Nuestro modo de relacionarnos con los juegos va construyendo una posibilidad de diálogo con ellos. No es que estos determinen definitivamente nuestro modo de pensar, pero si hubiera un pensamiento predominante a nuestro alrededor, ellos formarían parte importante de él. ¿Podríamos tener una mirada crítica si eso, para nosotros, significara el universo?

Viaje a la época de mi infancia
Nací en 1960. Recién por 1977 apareció un juego cibernético: el Atari. Se conectaba a la tele blanco y negro;  y permitía jugar un tenis donde los jugadores eran segmentos, la pelota un cuadradito y el sonido del golpe de la raqueta contra la pelotita era como el del sonar del Seaview (submarino de Viaje al fondo del mar, la serie de los sesenta).
Los únicos juguetes electrónicos que recuerdo eran: el tren, el Scalextric (carrera de autos) y algún auto o muñeco a pilas. Tal vez esto permitía mayor necesidad de imaginación y creatividad de nuestra parte. Nada más ni nada menos, desarrollar esas dos maravillosas capacidades.

Juegos de mesa
Se empezaba, generalmente, por el sencillo Juego de la oca. Ingresábamos a la competencia, al azar o la suerte. Después el Ludo, que nos permitía eliminar contrincantes, cuanto más cerca estaban de llegar a la meta, mejor. Si no estaban cerca, podíamos optar, si teníamos otra ficha en juego, por perdonarlos en forma condicional, no por compasión, sino por conveniencia, aunque mutua. Su ficha debía llevar la nuestra. Casi siempre era buena la corona en los dados…, mejor que la pluma. Viva la conquista.
El Estanciero, versión terrateniente del Monopolio con el que podíamos, con suerte, ir adquiriendo tierras y empresas, comprándoselas a los bancos, dueños de todo. Si otros participantes iban “cayendo en desgracia” con los negocios,  podíamos comprarles sus propiedades, salvo las chacras y estancias que podían comprarlas solo los bancos, a la mitad de su valor. La concentración de capitales y el mercado financiero usurario estaban a nuestra vista. Ganaba quien quedaba dueño de todo. Facilísimo para expropiarlo, pero nada decía sobre eso el reglamento, obviamente. Era muy difícil legar a terminarlo. Había suerte y destino, comisaría y cárcel dónde estar preso por un tiempo, solo por mala suerte. No había posibilidad de lobby.
El linyera, juego en el que  los participantes ostentan ocupaciones, oficios y profesiones repartidos al azar. Cada una paga un “impuesto” tratando de no quedarse sin dinero y salir del juego. Hay un banquero que cobra y cuya función es dejar a los otros en la ruina. Aprendé, nene, que oficio conviene tener.

Rutas Argentinas nos facilitaba el conocimiento de provincias, ciudades y sus ubicaciones.

Juegos de preguntas y respuestas
El Bucanero, cuyas tarjetas traían preguntas que se respondían con una palabra, con letritas para formar la respuesta y monedas de cartón como premio, los Bucaneros, plateados y dorados sin valor legal, como los Patacones o los Bonos federales que veríamos cerca de cuarenta años después, con una tremenda historia en el medio.
El Cerebro mágico y Chan, el mago que contesta. Ante cada pregunta los participantes debían responder. La respuesta correcta la indicaba, en el Cerebro,  una lamparita que se encendía al conectar el terminal de un cable con el lugar donde figuraba la respuesta válida; y, en Chan, al ponerlo sobre un espejo, rotaba hasta apuntar con su barita hacia la respuesta acertada. Electricidad y magnetismo usados para engañar a pobres criaturas, y hacerles creer que es magia algo que tiene explicación científica. Didáctico por un lado, negativo por el otro, como toda pseudomagia cultural que ponga límite a la comprensión de los por qué.
Para ir generando  vicio con las apuestas, teníamos Ruleta, Lotería y Carrera de caballos (la “Costa Azul”, con mucha propaganda televisiva). En esta última los equinos de juguete avanzaban gracias a que la tela en la que estaban parados podía moverse girando una manivela, y quedaban en ciertos obstáculos que los demoraban, provocaban así desesperación en los niños, que gritaban como burreros de Palermo.
Con los naipes, estaba mal visto que un chico jugara, salvo a la casita robada. Sí, siempre hubo inseguridad. Después podíamos acceder al Truco, el arte de disimular y mentir, de tratar de descubrir y no ser descubierto.  

