No es casualidad que en este número de ANDÉN una parte importante de los participantes sean mujeres. Al tratar el tema “El otro”, no hay voz más autorizada que la femenina para dar cuenta de un espacio que ha sido históricamente el de la segregación.  Cultura machista, la occidental, siempre ha relegado las voces que no comprende, sobre todo, aquellas que apelan a alguna forma de sensibilidad, eso que no puede controlarse nunca del todo, que no puede ser sojuzgado ni apresado definitivamente dentro de cánones y muros. Esa intentona milenaria que apunta contra la mujer, el extranjero, el loco, los niños, el homosexual, el que piensa distinto, polariza la visión de la realidad y proclama un montaje siniestro; uno que acaba acrecentando la neurosis, porque la mirada puesta siempre en el otro y en su negación abreva en la imposibilidad de pensar una síntesis que reúna los elementos dispersos de la sociedad en la que se vive. Y no alcanzan todas las balas del mundo para matar la diferencia, ni todas las leyes ni todos los discursos.

 

Recordemos de modo escolar la dialéctica del amo y del esclavo. Dos polos de una relación que se configuran entre sí; mutuamente se defienden, trazan los límites de uno y de otro al punto tal que generación tras generación se hereda y se naturaliza una posición entre los opuestos. No es un tema de filosofía de anaquel o de gabinete polvoriento; es un tema actual, cotidiano, que se ve en los colectivos y en las colas del banco, sobre el que se profieren discursos en los noticieros y el almacén, sobre el que cualquier persona se considera capaz de dar su opinión en la mesa de Mirta Legrand o en el panel de algún programa baladí. “Guarda con esa mina que es una puta”, “el boliviano le roba el trabajo al argentino y gira el dinero a sus parientes”, “guarda con los negros a la salida del banco”, “a los presos hay que matarlos a todos”, “esos pendejos están adoctrinados, son chavistas o evistas”, “ese es un loco que no tiene cura” “estos zurdos no aprenden más”, “si te oponés es  porque sos un  facho o gorila”, “a los pobres no les gusta laburar”, “¿qué quieren estos indios, que les devolvamos todo?”…  Miles y miles de ejemplos más, porque el otro es un producto de los discursos que atraviesan una sociedad, un edificio cuyos ladrillos son palabras repetidas una y otra y otra vez. Manuel Gálvez, escritor argentino de principios del siglo XX, escribió: “El negro que tenía alma blanca”, un homenaje a un negro que era bueno; Stevenson, en Robinson Crusoe, hizo algo así unos siglos antes: cuando su personaje después de mucho tiempo se encuentra con un ser humano “salvaje”, lo toma como sirviente y le pone el nombre de una coordenada temporal: viernes. No lo llama John, Malcom, Carlitos, lo llama viernes. Le niega un nombre humano. Estaba y se sentía solo, pero como el otro no era blanco ni hablaba el inglés de su majestad lo colonializa. Lo vuelve otro. No reconoce la igualdad en la situación.

Se dirá que, acaso, sin el otro no hay forma de desarrollar la propia identidad, que la diferencia torna consciente al propio ser al punto que los infantes van descubriendo los límites entre sí mismos y sus madres. Pero a partir de allí, hay algún lugar o punto conceptual que vuelve patológica esa diferencia. Cuando Sarmiento la advierte, no considera para bien la existencia del gaucho en la vida nacional. Las elites conservadoras tampoco lo hicieron con el indio ni el inmigrante, ni sus hijos, la clase media que el Yrigoyenismo llevó a los estamentos del Estado. Ni hablar del primer peronismo que reformuló un nosotros inclusivo para el espanto de las señoras bien que no entendieron nunca por qué los pobres y las mujeres necesitaban escuelas, hospitales, sueldo y derechos. Y no lo entiende Nicolás Sarkozy que expulsa gitanos, ni el Estado de Israel al hacerlo con los palestinos; pero cuidado, tampoco lo entendió Fidel Castro cuando reprimió la homosexualidad en los sesenta (aunque hace poco se arrepintió de ese terrible pecado de la intolerancia), o cuando los gobiernos progresistas o revolucionarios de la región les niegan voz a sus críticos más feroces, porque si bien es la obligación moral de los Estados y de cada individuo en particular aceptar la diferencia, eso no obliga a los otros a desprenderse de lo que lo hace otros, no los obliga a ser complacientes y a agradecer el buen gesto. El reconocimiento a la identidad, al género, a la religión, a la elección sexual… En suma, a la existencia no se agradece, se toma. Y como dijo Octavio Paz: “Para que pueda ser…  he de ser otros, salir de mí, buscarme entre otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia” ■

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