Quien haya escuchado “El anillo de los nibelungos” en su entera magnitud y potencia puede entender, sin más, la idea de “obra de arte total” de Wagner. Este concepto podría utilizarse para pensar esquemáticamente la impronta vital del romanticismo alemán decimonónico. Sobre todo, para comprender que era el hombre y la mujer los que emergían desde las sombras de la historia del cristianismo, luego del Clasicismo, la Ilustración y el Racionalismo, para mostrarse en toda su mítica humanidad. La preocupación del romanticismo era, pues, la preocupación por el Ser Humano, por la inmensa carga de la vida, sus sentimientos, sus conflictos existenciales más hondos. Este movimiento estético estuvo lejos de tener una motivación exclusivamente política, aunque, sin lugar a dudas, arrancó a la política de sus cauces y la hizo temblar hasta sus más profundas raíces, ya que atravesó, y se produjo en, aquellos que protagonizaron el pensamiento y la política de aquel tiempo.

I

Vocación total de trascendencia, ahora sólo posible en la pretensión de un absoluto existir en la Tierra, no casualmente el Romanticismo crece sobre el retraimiento cada vez más claro del influjo del cristianismo y su vocación ecuménica, a manos de la Diosa Razón. En rigor, como sostiene Huizinga, la crisis que esta suerte de “desencantamiento” del mundo trae aparejada -tal como está canónicamente establecido pensar a la Modernidad Occidental-, a la vez que pone al “Hombre” en primera plana, permite el retorno de lo mítico y lo sagrado como un ámbito inescapable de la vida. Se entiende en ese marco la aparición potente de un nuevo tipo de cristianismo, romántico, en la pluma, por ejemplo, de un Chateaubriand. Sobre este siglo XIX de Richard Wagner y Chateaubriand, pero también de Beethoven, Hölderlin, Goethe, Fichte, y tantos más, es que tiene lugar en Europa Occidental la apelación a cierta dimensión de la vida, la colectiva. Emergerá una determinada idea de “pueblo” y de “nación” que revolucionará el panorama de la política moderno-europea, y estará asociada, fundamentalmente, a un ideal de belleza.

  II

El historiador Eric Hobsbawm sitúa en ese turbulento siglo XIX, precisamente, lo que él considera la “construcción” de las naciones. Para este autor, esta ingeniería de lo nacional se corresponde con una razón de Estado impactada por un nuevo ordenamiento de las clases medias europeo-occidentales, y no con una expresión de un estado natural de la cultura de los pueblos. Así, el caso paradigmático de Bélgica y los hablantes de flamenco, en su mayoría funcionarios medios estatales, frente a las mayorías hablantes de franco-parlantes, y, en fin, de casi todos los casos de arbitrariedades lingüísticas e idiosincrásicas –piénsese en el conflictivo caso de la región de Bohemia, actualmente República Checa, entre tantos otros-[1]. En suma, para Hobsbawm, la cuestión de la “nación”, será pues, como para el marxismo en general, el problema de la “invención” de la “nación” y de la consolidación cabal del Estado moderno. Pero ciertamente, a pesar de la historiografía crítica, no sólo la categoría nación adquiere su forma actual en el siglo XIX, sino que también, innegablemente, debe entenderse el proceso en el marco de un fenómeno de gran trascendencia en la política: el surgimiento de los movimientos de masas.

A finales del XIX, Le Bon y Sorel ya observaban e incluso analizaban la irrupción de las masas en la política, y ambos creían que las instituciones políticas ya no servían, y que lo que determinaba la naturaleza de la política era una nueva “magia”. Esta magia no significaba más que la aparición del propio “pueblo” en la escena política, es decir, como un actor colectivo definido por una historia, capaz de definirse y de definir a un Estado.