Fútbol de mesa
En  los juegos, la misma necesidad de imaginar nos entrenaba para superar los límites reglamentarios, y nos animábamos a modificarlos.
Nos costaba mucho, a mí y a mi hermano, aceptar la posición estática de los jugadores: Metegol, el conocido juego de las barras que se hacen rotar.
Buscagol, con  jugadores de plástico enganchados en una sopapa que los agarraba a los pozos del tablero, y que, como era de goma, permitía inclinarlos para que, al retomar su posición de equilibrio, golpearan la pelota para hacer pase o tirar al arco. El arquero contrario se movía en abanico con una perilla.
Grangol, con un teclado, permitía el movimiento hacia adelante de varios jugadores a la vez, incluido el que tenía la pelota.
Pero había otro juego, no tan conocido, Mi equipo con once jugadores de plomo (material después prohibido para juguetes) para cada equipo, cada uno de ellos con posibilidad de movimiento en una de sus piernas. Eran distribuidos con la misma libertad que permite el reglamento del fútbol sobre una cancha de tela verde. Los arcos eran de alambre con red de tela. El que sacaba pateaba la pelota intentando hacer pase. La pelota sería del jugador que estuviera más cerca de donde quedaba. Si tiraba al arco, el rival utilizaba su arquero, al que podía mover. Este conocimiento de la libertad hizo que, cuando ya no teníamos suficientes jugadores de plomo enteros, pero sí un Buscagol, sacáramos los jugadores de sus pozos correspondientes y los usáramos en la cancha de tela. Así es la libertad, una vez que se tiene conciencia de ella, no se acepta ninguna marcha atrás.

Juegos subversivos
Una sola niña compró la muñeca con la que Lisa Simpson intentó combatir la influencia estupidizante de la “Malibú” (Barbie) colocándola en el mismo sistema comercial. Allí Lisa expresó su motivadora frase  “valió la pena”.
Deberíamos generar  juegos contrahegemónicos, difundirlos libremente por las redes u otros medios. Podría haber sido, la doble página central de este Andén, un tablero. Todo lo hacemos a pulmón.
Un juego en el que:
Nos hacen retroceder casilleros las burocracias sindicales, la justicia y los gobiernos burgueses, la alienación, los espejitos de colores, los organismos internacionales del sistema, los pagos de deudas de otros, los textos que sostienen el verso hegemónico…
Avanzamos, con el pensamiento crítico, la solidaridad, la lucha, los logros, en ese largo camino de emancipación de la clase trabajadora, las conquistas de derechos humanos, la defensa del medio ambiente, el aprender de las derrotas parciales.
De ingresarlo al circuito comercial, se cambiarían avances por retrocesos y viceversa, pero habría rechazo a las palabras utilizadas. La vida no es juego. Estamos complicados. Abundan en las redes o en las charlas frases que son, más que preguntas sin respuestas, respuestas sin preguntas, a veces expresadas como interrogantes. Más que esa magia a la que me refería, tenemos un síndrome de ilusionismo adquirido.
Hoy leí una frase de Bertolt Brecht. Sintetiza esta situación. Estaba en el Facebook de un compañero despedido de Pepsico, nada más ni nada menos:
“Quén tiempos serán los que vivimos, que hay que defender lo obvio».

Cuando tantos dicen, ¿por qué la fábrica no puede ser trasladada?, ¿por qué la empresa no puede ganar lo que quiera?
Así retrocedemos casilleros. Pero, no nos vencieron. Eso también sería ilusión.

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