El viaje es la gran excusa narrativa para contar una historia que trascienda el hecho del viaje en sí mismo. Viajar no es sólo moverse y cambiar de escenario sino que es “pasar” el tiempo, desplazarse por él y lo que él, a través de sus circunstancias, oculta y depara.

Es un lugar común hacer mención a que lo más importante no es el fin del viaje sino el camino. Moverse por el tiempo libre, hallar el espacio y la holgura necesarias para bien-estar en su omnipresencia es quizás el desafío en una edad del mundo en la que si no se está haciendo algo, se hace nada.

Ese horror cotidiano

Las familias sobreviven a fuerza de omisiones y de ausencias diarias. Padres e hijos comienzan a germinar un fastidio más o menos calmo ante la presencia del otro ni bien la voluntad de los vástagos se vuelve autónoma o el Edipo se cura con cierta eficacia. Algo de ese fastidio se percibe en la incómoda serie de películas protagonizadas por Chevy Chase: Locas vacaciones de una familia americana (1983- Amy Heckerling), Las vacaciones europeas de una chiflada familia americana (1985 – Amy Heckerling),  ¡S.O.S! ya es Navidad (1989 – Jeremiah S. Chechik), Vacaciones en las Vegas (1997).

Consideradas casi como películas de culto del humor disparatado y simplón esconden la historia de Clark Griswold  un hombre que insiste una y otra vez en hacer caber su familia dentro del corset de un ideal. Como todo neurótico obsesivo, la realidad desmiente a cada paso sus sueños cada vez que decide pasar tiempo con su familia y embarcarla en la serie de travesías que da ocasión a las tramas. Y como todo obsesivo sufre, se fastidia, a un paso está de maldecir a su destino porque no importan los escenarios, ni el amor por sus seres queridos, ni la fortuna maltrecha que los hace zafar ajustadamente de cada una de sus desventuras. Nada le basta. No puede aceptar que esa familia que durante todo el año idealiza no es como cree. No puede relajarse, disfrutar del paisaje, dejar pasar el tiempo.  Es un hombre que quiere que la realidad sea como él desea y no como es. No acaba nunca de conocer a sus hijos ni a su esposa ni al resto de los parientes que lo rodea, porque está empecinado con que al menos una vez las cosas salgan como su capricho le dicta, porque se ha portado bien durante el año, ha cumplido con sus obligaciones y exige a todo ser humano cumplir con el rol preestablecido en su sueño.

Lo que a la vista del espectador es un hombre descolocado, desbordado por la situación, no es más que un pobre tipo que no puede ver más allá de sus ojos. Un hombre fijado, que no disfruta del camino y que sólo le interesa cumplir con el guión para poder colocar sobre la chimenea la foto familiar de esas vacaciones soñadas.

 
El prejuicio tras el poder

Las vacaciones desnudan algo más que la sed de mundo que todos tenemos. Viajar enfrenta al viajante con sus prejuicios, está en la lucidez de este confirmarlos e insistir en ellos o negarse a ver sus pies de barro. Las distintas costumbres, los hábitos diversos exigen una mirada cuasi antropológica, algo así como una pose de adelantado que descubre a un nuevo mundo y lo juzga con los parámetros con los que juzga su propia idea civilizatoria.

 Eso es digno de verse en Eurotrip (o Euroviaje censurado, Jeff Schaffer 2004). Película menor pero efectiva en su humor a medio camino entre lo escatológico y naif. Narra la historia de un joven que decide viajar desde los Estados Unidos hacia Alemania para conocer a la mujer de sus sueños. Distintos acontecimientos lo harán sumar a su viaje a 3 amigos que lo acompañarán en su accidentado periplo a través de media Europa. Lo curioso es que conscientemente la película hace alarde de todos los lugares comunes que el imaginario norteamericano posee sobre el viejo continente. Lo más destacado de Inglaterra son Hooligans borrachos, lo más destacado de Francia es su cultura petrificada y sus mimos, en Holanda sólo hay sexo y drogas, en Alemania sólo nazis, en Italia todo está vinculado al papado. Ninguno de los personajes, ni siquiera el nerd culto hablan más que inglés. Se mueven por Europa como si fuera un suburbio casi del mismo modo en que muchos latinoamericanos se mueven por los países andinos, celebrando el cambio favorable, el exotismo de sus costumbres, buscando drogas y sexo fácil “porque allá se puede, allá es más fácil”. Los paisajes están sólo para ser fotografiados, el recorrido solamente puede hacerse con una guía para viajeros. Descubren la pobreza impensada de Baviera y sacan provecho de ella, buscan sexo tradicional y se encuentran con formas alternativas del goce que los superan.

 Nuevamente, una película de viajes y vacaciones muy pero muy menor pero que deja al descubierto una mirada colonial, una forma de encarar el mundo que no es solo privativa del imperio sino también del viajero eventual que se fotografía con los negritos y las casitas con techo de adobe, porque tanto en Europa como en el lado civilizado de la General Paz, no se consigue.

 

El tiempo como refugio de uno

Casi es una falta de respeto mencionar a La vida secreta de las palabras (2005 – Isabel Coixet) en esta reseña. Pero es un gesto irrespetuoso que debe hacerse porque las vacaciones no son sólo para disfrutar y reír y descansar sino para enfrentarse con uno mismo y los horrores que nos habitan. Hay un momento de soledad fatal e inevitable cuando se apoya la cabeza en la almohada en el que no hay subterfugio posible contra las voces que nos habitan. El tiempo libre, el ocio, son horrores que pueden magnificar el espanto de la almohada. Una solipsista inmigrante de la ex Yugoslavia es obligada a tomarse vacaciones y decide aceptar en ese periodo el trabajo de enfermera en una plataforma petrolera casi deshabitada del Mar del Norte. A cargo de los cuidados de un obrero herido en un confuso accidente, esta mujer  (Sarah Polley) traba relación con él (Tim Robbins) y con el resto de la tripulación (entre ellos el enorme Javier Cámara) para deshilar un manojo de historias inquietantes y acabar rememorando el verdadero horror que lleva en el cuerpo de uno de los episodios más brutales e inhumanos que ha dado la historia de la humanidad: las limpiezas étnicas en los Balcanes.

 Una película de silencios incómodos, donde el tiempo libre y el ocio y las vacaciones no son la oportunidad de algo sino un personaje más, ese que les hace zancadillas a los personajes y parece reírse cuando estos se doblan de dolor. Y en ese dolor se obturan a sí mismos, dejándolo allí, a la intemperie del tiempo, malgastando el correr de los años ocultándolo, en rumiarlo, acrecentándolo en el silencio. Porque la reflexión y el análisis si no son bien guiados es como llamar a reparaciones con un teléfono descompuesto. No importa el tiempo que se le dedique, ni el ocio activo que se invierta en ellos, no conducen a ningún lado. Y expiar ese dolor es un viaje de duración incierta a un destino desconocido. Quizás, alguno de aquellos personajes arribe donde necesita y no toda persona que camina en el mundo puede esperar lo mismo. Por eso se haría bien en desacralizar esa reflexión de oficina que apela a las vacaciones como edén soñado ya que algo ocultan, como las drogas, que son unas diminutas vacaciones de uno mismo y algunos se las toman, aunque no las recomienden■

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