¿Qué importa el teatro como expresión artística? ¿Puede ser reflejo de los cambios sociales y políticos? ¿Puede transformase  en un escenario de resistencia cultural? En definitiva: ¿cómo se manifiestan las relaciones entre el teatro, la cultura y la sociedad?

La cultura es la forma en que el hombre expresa su modo de ser en el mundo. Y en esa expresión manifiesta la subjetividad individual y colectiva que lo atraviesa, produciendo un material para enunciar. De allí el diálogo, la dialéctica de ese diálogo y el esfuerzo del hombre por convivir y por extender sus espacios de manifestación. La lucha por esos espacios es la lucha del hombre.

A esto mucho se dice que el teatro no puede ni debe hacerse cargo de las circunstancias sociales. Pero nuestro teatro siempre ha estado ligado a los acontecimientos políticos, porque a su vez los cambios políticos producen cambios estéticos.

A principios de siglo XX el sainete, como género teatral puso lente de aumento en la situación social de la época. El sainete nació y creció en el país de la “gran aldea”, anterior al Centenario, cuando la oligarquía argentina ocupaba un lugar de poder absoluto. Es una de esas formas fuertes, definitivas, provocadas por el fenómeno excepcional que los inmigrantes aportaron a nuestro país. El sainete rescató con carácter propio la convergencia de idiomas, ubicando el drama y la historia en el patio de esos conventillos atravesados por las crisis habitacional de la Argentina de entonces. Turcos, polacos, gallegos, italianos, judíos. Todos juntos, conversando. Con costumbres diversas, tratando de entenderse. Por otra parte, el sainete es muy moral. Los finales dejan una moraleja a modo de enseñanza, en una imperiosa necesidad de establecer el contrato de convivencia de una sociedad heterogénea y en formación.

Al sainete el sigue el grotesco: en él la situación se traslada al interior de la pieza del conventillo donde el inmigrante y también sus hijos vuelcan en la oscuridad la dureza que implicaba sobrevivir al sueño de “hacer l´América”. En el grotesco ya no hay patio donde se cuidan las apariencias, desaparece, y tampoco hay fiesta.

Estos dos géneros  se prestan los tonos y son abarcados por lo tragicómico para contar el hacinamiento, los problemas con el agua, las dificultades de convivir apretados, surgidos cuando, al ver  la urgencia de vivienda que demandaba la inmigración, la clase pudiente  hizo su negocio y convirtió su casa grande en conventillo. Estos géneros plasmaron la pasión y el malestar de una época en palabra.

Saltamos a fines de la década del 80. Aquí aparece un teatro como fenómeno social que por su intención y dimensiones trasciende cualquier consideración artística. Me refiero al teatro comunitario, realizado por grupos de vecinos coordinados por profesionales que  proponen y desarrollan un proyecto artístico desde la comunidad para la comunidad.

El Grupo de Teatro Catalinas Sur  fue el iniciador del fenómeno y  ya lleva trabajando 28 años. Han realizado puestas como  “Venimos de muy lejos” (1990) y “El fulgor argentino” (1998) que se reestrenan periódicamente y que han sido el aliciente para que otros grupos de otros barrios  repliquen el movimiento.

¿Qué es lo valioso del  Teatro comunitario? Que los integrantes son los vecinos, actores amateurs de distintas  generaciones y extracciones sociales.  El lugar donde el grupo se reúne y ensaya siempre es un espacio público, que permite abordar situaciones reales e incluir a más integrantes, a la vez que se transforma en un sitio de pertenencia.  La clave de la masividad reside en que no es el teatro de “un” artista, sino  un hecho colectivo que se hace con otros. Y lo interesante es que este teatro aparece por la necesidad de multiplicar los registros de las desigualdades desde el arte, luego de las  innumerables crisis económicas argentinas.

Es curioso saber que contemporáneamente con el teatro comunitario se hacía en los 90 otro tipo de teatro, en las antípodas de la anterior y también reflejo de los parámetros de la época. Este otro teatro surge como reacción al vacio que sobrevino luego del  teatro político y reaccionario de los 70 y 80, que con la democracia ya no tenía sentido.

Se profundiza la experimentación hacia los límites de la teatralidad y los cruces anterartísticos, se rompe  con el sistema de actuación naturalista, se disemina el sentido – ahora es el espectador quien arma uno de los posibles relatos sabiendo que no es el definitivo-, se plantea una dicotomía entre teatro de imagen y teatro de  texto refiriéndose al trabajo que se hacía con los distintos lenguajes escénicos – particularmente con los no verbales -,  proliferan los talleres de dramaturgia y comienza a aparecer la idea de la dramaturgia del director  y del actor, inscripta en la necesidad de recortar una  voz individual. La dramaturgia  rompe con los cánones aceptados, trabajando con un imaginario de fin de siglo e incorporando  géneros populares como el policial, la ciencia ficción, el cómic o la estructura televisiva, o bien proponen textos poéticos o narrativos que exigen otra teatralidad. En este marco, aparecen autores como Rafael Spregelburg y Javier Daulte y el grupo El periférico de objetos.

