Siempre fui de los que piensan dos veces antes de involucrarse con alguien. Debe ser por eso que ahora, con 35 años, soy una persona bastante solitaria y algo difícil de entender según mis compañeros de la oficina.
Hace dos meses decidí pasar a visitar a Víctor, el subgerente de archivos de Marleys & Co., por su departamento de la calle Perón. La circunstancia que me llevó a esto fue encontrarme un martes a la tarde caminando por su barrio, cosa poco frecuente para alguien tan sedentario como yo, por lo cual decidí llamarlo con la excusa de juntarnos a tomar unos tragos y charlar de fútbol.
La verdad era que sólo quería escuchar aquello de lo cual hablaban todos en la oficina durante el mediodía cuando nos juntábamos a almorzar: al parecer Víctor tenía una novia, o estaba casado, o tenía una amante, que tenía la voz más sensual del planeta. Todos los que habían ido alguna vez a su casa salieron de allí hipnotizados por los murmullos que esa mujer dejaba escuchar tras la puerta de su dormitorio. Recuerdo que decían que ella nunca salía de su pieza, lo único que se conocía eran sus gritos de “Amor, ¡apurate que estoy solita!” o “Bicho, ¡dale que te extraño!”, o sus suaves susurros de “Bichiiii”, “Te espera el infierno…”, “Me duermo, amor”.
Tomamos un fernet con coca y unos chupitos de ron cubano sentados en el sillón del escritorio. No pasaban ni diez minutos sin volver a escucharla, una y otra vez. No puedo explicar las ganas que tenía de entrar en la habitación y descubrir a esa belleza inusual. Pero, más allá de eso, un sentimiento mucho más fuerte y frío fue imaginar cuánto debía de disfrutar Víctor de la envidia que despertaba sobre los compañeros de trabajo desde que se enganchó con esta mujer. Víctor nunca hablaba de su mujer, pero sabía muy bien que todos hablaban de ella. Incluso, sabía que si alguien iba a su casa era justamente para escucharla y después irse a pasear solitario por la vida envidiándole su trofeo.
Aquella noche llegué a mi casa después de tomarme un colectivo solitario y luego un subte mucho más deprimente y me acosté en mi cama que ocupaba prácticamente la mitad de un minúsculo monoambiente con vista a un paredón blanco. Tardé unas dos horas de profunda meditación en llegar a entender lo que me sucedía. Evidentemente no le tenía celos a Víctor, es más, nunca podría ni imaginarme compartiendo un segundo de mi existencia con una mujer como la suya, el solo hecho de pensarlo me resultaba insulso, aburrido, monótono y esclavizante. Ahí fue cuando concluí en que lo que sí le envidiaba con total profundidad era la envidia que él despertaba sobre todo el mundo. Me costó asumir con franqueza aquella situación, me sentí una basura por unos cinco minutos y después decidí ponerme a actuar.
Me levanté de mi cama, arrancando de mi espalda la sábana que, por culpa de mi transpiración, se me había pegado, y saqué del fondo del placard la caja en la cual guardaba las viejas películas porno que me acompañaron durante toda mi dorada adolescencia. Comencé a verlas una por una mientras grababa con mi grabador de periodista todas aquellas frases que pudiesen resultar excitantes sin llegar a ser obscenas. Recopilé unas sesenta, todas dichas por la misma mujer, mi amada Jeniffer, la reina del porno de los ´80, la mujer que aparecía prácticamente en todas mis películas. Creo que cuando tenía 16 años me fanaticé tanto con esa hermosa hembra que llegué a tener la colección completa de sus películas, unas doce, además de todas las revistas y posters en los que aparecía.
Durante los días siguientes, cada vez que algún compañero de la oficina me llamaba a casa para proponerme ir a tomar una cerveza o ir a jugar a los bolos, le dejaba escuchar una o dos frases al estilo “mmm… vení, papito”, o “¿qué querés que te cocine esta noche de lujuria?”, y me disculpaba por no poder salir diciendo que estaba acompañado y ocupado en ese momento. Y sin dar demasiadas explicaciones cortaba el teléfono, así como si nada, preparándome para ir al día siguiente al trabajo sabiendo que todos estarían hablando de mí, mi nuevo yo y mi supersexy mina.
Todo resultó tal como lo había planeado, diez días después ya estaba recibiendo al menos veinte llamadas cada tarde, incluso de gente a la cual nunca le había dado mi número. Todos querían escucharla. Incluso, logré que se cuchichee por los pasillos mucho más sobre mí y la superhot mujer del teléfono, que me obligaba a estar en la cama todo el día, que sobre Víctor y su vieja mujer, que lo único que hacía era roncar y gritarle órdenes desde su dormitorio.
Lamentablemente hace cinco días me aburrí de aquella situación y decidí olvidar aquel estúpido asunto para volver a mi vida normal. Entonces dejé de prender el grabador cada vez que alguien me llamaba y empecé a aceptar las salidas para jugar a los bolos o para ir a comer una pizza.
Todo esto generó gran sospecha entre mis compañeros. ¡De un día para el otro, la supersexyhotfemmefatal había desaparecido! Para colmo no tuve mejor idea que explicar la situación diciéndoles irónicamente que había decidido matarla, pues ya me había cansado de ella. Yo me tomé todo el asunto con calma, pero los comentarios a escondidas y el murmullo siguieron rondando y creciendo por los pasillos de la oficina. Crecieron y se transformaron hasta tal punto que ayer, a las 3 de la tarde, tres policías vestidos de civil entraron a mi oficina mientras estaba terminando de organizar unos ficheros, me esposaron y me metieron en el patrullero que estaba estacionado en la puerta de Marleys & Co.
No me dijeron nada hasta llegar a la comisaría; allí el Sargento Marcel me explicó que debía permanecer enjaulado hasta que se resolviese la acusación que pesaba sobre mí acerca de un supuesto asesinato del cual yo era el principal sospechoso.
No me resultó extraño encontrarme con Víctor en la misma celda■