La magia, el nuevo tipo de encantamiento, también expresa aquello que el historiador alemán George Mosse ha denominado “estética de la política”.[2] Esto significa que la idea de “pueblo” y “nación” se embeben y retroalimentan de la historia del propio Romanticismo: el anhelo de experiencias ajenas a la vida cotidiana, situaciones que “elevaran” y que aparecieran como algo esencial en todos los cultos religiosos, se transmitieron finalmente a la política secular.  Para Mosse, “vivir la vida plenamente” se convirtió en un mito secular en el que los festejos nacionales o públicos simbolizaron el punto álgido de la existencia. En ese sentido, una ocasión era festiva cuando, mediante símbolos, ponía de manifiesto un “nuevo mundo”: completo, cohesionado y, sobre todo, hermoso. Friedrich Vischer, filósofo y poeta alemán, creía que en el mundo burgués de desorden y caos, la belleza se había retirado al alma de los hombres. El ideal de Vischer era funcional: hacía que en una sociedad en proceso de industrialización los hombres se sintieran más a gusto en el mundo. Pero, sin dudas, la belleza era el elemento unificador de la sociedad, y se consideraba un absoluto intemporal. El tema de la belleza tiene como clave la eliminación de lo meramente accidental; su objetivo es dotar al hombre de la conciencia de una existencia superior.

Los símbolos, expresión de aquella idea sublime, entraron a formar parte de la conciencia nacional, tal como se ve en Vischer, y constituyeron la base del culto nacional. Será este fenómeno el que, según Mosse, generará la iglesia de una nueva “religión secular”. Este proceso habrá de remontarse a la propia Revolución Francesa, que, frente a la teoría monárquica de la legitimidad dinástica opondrá la idea de “soberanía popular”, y que dará como resultado el advenimiento de una profusa liturgia cívica, llena de simbologías y mitos nacionales.

A través de estos planteos, tanto George Mosse como Emilio Gentile[3], estudiosos del fascismo, o muchos historiadores revisionistas de la Revolución Francesa –como Furet-, habrían de poner en duda el carácter desencantado y plenamente “racional” de la Modernidad Occidental. Situando esta “estética de la política” tan temprano como en el siglo XVIII “ilustrado”, encontrarán allí las raíces de un estilo político que adquirirá su máxima expresión durante el siglo XX: política de masas, guerras mundiales, revoluciones, serán la coronación de un proceso de desarrollo secular de tres siglos. Si tradicionalmente el fascismo fue analizado como una “aberración” en la historia del parlamentarismo europeo, estos historiadores pensarán, por el contrario, que será la consecuencia de un “climax” de una “nueva política” que se nutrirá de la cultura política inaugurada con la Revolución Francesa. El fascismo será considerado, entonces, ya no como una “desviación”, sino como un verdadero movimiento y democracia de masas.

Frente a estas argumentaciones, surge la pregunta acerca de si era necesaria –en términos de causalidad histórica- la relación entre el romanticismo alemán volkish, preocupado por el pueblo, el monumentalismo y las tradiciones populares, y el nazismo del siglo XX. ¿El hecho de que el nacional-socialismo se nutriera del Romanticismo, implica que este solo podía desembocar en semejante tragedia? ¿Es acaso el imperio de esta visión totalmente estetizada de la política la que construye la “esencia” del fascismo y el nazismo?[4]

  III

El problema de la relación entre “estética” y “política” se vuelve más acuciante cuando se intenta despegar al esbozo del problema de los esquemas eurocéntricos.

Muchos estudiosos han tendido a ver al “populismo” como una expresión latinoamericana del fascismo. Desde la obra de Gino Germani hasta la de Tulio Halperín Donghi, el peronismo aparecería como una versión vernácula del movimiento surgido en Italia durante los años 20. El problema conceptual principal de esta caracterización, estribará, evidentemente, en el absurdo epistemológico de suprimir las características específicas del proceso latinoamericano, local, frente a una determinada idea de lo “universal”, derivada de la historia europea, como hipótesis de interpretación nunca probada pero siempre presente mucho antes de efectuar cualquier estudio.

