«Subime el acople!”, le pedía sorpresivamente el guitarrista de una banda a su sonidista durante una prueba de sonido al darse cuenta de que el sonido del acople – tan despreciado e incómodo en general – completaba una armonía que hasta ahora no había podido encontrar para ese tema.
Sonaba pegadiza y ágil una salsa desde los televisores de una estación de subterráneo. Al acercarse la formación que debíamos abordar con un grupo de compañeros, sonó un bocinazo que no solo estuvo perfectamente afinado con la salsa que sonaba sino que además no pudo haber estado mejor ubicado rítmicamente. Hecho fortuito que provocó en mí una extraña sorpresa. Y antes de que llegue a preguntarme si alguien más lo habría escuchado, mi compañero más cercano se voltea para preguntarme irónicamente preocupado: “¿Escuchaste eso?”
Lo fortuito, lo azaroso, lo indeterminado forma parte de nuestra cotidianeidad: quienes habitamos esta maravillosa ciudad y dejamos la potestad de nuestra puntualidad al transporte público sabemos que participamos de uno de los más imbricados sistemas de azar jamás inventado por el hombre posmoderno. Hablando sin ironías; grandes descubrimientos y teorías científicas se han logrado gracias a eventos no esperados. Quizás el más conocido sea el de Alexander Fleming quien de forma casual descubre la penicilina. O la tan conocida historia de la manzana, que de todas las cabezas en las cuales podría haber caído, justo lo hace sobre la de Newton.
Ahora bien, yendo al plano del arte musical, la indeterminación ha existido desde el primer momento en que la música empezó a constituirse como tal. Por ejemplo: los primeros cantos litúrgicos eran transmitidos de forma oral ya que no existía un sistema de codificación escrito. Y muy probablemente, en el discurrir del “boca en boca” y de la práctica, estos cantos iban sufriendo ligeras modificaciones a través de los años. Casi de la misma manera en que el viento orada imperceptiblemente la roca transformándola, desfigurándola, borrando el rastro de anteriores formas.
Tuvieron que pasar varios siglos para que se consolidara en toda Europa un sistema único de escritura musical. Sin embargo, este estuvo siempre sujeto a modificaciones o “mejoras” de mayor o menor medida; para poder dejar registro de los distintos paradigmas estéticos de cada época o autor. Pero a pesar del grado de exactitud del sistema de escritura, la interpretación de la música escrita siempre está sujeta a un gran número de conjeturas según nuestra idea del autor, de la época; técnica instrumental, etc. Por esta razón podemos encontrar interpretaciones tan disímiles de la misma obra musical porque cada interpretación es una perspectiva única y nueva de la obra. Podríamos decir que la diferencia entre todas las interpretaciones de una obra nos da la franja de variables que el intérprete definió por cuenta propia ya sea en tiempo real (en el momento mismo de la ejecución) o durante el proceso de aprendizaje (práctica de pasajes difíciles, digitaciones, memoria, articulaciones).
Pero es recién a mediados del siglo XX cuando la indeterminación y/o el azar serán utilizados como elemento estructural o eje constructivo de una composición o interpretación musical, logrando cristalizarse en uno de los más influyentes paradigmas de su tiempo.
Existen antecedentes del uso de técnicas aleatorias, pero hay uno que es realmente impresionante: el “Musikalisches Würfelspiel” (juego de dados musical) escrito por W. A. Mozart pocos años antes de su muerte. La obra consta de 176 compases individuales, cada uno con una numeración única. Se tocan solo 16 compases de corrido de los 176, y la elección de estos es mediante el lanzamiento de dos dados y una tabla que establece el orden en que se tocarán. La pieza que se obtiene es de corta duración pero hay que tener en cuenta que la combinatoria de números es tan grande que existen aproximadamente 46 mil billones de obras posibles.
El Nobel de física Werner Heisemberg afirmaba: “Lo que estudias, lo cambias”. Se refería al problema que presenta medir partículas subatómicas, donde el sistema de medición mismo altera el estado en forma decisiva de lo que queremos medir. Por lo tanto existirá siempre un grado de incertidumbre respecto de lo que estamos midiendo. El “principio de incertidumbre” afectó de forma radical el pensamiento científico newtoniano-cartesiano que se encontró frente a un mundo donde no todo puede predecirse y medirse con exactitud, donde los conceptos de casualidad, causalidad tomaron otra significación. Varias fueron las disciplinas que adoptaron esta nueva concepción del mundo como plataforma para entender fenómenos que no podían ser explicados hasta ese momento, tal es el caso de la psicología transpersonal, por dar un ejemplo.
