniciado, y que nos envuelve. El Capital ha perdido la cabeza, nos-otros lo hemos decapitado.