Veamos una lista de axiomas elaborada por Javier Daulte en relación al teatro de los 90: “El teatro no puede cambiar la realidad, el teatro es realidad. El teatro es necesariamente innecesario. El teatro es, por defecto, inofensivo y optimista. El teatro es un acto de celebración. Los mayores enemigos del teatro son la solemnidad y la frivolidad. El teatro no intenta decir, sino que dice. El teatro no debe transmitir ideas, sino inventarlas. El teatro no es importante. Al teatro sólo le interesa el teatro. El teatro es ante todo un juego reglado”.

Las poéticas teatrales de fin de siglo tenían marcados rasgos de posmodernidad e intentaban despegarse de cualquier rasgo político – aun a pesar del intento de ser inofensivo-, algo que el teatro nunca es. En la contradicción de las dos corrientes que mencioné se jugaba ser/estar de una época.

Hoy se verifica un regreso a narrar historias, aun desde lo fragmentario. Hay una necesidad de decir, de ordenar el relato y de organizar el discurso. La dicotomía entre teatro de imagen y teatro de  texto ya no es tal, en tanto no puede pensarse una puesta sin considerar en algún momento del proceso creativo estos dos elementos. La ambigüedad como principio constructivo, la ruptura del estatuto tradicional del personaje y los recursos de montaje cinematográfico ya no funcionan como elementos rupturistas y han sido incorporados al discurso predominante.

Actualmente el límite de la teatralidad se explora en la performance y el uso de las nuevas tecnologías como herramientas en la escena, y en sus antípodas,  en los micro relatos: las primeras por la relación e interacción que establecen con el teatro, presentando  nuevos interrogantes en razón de su materialidad, su variable espacio/tiempo y por su  lógica de funcionamiento. Los segundos, por una necesidad de ordenar el discurso y avanzar en la micro esfera dramática hasta su máxima expresión, en contraposición a lo fragmentario de la década anterior, y desde la polisemia, legado indiscutible de los 90.

En el teatro se pone a existir un mundo, no necesariamente realista, aunque verosímil en su propio sistema e inseparable de las circunstancias históricas, sociales y políticas que determinan la voz que lo emite, desde dónde se emite y quién lo recepta. Sus protagonistas son testigos de los vaivenes históricos y funciona como amplificador de la conciencia colectiva, aun a pesar de él. Ya sea en lo artístico como en lo social, porque en el teatro se juegan discursos desde distintos planos de significación, lo que lo hace funcionar como termómetro social. Como todas las artes, pensará. Con la salvedad de que el teatro es siempre “presente”. Se agota en sí mismo y quienes lo realizan están atravesados por el devenir de la historia en el mismo momento en que está sucediendo. Se le concede el derecho de asumir el presente.

Dice J.L Lagarce:

«Gracias al teatro, el grupo social puede experimentar en escena su propia individualidad o, al menos, lo que se empeña en afirmar como tal. El teatro se convierte  en la evidencia de sus particularidades, de sus diferencias y de sus límites. Permite situar en un espacio una definición colectiva.”

Yo agrego: exhibiendo, voluntariamente o no, una individualidad social determinada. Por ejemplo, hace unos años en Buenos Aires,  casi todas las obras de teatro estaban protagonizadas por actores de no más de treinta años.  ¿De qué nos estaba hablando este hecho?

“Haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo”, dice la Ofelia de Hamlet, en referencia a lo que interpreta de los hechos luego de entenderlos. Los invito a un juego: que vayan al teatro y después de comer, después de comentar  las impresiones personales, intenten responder alguna de estas preguntas: ¿qué habrá motivado al grupo para hacer esta obra?, ¿por qué habrán decidido programarla?, ¿de qué  teatro se trata?, ¿dónde está ubicado?, ¿hay más teatros en la zona?, ¿cuántos espectadores entraban en la sala?, ¿por qué el director habrá elegido hablar de ese tema, con esas palabras y esas imágenes?, ¿quién es el autor, ¿a quiénes se dirigen los actores?, ¿cómo es el espacio escénico?, ¿cómo es la iluminación del espectáculo?, ¿vimos otras obras que hablen de lo mismo, de forma similar o usen  elementos o procedimientos escénicos análogos?,  ¿cuánto salió la entrada?, ¿cuál es el promedio de edad del elenco? Las posibles respuestas les darán un recorte de nuestro ser social presente. Hagan la prueba■


 

Bibliografía

Lagarce Jean Luc, Teatro y poder en occidente. Editorial Atuel, Buenos Aires, 2007.

Sagaseta, Julia Elena. Dramaturgias: escritura y escena en cuestión. Teatro XXI. GETEA,  1996

Sagaseta, Julia Elena. La escena de Buenos Aires en la década de los 80 y 90. Apunte de cátedra

Viñas, David. Grotesco, inmigración y fracaso. Bs. As. Ediciones Corregidor. 1973.

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