Los conceptos cambian en virtud de las circunstancias sociales que dan pie a las ideas que los forman. Considerar que no están sujetos a la variabilidad del tiempo y del espacio es un error que ni el naturalista más inocente se atrevería a cometer sin antes sonrojarse. El concepto de ciudadanía no puede ser el mismo de la Atenas del S. V. a.C. ni el de los sociólogos del S. XX. El mundo cambió. Las fronteras difusas que parcelan los países, las provincias y los municipios ponen en crisis cualquier seguridad, cualquier identidad territorial que tenga la pretensión de cristalizarse más allá de los manuales.
Esa es una de las crisis profundas que han sido puestas al descubierto ante los hechos viscerales de Villa Soldati, al sur de la Capital Federal de la Argentina. La extrema pobreza, las migraciones internas y externas, la pertenencia de clase y los discursos que los tienen como objetos fueron puestos sobre el tapete por una serie de errores políticos por parte de las instituciones y sujetos sociales implicados que desnudaron los prejuicios, la hipocresía, la falta de políticas focalizadas a zonas y a grupos, el aparato represivo del Estado y el mal intencionado accionar de los medios de comunicación.
Allí donde no hay un Estado presente, solo hay estado de naturaleza, el todos contra todos, la ley del más fuerte. No hay ciudadanía posible. El pacto social que agrupa los vínculos que generan la pertenencia a un espacio se vuelve un cuento infantil sin moraleja. O en todo caso, su moraleja es la sangre de los más débiles. Aberrante ejemplo es la marcha de la clase media lindera a los terrenos ocupados, más horrorizados por la toma de un campo olvidado de dios que por las condiciones de hacinamiento y pobreza de sus ocupantes. Aberrante ejemplo es al jefe de gobierno de la ciudad, Mauricio Macri, apelando al más rancio discurso, claramente xenófobo, con el fin de generar un nosotros inclusivo en una población que no le reclama por la subejecución presupuestaria en educación y sanidad ni por los casos de espionaje. Aberrante ejemplo el del Gobierno nacional que por orgullo y picardía electoralista dejó librada a su suerte a las masas empobrecidas que, errando la metodología, creyeron que no serían utilizadas como ariete de operaciones políticas de distinta clase y calaña.
¿Cómo definir al ciudadano en medio de ese cuadro? ¿Qué derechos le caben y qué obligaciones? Ninguna. Quien no recibe ningún beneficio por integrar una sociedad, no tiene obligaciones. Si el Estado no se ocupa de su educación ni de su salud, ni del modo en el que vive, ni de la forma en que muere, no tiene obligación alguna de respetar la propiedad privada o del Estado. Si lo hace es porque pretende integrarse. Nada más que por eso.
Macri embarró la cancha apelando a la extranjería para no tener que hablar de la pobreza. Prefirió culpar a los que no son ciudadanos, a los que menos derechos tienen y por ende menos capacidad tienen para defenderse ante los abusos del poder. Fernández de Kirchner prefirió descansar en los laureles de sus logros antes de operar rápida y ejecutivamente. Los muertos son culpa de los permisivos, dirán unos. Los muertos son culpa del xenófobo, dirán otros. Pero los muertos son, están, ahí, en sus cadáveres y en sus ausencias para quienes además de la pobreza deberán cargar con el dolor de la pérdida que no tiene nacionalidad, ni etnia, ni clase social, ni ideología.
Son la forma más feroz de recordarnos la violencia que nos habita como comunidad, lo permeable que somos a los discursos que nos mienten al decirnos que está todo mal o todo bien.
Los hechos de Villa Soldati deben generarnos un escándalo ético, deben increparnos corporalmente, insoportablemente. Son la forma más feroz de recordarnos la violencia que nos habita como comunidad, lo permeable que somos a los discursos que nos mienten al decirnos que está todo mal o todo bien. Porque no es suficiente ser un empresario exitoso para gestionar con fortuna la vida de millones de personas, sean estas ricas, pobres o medio pelo. Porque no es suficiente haberle devuelto la mística a la militancia, ni haber revalorizado la lucha por los derechos humanos, ni el absurdo Fútbol para Todos si no se ataca la pobreza estructural en su núcleo más duro.
Cualquier pretensión de definir lo que es la ciudadanía hoy en día, en la Argentina, es un acto de parcialidad, muy meritoria, pero insuficiente. No se puede, es imposible. Hay cuatro personas a las que les volaron la cabeza de un tiro por ser pobres, bolivianos, paraguayos y que sin embargo en tanto pobres y en tanto extranjeros trabajaban en la Argentina, pagaban IVA en la Argentina cada vez que consumían, pagaban su boleto de colectivo, le vendían a los argentinos, construían para los argentinos, sus seres queridos estaban en la Argentina, y la Argentina era su lugar en el mundo porque aquí estaban y aquí se pudren sus cuerpos. La Argentina mató a esos pobres, y a esos extranjeros, mató a jóvenes como a Luciano Arruga y Mariano Ferreyra, y a viejos como Julio López o nativos como los toba-qom de Formosa. No se sabe lo que es ser ciudadano en la Argentina, a los sumo se sabe lo que es un cadáver. Porque, parafraseando a Kant, la vida (o la muerte) es más poderosa que cualquier teoría■