Más recientemente, dentro del marco de las discusiones sobre la pos-modernidad, han surgido voces que pusieron en cuestión la construcción de las categorías “pueblo” y “nación” dentro del relato de la propia filosofía latinoamericanista. Es el caso, por ejemplo, del pensador colombiano Santiago Castro-Gómez, quien cuestionará la autenticidad y validez de una teoría y filosofía verdaderamente latinoamericanas.[5] Castro-Gómez afirmará que, precisamente, tanto la filosofía y la teología de la liberación, la teoría de la dependencia y, en general, la filosofía latinoamericanista, serán el resultado de un relato “moderno-occidental”, y de un momento de la cultura y la política determinadas históricamente por una situación de Estado particular: el Estado populista. “La nación y el estado –escribe Castro-Gómez- aparecen como ‘momentos’ de un todo orgánico e indiferenciado que no tolera las diferencias, o bien las resuelve en un movimiento dialéctico de carácter teleológico”. Para él, las propias nociones de “pueblo” y “nación” estarán contaminadas de una reminiscencia romántica, esto es, nuevamente, de la primacía de la dimensión de lo estético, que producirá una caída en un esencialismo potencialmente autoritario. Atendiendo al intento de deconstrucción de Castro-Gómez, cabe preguntarse ¿puede ser el populismo considerado como un fenómeno producido por la tensión siempre presente entre lo político y la estetización de la vida pública de las masas?

Las visiones francamente predominantes sobre el populismo tuvieron como característica principal una visión peyorativa. Pero frecuentemente olvidaron que en Europa el autoritarismo fascista pudo ser considerado como el punto de llegada de un proceso de democratización que se había gestado durante tres siglos. Por el contrario, en América Latina, el populismo se producirá como el punto de partida de la participación efectiva de las masas relegadas, las clases subalternas, en la cosa pública, en un marco de abierto conflicto entre el Sur y el Norte globales. La historia de la formación y consolidación de los estados de América Latina estará signada desde sus inicios por la lucha frente al colonialismo primero, y luego frente al imperialismo, de manera que la relación entre las diferentes nociones de “pueblo” y su posible “instrumentación” por parte del Estado no reportarán una relación de simetría con aquellos países en los que el Estado fue, precisamente, el promotor de una política de expansión colonialista e imperial. En este sentido, el concepto de “nación” en países oprimidos del “Tercer Mundo” estará relacionado con otros, como el de “dependencia”, “liberación”, y, en general, a procesos políticos seculares radicalmente diferentes a los que produjeran la aparición de aquello que Mosse definiera como una “liturgia cívica”, o “religión civil”.

Al contrario de la “estética de la política”, en América Latina acaso pudiera pensarse en la “política de la estética”, es decir, la manera en que las necesidades de una política de liberación nacional se expresan y se vinculan estrechamente con la construcción de movimientos estéticos y artísticos que, lejos de subordinar a la política o estar subordinada a ella, la potencian, se retroalimentan, se nutren mutuamente para dejar espacio a nuevos horizontes de significación política■

 


[1] Véase Hobsbawm, Eric; Naciones y Nacionalismo desde 1780, Barcelona, Ed. Crítica, 1991.

[2] Mosse, George; La nacionalización de las masas: simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las guerras napoleónicas al Tercer Reich, Buenos Aires, S. XXI Ed.; 2007.

[3] Véase, Gentile, Emilio; El culto del Littorio, Buenos Aires, S. XXI Ed; 2007

[4] Si para Mosse o Gentile el fascismo aparece como un “exceso” fatal de los movimientos de masas, y de la democracia de masas, por el contrario, Ernst Nolte los pensará como anti-movimientos que se definirán por su oposición a otras identidades (anti-comunista, anti-liberal, anti-semita). Véase Furet, François; Nolte, Ernst.; Fascismo y comunismo; Madrid, Alianza Ed; 1999. También divergente será el desarrollo de Enzo Traverso, quien, a diferencia de Mosse y Gentile, considerará a todas las formas “totalitarias” como la supresión absoluta de la política, ya no como una radicalización de la democracia de masas. Véase, Traverso, Enzo; El totalitarismo. Historia de un debate; Buenos Aires, Eudeba, 2001.

[5] Castro-Gómez, Santiago; Crítica de la Razón Latinoamericana, Barcelona, Puvill Libros, 1996, p. 73.

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