Analizar aspectos de las demás economías de la región puede servir para analizar el caso argentino y, a su vez, para ver si van en la misma sintonía y si tienen los mismos problemas estructurales. Con ese objetivo, se realizó una breve reseña de la recuperación económica de Brasil y Uruguay. Continuidades y rupturas.


Ver los procesos económicos de los países vecinos nos puede ayudar a hacer un balance crítico del kirchnerismo, analizar las continuidades y las rupturas y ver qué tan a tono se encuentra con los demás gobiernos del continente. Con la crisis hegemónica del neoliberalismo sobrevino un avance de sectores que criticaban los núcleos centrales de la década anterior, caracterizada por la desregulación asimétrica y las privatizaciones (con la excepción de Chile, que padeció la apertura económica durante la dictadura de Pinochet y que tuvo, luego, con la Concertación, una estabilidad política prolongada). Observemos algunos casos.

En la Argentina, luego del estallido de la convertibilidad se implementó un cambio en el enfoque macroeconómico: la devaluación y el aumento de los precios internacionales de las materias permitieron que las exportaciones aumentaran –ya que, anteriormente, el tipo de cambio sobrevaluado las perjudicaba– y que la balanza comercial fuera favorable. La reactivación y la creación de nuevos puestos de trabajo mejoraron los índices sociales, pero los resultados de las políticas redistributivas del gobierno han sido, hasta el momento, magros (aunque bajaron los índices de pobreza e indigencia –que no se pueden establecer con datos fiables, por la intervención del INDEC–). Se produjo un doble fenómeno de crecimiento económico y concentración de la riqueza. El gobierno todavía sostiene una política fiscal conservadora (aumentó la presión fiscal a niveles históricos, pero siguen teniendo preponderancia los impuestos al consumo) y una política de subsidios distorsionada –que favorecen a empresas con un gran poder de mercado y sectores sociales que tienen ingresos suficientes para soportar el aumento de los servicios públicos básicos–. Y, a su vez, llevó adelante la estatización del sistema de reparto, el ingreso a éste de más de un millón y medio de jubilados y la asignación por hijo (con todos sus claroscuros). Está en una encrucijada: para expandirse, necesita nuevos ingresos –sin olvidar los intereses de la deuda– que engrosen las cuentas fiscales; también tiene que determinar qué rol va a cumplir el Estado para revertir el proceso de concentración.

En Brasil la transición no fue tan traumática. No hubo un shock, como en la Argentina. El antecesor de Lula, Henrique Cardoso, impulsó una reforma fiscal que saneó las relaciones entre el gobierno federal y los gobierno estaduales, mantuvo algunas empresas estratégicas bajo control público –Petrobras es el caso paradigmático– y devaluó la moneda en 1999, con lo que logró una mayor competitividad de las exportaciones brasileñas. Para evitar una crisis como la argentina, Lula eligió implementar políticas ortodoxas: fijó una altísima tasa de interés, ajustó el gasto público y buscó el superávit fiscal. Como consecuencia, el crecimiento fue lento. Una de las posibles explicaciones puede ser el tipo de cambio, que –como en nuestro país– genera debates; según Luiz Carlos Bresser Pereira –extraigo el concepto de un interesante libro de José Natanson–, Brasil padece la “enfermedad holandesa”: la abundancia de recursos naturales genera una sobrevaluación del Real, porque el tipo de cambio libre tiende a aumentar el valor de la moneda y le quita competitividad a las demás exportaciones (que, por su desarrollo industrial, son más diversas). Pese a los avances económicos, Brasil sigue siendo el país más injusto de la región. Para ser gráfico: el índice de Gini (que se acerca a 0 cuando existe equidad y a 1 cuando ocurre lo contrario) en Brasil es de 0.59, en la Argentina es de 0.52 y en Venezuela –el más bajo de la región– es de 0.43; según Natanson “el 50% de los brasileños de ingresos más bajos se queda con apenas el 14% de la renta, mientras que el 10% más rico se lleva el 45%”. Lula implementó la Bolsa Familiar, un ambicioso plan que fusionó las políticas sociales de Cardoso, que alcanza a once millones de familias (es decir, casi un cuarto de la población brasileña) y que ayuda a paliar la situación de extrema pobreza. Es un primer paso, pero la matriz distributiva sigue siendo desigual.

Uruguay, por su parte, padeció los cimbronazos económicos de sus vecinos –mostrando una fragilidad externa que abre un interrogante sobre la estabilidad del país: en caso de que haya una crisis regional de gran magnitud, ¿podrá superarla indemne o padecerá otra vez?– y llevó adelante un proceso de recuperación lento pero firme. La recuperación de Argentina y Brasil y el incremento de los precios internacionales favorecieron a la castigada sociedad uruguaya que, con Tabaré Vázquez en la presidencia y el moderado Astori en economía, aumentó el PBI y bajó el desempleo. Conjuntamente al crecimiento, el gobierno introdujo dos reformas: una política laboral que incluyó la extensión de las negociaciones colectivas y el relanzamiento de los consejos del salario y una reforma tributaria que rebajó el IVA y creó un impuesto a la renta de las personas físicas. Fue un proceso cauteloso. Con el triunfo de Mujica, se abre un interrogante sobre el alcance y la profundización de las reformas iniciadas durante el gobierno de Tabaré Vázquez. Los primeros gestos fueron de continuidad, con un énfasis puesto en la atracción de inversiones extranjeras. No obstante, Uruguay tiene problemas estructurales complejos: problemas demográficos –producidos por el envejecimiento de la población y la baja tasa de natalidad– y financieros, ya que el pago de la deuda externa y los gastos sociales los lleva a tener la misma encrucijada que la Argentina: cómo aumentar la presión fiscal sobre los sectores más favorecidos para expandir las políticas sociales necesarias.

Tomando los tres casos, se pueden establecer algunas breves conclusiones: 1) que hubo un proceso de crecimiento económico que mejoró los índices sociales, pero todavía queda por solucionar problemas redistributivos serios; 2) que las reformas –con distintos modales– fueron graduales y que generan interrogantes en el futuro, porque ponen en el tapete la sustentabilidad de los cambios generados; 3) que los problemas estructurales en todos los países persisten, principalmente los ligados a las exportaciones (Brasil por la enfermedad holandesa, Argentina y Uruguay por la preponderancia de los productos primarios).

Estos procesos políticos, pese a las modificaciones implementadas, han mantenido algunos de los núcleos duros de la década neoliberal. Las estructuras de propiedad en los países señalados– no han sufrido modificaciones profundas. Están en la disyuntiva: o profundizan el proceso en curso –tratando de superar las resistencias de los sectores beneficiados– o se quedan estancados. Con un agravante: el ascenso de la derecha. En Brasil, el candidato de la derecha lidera la intención de voto en la elección presidencial (aunque Lula tenga un 80% de aprobación), jaqueando la continuidad en el gobierno del Partido de los Trabajadores. En Argentina, el oficialismo –con todas sus contradicciones a cuestas– tiene un panorama complejo de cara a las próximas elecciones (todavía falta para que eso ocurra, con lo cual todavía tiene margen de maniobra para revertir su mala situación).

Mirando en perspectiva los procesos analizados, queda un interrogante: en caso de que triunfe la derecha, ¿qué tan dispuesta va a estar a revertir los logros sociales de estos gobiernos y qué tan dispuesta va a estar la sociedad en aceptar las modificaciones? El futuro lo dirá■

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