Trazando un paralelo con el universo de la creación musical, luego de la segunda guerra mundial se instala entre los compositores más influyentes un paradigma de composición llamado “Serialismo integral” (que para los alcances de este artículo van a representar el paradigma newtoniano-cartesiano) el cual consiste, resumiendo, en asignar a cada altura (do, lab, re#, etc.) una intensidad (fuerte, suave, etc.), una duración (negra, fusa, etc.), un modo de ataque (stacatto, martellato, legatto, etc.). Absolutamente todos los parámetros musicales estaban determinados antes de empezar a escribir la obra propiamente dicha. Como consecuencia, las obras eran extremadamente difíciles de ejecutar y solo podían hacerse por aproximación. A la vez, este sistema de escritura, paradójicamente, genera obras que al oído no suenan lo ordenadas que son en su génesis, sino que más bien parecen improvisaciones atonales.
Varios compositores (incluso algunos serialistas) reaccionaron contra esta forma de construcción musical, inclinándose por la aleatoriedad o la indeterminación como andamiaje principal de una obra musical, con el objeto de despojar a la música de toda intencionalidad pautada, buscando que los elementos que la componen tengan valor por sí mismos. La obra musical deja de considerarse como un cosmos acabado y finito sino que se transforma en un universo de posibilidades, en un big-bang a estrenar donde el intérprete tiene una injerencia directa en el todo musical. El más representativo e influyente de esta tendencia fue el norteamericano John Cage.
Debido al espacio de este artículo no vamos a profundizar sobre el contenido de las distintas obras pero vamos a tratar de dejar un breve panorama de los formatos más conocidos.
En primer lugar, podemos colocar a aquellas obras que consisten en bloques, fragmentos o momentos musicales dispersos en una hoja que el intérprete puede tocar en el orden que le plazca sin modificar la música contenida en cada bloque. Como una especie de “Rayuela” musical. Ejemplos de esto son: “Klavierstück XI” del compositor alemán Karlheinz Stockhausen, o la “Sonata para piano Nº III” del francés Pierre Boules, inconclusa todavía pero considerada por el compositor mismo como “obra en desarrollo” y a pesar de esto grabada ya por varios interpretes.
Por otro lado, tenemos las obras en que determinados paramentos están estipulados por el autor y es el intérprete quien decide sobre otros, ritmo, alturas, modo de ataque, cantidad de repeticiones, etc. “In C” de Terry Riley o “Secuenza per flauto solo” de Luciano Berio.
Caso extremo es 4´33´´ de John Cage, que consiste puramente en silencio. Obra paradojal ya que el silencio en sentido absoluto es imposible de obtener. Por tanto, lo que se “debe” escuchar son los sonidos de la sala de concierto. De alguna manera pone de manifiesto que todo sonido o combinación de sonidos es música si lo escuchamos como tal.
Los signos musicales que se utilizaban tradicionalmente eran muy limitados para poder representar el imaginario sonoro de estos compositores. Con “Projection 4” de Morton Feldman, “Siciliano” de Sylvano Bussotti y el “Concierto para piano y orquesta” de Cage tenemos buenos ejemplos de obras que abandonan la escritura convencional de la música, transformando las partituras en diagramas complejísimos, con todo tipo de notaciones novedosas. Se parecen más bien a un misterioso juego de ingenio musical que a una partitura, llegando finalmente al abandono total de los signos musicales por una notación totalmente gráfica donde la “partitura” no representa lo que sonará sino que es más bien un estimulo para la improvisación libre. “Treatise” de Cornelius Cardew, el mayor ejemplo de este tipo de escritura.
Es importante destacar que este tipo de construcción musical influyó a un gran número de compositores que si bien no escribieron obras puramente indeterminadas o aleatorias sí lo sumaron como un recurso compositivo más.
El presente artículo es una invitación a conocer escuchando (a tocar también, por qué no) este tipo de obras que, gusten o no, amplían y enriquecen nuestra sensibilidad auditiva logrando, quizás, escuchar con una atención menos especulativa y más despojada la música y no el ruido que hace un niño/a cuando juega con un instrumento musical, por ejemplo■
Bibliografía. La música del siglo XX. Robert P. Morgan