Lejos, muy lejos de lo que cierto pensamiento hegemónico nos quiere hacer creer, el colonialismo no es un hecho ignominioso que desapareció felizmente de la faz de la tierra a mediados del siglo XX, sino que es un fenómeno que sigue operando en la actualidad. Aunque ciertamente ya no aparece en su forma descarnada de dominación política y militar, su lógica subyacente sigue imperando en términos de colonialidad, como una matriz global de poder que perpetua la dominación de los pueblos ex-colonias y que establece una fuerte jerarquía entre “razas”, culturas, saberes, géneros, economías, etc reputadas como superiores e inferiores. De esta manera, lejos de habitar un mundo, verdaderamente librado del colonialismo, vivimos una realidad social trazada absolutamente por su lógica y sus consecuencias. Partiendo de esta premisa, es indiscutible que la problemática de la droga, no es una excepción a la regla, sino que para ser aprehendida en su complejidad debe ser pensada teniendo en cuenta su íntima relación con el colonialismo y la colonialidad. Algo, que no casualmente suele pasarse por alto.
Desde esta perspectiva, lo primero que merece señalarse es que la definición tradicional y hegemónica de la droga, no es ni aséptica ni mucho menos universal, sino que se encuentra marcada de forma indeleble por la colonialidad. Esto es así, debido a que está construida exclusivamente a partir de un tipo muy especial de cosmovisión: la cosmovisión occidental, racionalista/cientificista moderna. Un diseño local, que gracias a la expansión planetaria de las potencias occidentales, se ha vuelto un diseño global/imperial. Desde este particular punto de vista, el ser humano es concebido como un sujeto esencialmente racional, habitante de un mundo desencantado y posteológico y por ende la droga, con sus efectos omnibuladores y disruptores de la razón, es interpretada como un fenómeno puramente negativo y alienante. Asimismo, al primar una lectura médica/psiquiátrica del problema, esta hace únicamente hincapié en las consecuencias sintomáticas negándole cualquier tipo de efecto trascendente o espiritual, que se le podría llegar a reconocer. En este sentido, la conclusión lógica a la que llega este silogismo (de raíz occidentalista) es la de prohibir de manera tajante y absoluta cualquier tipo de sustancia alucinógena no solo penando su tráfico sino sobre todo estigmatizando legal y socialmente su consumo.
Ahora bien, la pregunta que salta a la vista es si existen otras interpretaciones posibles sobre las sustancias calificadas tradicionalmente como drogas. La respuesta, evidentemente es afirmativa, existen una pluralidad de concepciones diversas, que se mantienen soterradas, aunque no por ello extintas. Para otras culturas no europeas, el hombre forma parte de la naturaleza y vive en comunidad con ella, teniendo esta última un carácter divino y “mágico”.Habitando, entonces, un mundo encantado y fuertemente espiritual, algunas sustancias alucinógenas son interpretadas no como perniciosas para el hombre sino como instrumentos rituales que, utilizados de forma “correcta”, permiten fortalecer la comunicación con los dioses y con la naturaleza. Prácticas chamánicas, como la de los pueblos originarios de algunas regiones de America, de África y Asia se inscriben en esta lógica, donde el consumo de aquellas sustancias, es leído por los propios sujetos y comunidades en clave de liberación trascendental y no de alienación irracional. Una postura que por ejemplo, también puede encontrarse en la posición del rastafarismo frente al consumo de marihuana, la cual es interpretada como una hierba sagrada, que permite la meditación y la conexión con la divinidad.
Sin embargo, la colonialidad del poder y del saber, a lo largo y lo ancho del planeta, con su violencia epistémico han negado y niegan sistemáticamente estas cosmovisiones alternativas, tildándolas de bárbaras, animistas y pre-científicas e imponen su concepción médica y legalista, prohibiendo aquellas prácticas y deslegitimando cualquier otra mirada posible sobre la problemática de las drogas. Esta imposición cultural, tiene tal alcance, que el cultivo y el consumo de la hoja de coca andina también ha sido prohibido jurídicamente a nivel internacional por voluntad de las potencias centrales, arguyendo que es una práctica perniciosa para la salud y que de ella se deriva, una de las drogas mas duras, la cocaína. De esta manera, a partir del concepto tradicional de droga, se estigmatiza el consumo de una hierba que es central en la cultura de los pueblos originarios, no solo por su carácter sacro ritual/religioso, sino porque a su vez permite a aquellas comunidades superar las dificultades de una vida cotidiana a miles de metros de altura. Así, armadas con la supuesta razón universal, las potencias hegemónicas del sistema mundo moderno/colonial les dicen a estos pueblos como deben vivir, pensar y sentir ordenándoles el abandono de sus tradiciones milenarias, para emprender el camino único que lleva hacia la Civilización. Una prohibición que en la práctica, no se cumple y que al no acatarse estigmatiza aún más a las propias poblaciones consumidoras de coca.
Asumiendo entonces, la complejidad de la problemática de la droga y su complicidad con el colonialismo, nos debemos preguntar cuáles podrían ser las vías de solución. Que no se nos malinterprete, lejos estamos de proponer una legalización total del consumo y mucho menos el libre tráfico de estupefacientes a nivel global. No abogamos por un “viva la pepa” ni planteamos una reivindicación acrítica de las drogas. Es más, no estamos seguros de cuáles podrían ser las soluciones profundas y concretas a tan compleja problemática. Sin embargo, lo que si podemos afirmar con cierta confianza es que el actual acercamiento a la temática es deficitario, porque responde a una única concepción cultural. En este sentido, siendo la definición hegemónica de la droga euro-céntrica y colonial, creemos que es menester re-pensar la cuestión desde una perspectiva pluri e inter-culutural, emprender la descolonización de las teorías médicas y legales en torno a la droga, proponiendo una nueva cosmovisión que esté abierta a diferentes experiencias locales y que por lo tanto no proponga como respuesta paradigmática la prohibición y penalización del consumo. Únicamente desde este punto de vista, aprendiendo de la diversidad cultural y respetándola, creemos que será posible avanzar hacia soluciones no solo más tolerantes, sino probablemente más efectivas■