La muerte, inexorable destino de todo ser viviente. Fantasma ineludible. Uno de esos dos grandes momentos de la vida que acontece solo una vez… y para siempre. Tal vez sea ello lo más temido, lo más doloroso frente a la propia muerte o la de nuestros afectos: su carácter absolutamente definitivo, irrevocable. “La locura no le teme a la muerte” dice justamente El Loco, uno de los personajes de Misterio Bufo de Darío Fo al encontrarse sorpresivamente con la pálida dama; participemos de este exquisito encuentro entre el Loco y la Muerte.

El autor y la obra

 Darío Fo, quien se desempeña en varios espacios del quehacer artístico, ha recibido en 1997 el Premio Nobel de Literatura, algo poco habitual entre los dramaturgos. Su trabajo se compone de ácidas sátiras políticas y sociales en las que se abordan temas como poder político, capitalismo, mafia y religión. Tanto es así que en su visita a Argentina en 1984, presentando Misterio Bufo en el Teatro San Martín, el hecho de que un espectador arrojara al escenario una granada de gas lacrimógeno fue tan solo una de las reacciones de sectores de ultraderecha que se manifestaron en contra de su presencia por considerar que ofendía valores religiosos y nacionales.

  En el año 1969 escribe, en colaboración con su esposa Franca Rame, la primera versión de Misterio Bufo, considerada como su producción más reconocida y representada a nivel mundial. Si prestamos atención al título obtendremos algunas pistas sobre el contenido de la pieza: misterio es una pieza dramática de la Edad Media que escenifica tradiciones cristianas o pasajes bíblicos con el objeto de difundir preceptos religiosos y lo bufo se relaciona con lo burlesco.

 Así, en esta obra, el autor que reconoce al teatro como “el periódico hablado y dramatizado del pueblo” se propone retomar la antigua práctica de los juglares (actores itinerantes de la Edad Media) para trazar un recorrido satírico y crítico sobre distintos acontecimientos de la vida de Jesucristo.

 Uno de los momentos de la obra es precisamente “El Loco y La Muerte”, encuentro que tiene lugar donde Cristo y sus apóstoles comparten La Ultima Cena. Si bien la obra en su conjunto no tiene desperdicio alguno, hoy les propongo detenernos en esa escena para mirar a la muerte a través de los ojos de Fo. Incluso, tal vez en algo pueda resonarnos familiar.

 El encuentro con la Muerte

 Mientras el Loco y sus compañeros de mesa juegan una partida de cartas, por el fondo del salón hace su ingreso la Muerte: una mujer blanca con los ojos cercados de negro. Los jugadores huyen, el Loco queda a solas con ella confundiéndola al principio con alguien que ya ha conocido, a lo que ella responde: “A mí solo se me conoce una vez”. Con voces como “Ilustrísima dama” o “Reina del mundo”, el caballero se propone seducirla con el afán de desviarla de su misión, sin saber que no es la presa que la “paliducha” busca (esta es la manera como comenzará a llamarla al develarse que no es por él por quien viene, sino por el Nazareno).

  En realidad, si recorriéramos distintas obras artísticas que se acercan a la muerte notaríamos que es frecuente personalizarla, anclarla en un cuerpo, generalmente femenino. Si además tomamos en consideración lo frustrante que resulta no poder acceder a ningún tipo de conocimiento sobre la muerte (y volver para contarlo) y el miedo que lo desconocido genera, entonces algún sentido cobra este corporeizar a la muerte (tal vez más claro en figuras de la literatura o la música puesto que el teatro es en sí mismo corporeidad pura).

 Otorgarle un cuerpo la hace más parecida a nosotros e ingenuamente podría pensarse que si la tratamos como un igual se la podemos pelear. Más aún, si comparamos la imagen de la parca, encapuchada y cadavérica, prácticamente asexuada (salvo por el artículo de género que acompaña su nombre) con la de una mujer común con toda la carga cultural de fragilidad y sensibilidad (entre otras características que se nos otorgan casi por regla) podemos acordar que la segunda representación resulta bastante menos terrible, bastante más amigable.

Finalmente, tenemos aquí otra función del arte. Más allá de propiciar la reflexión al tratar temas que nos atemorizan, que nos duelen, que pertenecen al ámbito de lo indecible, de lo inefable, el arte nos ayuda también a enfrentarlos■

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