Que la naturaleza imita al arte o el arte a la naturaleza es un tema harto debatido. Sobre ello, Wilde recurrió al ejemplo de la bruma de Londres: la bruma no era producto de la naturaleza, sino que se originaba en la pintura, es decir, provenía del arte. Para Wilde, el arte imitaba la naturaleza. Por un lado, la naturaleza depende exclusivamente de cómo la percibimos y cómo la comprendemos, y es en ese sentido que la naturaleza depende de nuestra capacidad creativa, de nuestra ingeniería artística, de nuestra simulación consensuada, colectiva y personal. Por el otro lado, somos producto de la naturaleza, habitamos la tierra, no somos sus dueños, y bien haríamos en empezar a reconocernos como tales. Desde este lugar, aquellas construcciones que realizamos, no serían más que copia e imitación, o producto natural.

Que la política imite al arte y el arte copie a la política, es casi la misma discusión. Pero a diferencia del arte y la naturaleza, donde hay mucho en juego, pareciera que en esta disyuntiva la cuestión no se eleva más que a una charla de café, o unos mates de laguna. Y en ese tren, vienen andenes del tipo: “El arte es espectáculo, no tiene nada que ver con la política”, o “todo es política, arte es parte de todo, por lo que arte es parte de la política”, o “el arte es belleza, la política corrupción”, “el arte es dominación” nos dicen, y ya no podemos disfrutar una película, música o una obra de teatro; “el arte es política” y entonces no podemos relajarnos, dejar de lado el espíritu crítico que vincule lo que dicen con lo que nos quieren hacer pensar, y finalmente disfrutar del espectáculo. 

En mayor o menor medida, este tipo de argumentos -hay generosidad en el adjetivo- se ajustan a la realidad, si a esta altura podemos seguir hablando de realidad como algo separado de la política (siguiendo el “argumento” anterior). Pero en lo que toca a este ANDÉN, más que respuestas, hay algunas preguntas que debemos formularnos: ¿es arte la política?, ¿es la política arte?, ¿sirve el arte para hacer política?, ¿nos encontramos en un espacio-tiempo, en un contexto y en una realidad generados por la política o por el arte?, ¿son determinantes estas relaciones?, ¿puede el arte modificar la realidad?, ¿estaríamos –en ese caso- ante una política artística, o ante un arte política?

Responder a estos interrogantes es una tarea casi tan ardua como necesaria. Plantearlos, un ANDÉN infranqueable. Por ello nos involucramos con un tema tan crucial, un desafío tan auténtico, que tira directo a nuestros juicios más previos, o nuestros prejuicios más fundados.

Un comentario cercano al borde es la relación entre arte, política y belleza. Rozando la relación política-arte-verdad. En El origen de la obra de arte, Martín Heidegger trata la temática de la belleza en tres oportunidades. En primer lugar, al inicio del tratado, cuando refiere que hasta el momento el arte se ocupa de la belleza y no de la verdad. Las bellas artes reciben su nombre justamente por crear lo bello. Así, en la concepción clásica la verdad pertenece al reino de la lógica, y la belleza al de la estética. En el segundo sentido de belleza, ahora centrado en su propia elaboración, Heidegger considera que la belleza es uno de los modos de verdad en tanto “desocultamiento”. A través del arte emerge, dice, sale a la luz lo que está oculto. En el juego de las escondidas el alemán es un campeón, que no busca personas sino seres. Y más que los seres, el Ser. En este caso, la obra de arte obra dejando acontecer al desocultamiento de lo ente en cuanto tal. El desvelamiento del Ser es el desocultamiento mismo de la verdad, y esto se produce a partir de la obra de arte. El ser brilla en la obra, y en ese brillar está la belleza. En tercer y último lugar, Heidegger considera la belleza en un sentido bastante cercano al anterior, aunque agrega un elemento novedoso: lo bello nada tiene que ver con el gusto, sino que la belleza aparece cuando la verdad se pone a la obra. La manifestación es la belleza. Las tres definiciones precedentemente reproducidas convergen en la consideración de la belleza como el brillar del ser del ente, que en tanto des-ocultamiento se manifiesta en la obra de arte.

Lejos de todo existencialismo, de toda irrupción disonante del arte en la política de lo mismo, Heidegger entendió la belleza como el salir a la luz de una verdad en particular, de aquel gran pueblo alemán. Todo lo anterior no pudo sino traducirse en una política de opresión. El significado del arte va mucho más allá de una verdad y de una política. Es, al igual que la política, irrupción de lo diferente, deslegitimación de lo común, creación de lo novedoso, es vanguardia en todo su esplendor. El verdadero arte, así como la verdadera política, nada tienen que ver con la belleza, un invento tan artístico como político.  O, si preferimos mantener el concepto, podemos también acercarnos a Enrique Dussel, quien encuentra en la belleza criolla,

que la fea y repugnante máscara fabricada por el sistema de la belleza aristocrática (la de las óperas de trajes largos) oculta, es la que sabe comprenderse en la justicia. Sacar esa máscara es, en la justicia, como arrebatar el vestido al Otro (la mujer al varón y el varón a la mujer), porque la belleza se vive como primordial sólo en la desnudez.

La belleza, solo primordial en la desnudez, no encuentra sino al arte y la política en el mismo lecho■

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