Este cuento nace en 1922 con Anna. Vive en mí finitamente y de ustedes dependerá, lectores, que sea inmortal.
Mi vida dio tres vueltas…
Cuando tenía diecisiete años, partí en el último barco que salió desde Polonia, con la guerra pisándonos los talones. Éramos cinco hermanos huérfanos: tres varones mayores y una mujer menor que yo. Desde el momento en que mi madre murió a mis ocho años, no me quedaron demasiadas opciones: forje un carácter de acero engrosado por toda clase de metales que recubrieron mi alma de la enorme pena de necesitar, querer y no tener a esa mujer, arrebatada por la fuerza más absoluta, por el límite más estricto, la ley de la vida más contradictoria: la muerte.
Nuestra primera parada fue en Paraguay. Largos meses trabajando en una chacra, aprendiendo un idioma que ni siquiera murmuraba en aquel entonces. Mi acento extranjero jamás se desprendió del todo, pero dada mi inteligencia y mi saber del ruso, polaco y alemán, la nueva lengua no fue tan difícil de adquirir.
Tiempo después, tierra firme fue Argentina. Y aquí di las otras dos vueltas: conocí al hombre catorce años mayor que yo, al cual ya había soñado en mi aldea de Polonia, a mis doce años, luego del ritual tan común que practicábamos las jovencitas, ansiosas por conocer el rostro de quien sería el mortal que evitaría el estado más trágico para cualquier mujer en aquella época: la soltería (pienso: ¡cómo han cambiado los tiempos y con que lucidez para algunas cosas!).
La tradición indicaba que en el día del Santo de San Andrés, las chicas debían sembrar por la noche, en algún lugar alejado de sus casas, semillas de lino. Luego, simplemente, debíamos volver a dormir sin hablar con nadie. Esta última era una condición muy importante y sabida por los muchachos de la aldea, entonces, ese día se escondían y asustaban a las chicas que cumplían con la ceremonia. Ellas gritaban, sorprendidas, y el hechizo se esfumaba.
Logré llevar a cabo la liturgia sin ningún boicot. Al acostarme, solo restaba pensar lo siguiente: “San Andrés, mostrame esta noche en sueños quién será mi marido”. La magia onírica así lo hizo: soñé con un señor de traje marrón de nombre Mitchia. Seis años después de esa noche y uno posterior a mi arribo en la Argentina, en una fiesta en el salón de la iglesia armenia de San Gregorio Iluminador me presentaron a un señor, vestido con un traje marrón, de nombre Mitchia. Al año siguiente de aquella presentación, nos casamos.
Era Ruso, alto, de rasgos sobresalientes, atractivos, armónicos: pómulos, nariz, quijada. Yo era joven, muy joven. Fue un amor apasionado. Y las pasiones tienen la misma proporción de emocionantes, excitantes como de arrebatadas, insensatas, dolorosas. Entre estos dos extremos se balancearon los cuarenta y tres años que estuvimos juntos… hasta que la muerte metió la cola.
Tuvimos dos hijos, un varón y una niña. Y muchos que no fueron, que perdí… Tuvimos un taller de ojales, tuvimos la fuerza de trabajo necesaria para progresar. Nos agrupamos con otros paisanos siempre, con la familia los domingos, tuvimos constantemente contacto con los nuestros que quedaron al otro lado del océano. Tuvimos la dictadura que pateo nuestra puerta una mañana, porque ser ruso era sospecha de ideas comunistas, seguros (no estaban errados con nosotros, pero sí que ello fuera motivo alguno para su vandalismo y brutalidad tan conocida de la época). Fue un horrible roce, un gran susto. Tuvimos un auto, tuvimos una casa siempre en el mismo lugar, hijos que criamos con detalle, esmero, que crecieron y crecieron aún más y empezaron con sus propias vueltas.
Sobrevino la vejez y sin tanto alboroto alrededor, nos encontramos en el patio de nuestra casa cara a cara nuevamente: él y yo. Los huesos severos, duros de su rostro no impidieron la erosión del tiempo, las arrugas eran los trazos, las pruebas de todo lo anterior. En ese momento de la vida algo sucede: uno acumula valor y experiencia para enfrentar el enorme saber: mi compañero y yo estamos más cerca del final. Y acá otra vez, las pasiones, el amor: lo más temible no era mi propia muerte, sino, seguir viva cuando aquel Mitchia no estuviera más.
Así fue. Él murió antes. Le gustaba fumar y a su pulmón, evidentemente, no. Le envió un telegrama informativo y final en formato de cáncer.
Yo lo sobrevine unos cuantos años más, sola en un departamento más pequeño, con fotos, mi carácter de hierro algo más oxidado, nietos y bisnietos, mis mañas y costumbres. No resigné mi fuerza, no claudiqué jamás, aunque me he reconocido mayor en alguna cola de banco y en los colectivos, pero cuidé y controlé (¡sí, controlé!) hasta el último momento a todos los míos, a los que traje a este mundo con entera responsabilidad de ello.
Desde este no-tiempo, la eternidad en la cual me encuentro, puedo decir que la muerte tiene algo de liberador: el que sigue, toma la posta.
Y así la vida va dando sus vueltas… Lanzando semillas de lino■