Aborto es un concepto que se pone en la cabeza de cualquier propuesta política actual. Sin embargo, la problematización de la inquietante decisión asciende a momentos históricos que determinaron nuestra circunstancia. Retomar el origen de la disquisición puede resultar una herramienta ilustrativa, cuando no liberadora sobre nuestro pensar.

 Durante siglos, en diferentes culturas, la práctica del aborto supo ser una cuestión fundamentalmente de las mujeres, así como también el embarazo y el parto. Se han tejido variedades de historias de mujeres en colaboración para abortar. Incluso en antiguas sociedades patriarcales, como la griega y la romana, el aborto era practicado por médicos sobre todo como método para el control de la natalidad. El feto era considerado no más que parte del cuerpo de la mujer. Pero hubo un momento en la historia en que los términos se invirtieron y el embrión pasó a ocupar un lugar privilegiado. Es en la modernidad tardía que se consolida la animación del feto, su autonomía, y su aparición en la escena pública.

Es cierto que la iglesia católica siempre prohibió el aborto. Pero esta prohibición no estaba fundada en la contemplación de la vida del embrión, sino por considerarse un pecado sexual. El quiebre significativo se produce en el siglo XVII. Los descubrimientos de la medicina europeo-occidental, las reconfiguraciones sociales y la consolidación de los Estado nación brindan un nuevo aparataje técnico-teórico que facilita la introducción del embrión –ahora individualizado- en el juego de poder que ubica en el cuerpo el espacio de determinación de la humanización y la deshumanización.

Con los descubrimientos embriológicos y el individualismo moderno-occidental entra en crisis la teoría griega de la infusión tardía del alma (que consideraba que el feto se volvía humano a los 40 días de su concepción si era macho o a los ´90 siendo hembra)  viéndose reemplazada por la de la animación inmediata. Pero paradójicamente es recién en 1869, con Pío XI, que la iglesia acepta como verdaderos estos descubrimientos científicos, reconociéndole alma al embrión inmediatamente fecundado. Hasta esa fecha el aborto temprano no estuvo en el banquillo católico en tanto homicidio, aunque sí en tanto el pecado de la fornicación.

Desde las implicancias político-sociales, se generaba una evidente urgencia de intervenir los cuerpos frente a los procesos de industrialización, tanto para garantizar el capital simbólico de la blancura, como para producir cuerpos aptos para el trabajo en campos y fabricas. Desde esta óptica el feto se vuelve un bien preciable, futuro ciudadano, potencial soldado del imperio, o un imprescindible obrero en la cadena productiva. El Estado, monopolizador de la violencia, procuraría por su bien y seguridad.

La mujer, una vez embarazada da por cumplida su función en lo que hace a la división del trabajo, subordinando su sexualidad a la procreación, relegada al lugar de reproductora y socializadora de la siguiente generación.

Este entrecruzamiento entre ciencia, Estado y religión hace que en el siglo XIX el aborto sea considerado un acto ilegal. Con el correr del siglo y el surgimiento del temor al suicidio racial, por el descenso de la natalidad entre los blancos en algunas regiones, las leyes fueron volviéndose más extremas.

Esta resignificación del feto en término privilegiado (Galeotti) y las construcciones en relación al género sobre las que se cimienta, se inscriben en una larga lucha por el control del acceso sexual, sus recursos y productos, que busca definir y organizar desde los patrones eurocéntricos al género/sexo. Las características visibles de esta organización son el dimorfismo biológico (hombre/mujer), el heterosexualismo, así como el patriarcado (Lugones, 2008).

Es sobre estas bases que puede llegar a ponerse como término privilegiado la potencial vida del embrión por sobre la decisión de la mujer.

De acuerdo a la especialista Mariana Romero, en Argentina el aborto es la principal causa de muerte materna. Esto no se debe a que esta intervención sea riesgosa en sí misma, dado que realizada en un contexto  seguro y profesional,  durante los primeros tiempos del embarazo presenta riesgos mínimos para la mujer. Si bien los indicadores socio-sanitarios del país son buenos en comparación con el resto de la región, la taza de mortalidad materna es significativamente alta. Los índices dejan ver que el problema de la mortalidad materna en Argentina es un problema de inequidad. El 99,6% de muertes maternas ocurren en los países “no desarrollados”.

La penalización del aborto no elimina la necesidad misma de abortar y por lo tanto no erradica su práctica efectiva, solo la reduce a la clandestinidad, aumentando así las muertes producto de las condiciones en que se realizan. Las mujeres que mueren por realizar abortos inseguros son aquellas que no cuentan con recursos económicos para practicarlos en el costoso y lucrativo circuito clandestino. Esto último tampoco es lo más deseable, pero en última instancia logran resolver el problema. En este sentido el aborto ilegal se vuelve un problema de justicia social, que marca fuertes diferencias entre las mujeres. Esta diferencia dentro del mismo género se ve sostenida en la noción de clase y la ficción de raza que la atraviesan.

La subvaloración que hay sobre las vidas de estas mujeres es históricamente una de las principales causas de su muerte. Actualmente son frecuentes los experimentos que se realizan sobre mujeres de países tercermundistas, probando en ellas nuevos químicos y distintos métodos anticonceptivos. Siguiendo esto, Mujer parece ser un término restringido para cierto tipo de hembra, las blancas y burguesas, quienes deben ser cuidadas por su frágil condición corporal y mental y su invaluable función de reproductoras de La raza (blanca) y La clase (burguesa); a diferencia de éstas la mujer de color, ve reducido su género a su sexo, quedando comprendida como mera hembra,  sometida a los más arduos trabajos y experiencias.

El acceso diferenciado a información sexual así como a la atención de salud en los distintos sectores sociales, termina  cobrando la vida de aquellas que se atreven a transgredir el sagrado mandato de la maternidad, y no poseen los recursos materiales para acallar las consecuencias de tal trasgresión.

Insistimos, la penalización no es una solución al problema del aborto, solo aumenta la cantidad de muertes. Una mujer que toma la decisión de abortar no lo está haciendo en función de una preferencia, sino de una necesidad, por lo que buscará la forma de poder llevar a cabo su decisión. Por esto consideramos que una posición que busque realizar una modificación cualitativa en los niveles de violencia, ha de procurar más bien por la erradicación de las asimetrías. Una revalorización de la vida de las mujeres todas que, lejos de negar una problemática concreta mediante su prohibición, procure colaborar en la prevención. Si lo que se quiere es prevenir la interrupción del embarazo, es prioritario garantizar a toda mujer el acceso a anticonceptivos, pero el acceso a los mismos debe encontrarse en el marco de un sólido programa de salud y educación que no reduzca esta acción a la mera distribución, sino que cuente con profesionales aptos para el trabajo personalizado, que permita arribar a la elección de un método conveniente para la mujer que lo esté requiriendo, en consonancia con sus preferencias y los factores que ésta crea relevantes a la hora de tomar la decisión sobre qué anticonceptivo elegir.

Mediante este recorrido buscamos dar cuenta del modo en que la animación del feto y el contexto en el que emerge, conlleva al aborto de posibilidades liberadoras para ciertas mujeres.  No hay mujer alguna que sea una privilegiada a la hora de tener que enfrentarse a la situación de abortar, pero al mismo tiempo caer en universalismos olvidando la violencia histórica que se ha ejercido y se ejerce sobre las hembras que produjo el sistema (moderno y colonialista) es un gesto, cuanto menos, de violenta complicidad


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