Parece que solo ciertos aspectos de nuestra existencia signan la categoría de “discapacidad”. Discapacitado –dice el sentido común- es aquel que no puede caminar, entender, ver, hablar u oír. “Persona con Discapacidad” –dice la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad- son “aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”.
En ambas nociones, tanto la del sentido común como la jurídica, vemos que tantísimas otras funciones potenciales de los humanos son ignoradas a la hora de pensar la discapacidad. En otras palabras, esta categoría no abarca a quienes no entendemos las matemáticas, ni a Wittgenstein, ni por no saber amar, o por no tener imaginación religiosa ni aptitudes deportivas o expresivas. En fin, esta idea de discapacidad no se construye con todo aquello que no podemos hacer sino que la idea de qué es un humano “capacitado” se delinea desde algunas dimensiones específicas: autonomía, productividad, independencia. Todas ellas, dimensiones íntimamente relacionadas con el ideal del sujeto moderno capitalista.
Además de este planteo –que podemos sintetizar diciendo que todos seríamos discapacitados en algún sentido y que el Poder radica en el momento de establecer, justamente, la dimensión en la que se medirá la capacidad/discapacidad– queremos centrarnos en el ámbito de la comunicación y la sordera. Esto resulta de sumo interés porque allí se desdibuja el “Nosotros” y el “Ellos”.
En otros términos, si subir una escalera o leer son actos “en solitario”, que podrá llevar a cabo o no cada uno, la comunicación es un acto necesariamente colectivo, un acto en plural. Si la comunicación entre un oyente y un sordo no puede realizarse, resulta sumamente dificultoso sostener que se deba a la discapacidad del sordo. Obligadamente se comparte la responsabilidad con el oyente que, en todo caso, no habrá sabido desplegar todas las herramientas interpretativas, gestuales, contextuales, etc. para recibir o emitir ese mensaje.
Sin embargo, lo que sucede en la práctica no se parece a un acercamiento mutuo, entre oyentes y sordos, sino la réplica de “la colonialidad del lenguaje” –que tomamos desde las letras de Gabriela Veronelli-, es decir, la destrucción de los mundos de sentido y los sistemas de comunicación del otro. Los oyentes subsumimos en nuestro universo de signos a los demás lenguajes, confundimos –por ejemplo- la palabra mesa con la mesa misma; creamos una relación arbitraria entre un signo (la palabra mesa) y la cosa (la mesa). Destruimos de esta manera la posibilidad de los sordos como productores de sentido, expulsando –por ejemplo- la posibilidad de que la seña mesa designe a la mesa misma. Tienen, hoy por hoy, a su intérprete de Lenguaje de Señas a un costado de la pantalla televisiva pero no producen sentido sino que quedan obligados a recibir pasivamente el sentido de los oyentes, a lo sumo, unilateralmente traducido.
Tan fuerte es la ligazón entre las palabras y las cosas que cuando existe una problemática con las cosas creemos resolverla cambiando las palabras. ¿No es esto lo que sucede con el cambio de terminología en discapacidad? ¿Cambió algo en el mundo, en las concepciones, en los derechos porque empezamos a decir “persona con discapacidad” o “persona con capacidades diferentes”? ¿La lucha es por las palabras o por el sentido? Dicho de otro modo, ¿reside el sentido en las palabras de una manera automática e inconmovible? La lucha, ¿es para que nadie sea nombrado como “Discapacitado” o para que ser sorda –por ejemplo- no implique una disminución en mis derechos? Asumiendo que fuera inherente a la palabra discapacidad el carácter peyorativo, ¿nos desembarazamos de ello por usar eufemismos? O más todavía, ¿qué pasa cuando la consideración de discapacitado es la puerta de entrada para el acceso a derechos que mejoran la calidad de vida de manera que conllevan un sentido de igualdad en clave más realista? ¿También en ese caso es necesario llevar adelante la lucha por los términos?
Ahora bien, si tenemos presente que existen en el mundo unas 70 millones de personas con deficiencias auditivas y, dentro de ellos, muchos que acceden al lenguaje de señas como primera lengua, el tema toma un cariz intercultural.
¿El lenguaje de señas sería otra puerta de acceso a la cultura? O, ¿es otra cultura? ¿Existe una delimitación lo suficientemente tajante como para decir “aquí empieza una cultura y, por ende, aquí comienza la siguiente? ¿Es la antropología la disciplina que expende el certificado de “cultura”? Si no es ella, ¿quién sí lo es?
Sin ánimos de dar una respuesta a estas preguntas, queremos señalar que existen múltiples movimientos de sordos que consideran que el lenguaje de señas no es solo una puerta de acceso a la cultura sino que existe la “cultura sorda”, con diferentes costumbres, “textos”, valores, expresiones artísticas, etc. que la diferencian de la cultura oyente, de manera que los sordos tienen su propia producción de sentido.
El problema comunicacional se complejiza: mientras que los oyentes ven un rasgo de inferioridad en el “silencio” del sordo, los sordos corren el riesgo de escudarse detrás del status “cultural” de la sordera para reivindicarla sin más. Ambos –oyentes y sordos- corren el riesgo de olvidar que el lenguaje es una herramienta para comunicarse con los otros. Se abre la posibilidad de que ni sordos ni oyentes acepten la imperfección de sus culturas y, por ende, el lenguaje no funcione como habilitador de la comunicación intercultural. El lenguaje, en ese caso, solo comunicaría a lo “mismo” dentro de sí, como un mecanismo de cerramiento cultural, mas no de apertura.
Cuando cada una de las culturas se cierra sobre sí, se niegan mutuamente el carácter de agentes comunicativos, es decir, consideran al otro como incapaz para expresar sentidos cosmológicos, sociales, científicos, eróticos o económicos complejos. La “sordera” intercultural es mutua cuando los lenguajes no son entendidos como sistemas expresivos diferentes, sino que son ubicados dentro de relaciones de superioridad e inferioridad lingüística prescriptas.
Pues bien, recién cuando aceptemos el carácter incompleto de los conocimientos de sordos y oyentes –como grupos- y de cada uno de nosotros –como personas-, es decir, si atribuyéramos a los otros una potencialidad creadora de sentidos con idéntico valor a la nuestra y cuando, a su vez, aceptemos que la diversidad del mundo es infinita y que sostener el desconocimiento del Otro no hace más que empobrecernos, la “traducción intercultural” será posible (Sousa Santos). En ese caso podremos acercarnos a la mesa, a través de la palabra y/o de la seña o discutir, incluso, si efectivamente existe –para todos, para algunos o para ninguno- algo así como la mesa misma.
Menuda empresa constituye esta propuesta, -sobre todo- si tenemos en cuenta que implica una deferencia por parte de los dominadores, un gesto de renuncia al siempre mentado carácter superior de la cultura oyente, una abdicación a la siempre presente posibilidad de imponerse y digerir a todo lo demás exclusivamente en los términos propios.
Menuda empresa –repito- esta de luchar por el sentido en una época, supuestamente, signada por la proliferación de medios de comunicación pero vacía de sentido. Parece que todavía hay mucho para decir pero que ha sido menospreciado, silenciado, al ser despojado de sus propios términos■