Un pequeño recorrido de sentidos, teorías e historias alrededor del término en cuestión, desde su dimensión religiosa hasta su carga social.
El término “Estigma” tiene, en su horizonte, un sentido religioso. Sin embargo, lo usamos para hablar de algo o alguien que no puede quitarse la mala fama, al punto de ser víctima de crueles e incuestionadas exclusiones discriminatorias. El estigma es como el fantasma de sí mismo que permanece siempre, aún cuando el atributo denostado ha desaparecido. Es la marca y es también su espectro cuando ésta ya no está. ¿El sentido religioso de la palabra es acaso el primero que se le puede adjudicar? ¿Su significado más coloquial es una mera metáfora? Y si es así, ¿cuál es el aspecto real al que hace referencia el sentido figurado? Aquí les proponemos un pequeño recorrido de acepciones, teorías e historias alrededor del término en cuestión; un trayecto dispar que busca, ante todo, que usted no se pierda en un opaco vía crucis.
En el comienzo fue el verbo
Examinar con precisión el momento en que se produjo el desplazamiento semántico es como buscar la génesis de las metáforas más cristalizadas, una empresa ambiciosa que sólo la lingüística diacrónica podría realizar. Un diccionario de latín sirva, quizás, para desasnarnos en lo inmediato: “Stigma, -atis” se define como estigma, marca hecha con hierro candente. O en sentido figurado, ignominia. A su vez, el verbo transitivo “Stigmo” se traduce como “señalar con un hierro rusiente”. Y en la misma línea, el término “Stigmatias” significa “esclavo marcado”.[1] Si pensábamos que la dimensión religiosa estaba en el sentido original del término, sabemos ahora que se trata de un uso posterior. Podemos afirmar incluso que la palabra tenía un trasfondo social, puesto que era la marca de un antiguo estrato inmutable: el del esclavo. Pero este hallazgo no debería sorprendernos: el latín es más antiguo que el cristianismo. Y sobre todo el griego. Por eso, su connotación religiosa marca un momento de la historia de la palabra en la que una nueva apropiación conserva matices ya contenidos en su uso jónico. Señal, marca, herida, cualquiera sea la noción asociada, todas contienen la idea de una imagen que comunica. En su acepción religiosa, el estigma pasa a ser un mensaje de santidad que liga a aquel que lo porta con los padecimientos de Cristo, cuya representación pictórica o escultórica nos recuerda que por nosotros sufrió en al Cruz.
Algunos aportes teóricos
El carácter público o desconocido del atributo divide la categoría en dos: el desacreditado y el desacreditable, situaciones ambas por las que pasa el estigmatizado. Goffman distingue tres grandes tipos: las abominaciones del cuerpo (distintas deformidades físicas), los defectos del carácter (pasiones, creencias y atributos así como también fobias o adicciones) y los estigmas tribales de raza, nación o religión. Sea cual sea la característica indeseable, mitiga los restantes atributos positivos que pudiera ofrecer el sujeto. Goffman denomina normales a aquellos que no se apartan negativamente de las expectativas sociales. Su trabajo indaga la interacción de ambos tipos (el estigmatizado y el normal), los usos que ambos hacen del estigma (visibilizado u oculto) y el relato autobiográfico del sujeto desacreditado.
Los seminarios quizás sean deudores de un trabajo más parcial que Foucault habría realizado con el fin de estudiar las relaciones entre la psiquiatría y la justicia penal. En su obra llamada Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…[4] (un título por demás ilustrativo), se ofrece una intrigante recopilación de documentos sobre el parricidio y el fratricidio cometido por aquel que suscribe. Jueces, testigos y psiquiatras acompañarán la reconstrucción del crimen. Y en ese afán, incurrirán en estigmatizaciones, ya no del sujeto, sino de rasgos psicológicos pasibles de ser encontrados en cualquier individuo mentalmente sano.
Pero esos modos de estigmatización encerrados en prácticas médicas anquilosadas, no revelan la actualidad del estigma como marca de nuestra dinámica social actual, en tiempos en que ningún residente de una villa puede colocar su domicilio en un Currículum Vitae. Aunque simple en su vuelo teórico, la perspectiva de Goffman es de suma utilidad porque demuestra que la marca ignominiosa, no lo es de suyo, sino en arreglo a un estereotipo preconcebido socialmente. Al recuperar el término, Goffman acuña una definición de normalidad en oposición a la de desacreditabilidad, que finalmente no pone en cuestión. Habla de “nosotros, los normales” en términos inclusivos y esto se torna polémico en la medida en que, gracias a su propia definición de estigma, todos podemos ser portadores de una marca desdeñada. Lo normal es tan relativo como lo anormal. Si entendemos que la cultura interviene como un sistema de signos[7], el estigma es un signo que habla tanto de aquel que lo porta como de la sociedad que le da sentido. Es por eso que todo rasgo o toda marca de una experiencia, en la medida en que constituyen signos, son susceptibles de estigmatización.
En el final fue la Ciencia Ficción
De esto, el film “Gattaca” (1999), dirigido por Andrew Niccol, ofrece una admirable ejemplificación alegórica. El ser “normal” de nuestro mundo se opone a una nueva normalidad: la del sujeto alterado genéticamente. Un Estado que registra el ADN de todos los individuos, decide quién puede ingresar a determinadas instituciones y quien no. En esa distopía de la perfección eugenésica, un defecto tan corriente como la miopía es un estigma revelador de un secreto. Estamos ante una nueva concepción del romanticismo estético en la fiesta de la ciencia ficción, puesto que hablamos del estigma del sujeto concebido a la antigua. Hacer el amor con fines reproductivos conlleva el riesgo de la estigmatización de la propia descendencia, un peligro que la sociedad ya no quiere correr. Comienza el camino de la manipulación genética, ya libre del estigma de lo no natural. Advienen nuevos tiempos de transición en donde conviven el “perfecto y válido” frente al “degenerado”, palabra que mantiene su marca de desprecio. Pero en esa sociedad nada impide el estigma adquirido: un accidente marca la “invalidez” de un individuo de laboratorio que alquilará su identidad genética a un no-válido para que este cumpla su sueño vocacional, estrictamente prohibido para un ser humano concebido naturalmente. Ambos alter egos compartirán un estigma diferente. El film construye una ucronía en donde lo aceptable en esa realidad distópica es el reverso de lo admisible en nuestro mundo fáctico. Pero hay algo en común entre nuestro universo y aquel: cualquier elemento identitario es susceptible de estigmatizaciones gracias a la contingencia de la dinámica social. Por eso este pastiche: para ilustrar la retroversión pagana de una palabra que partió de la estratificación social, pasó a describir un fenómeno paranormal pseudoreligioso persistente como motivo pictórico narrativo, y que finalmente dio origen a una categoría sociológica. De dónde venimos, qué aspecto tenemos, qué defectos, qué virtudes incluso, la lengua que hablamos y cómo, nuestras discapacidades, nuestros hábitos sociales, los productos culturales que consumimos, las religiones en las que creemos, las capacidades que desarrollamos, el barrio en el que vivimos, el sexo que preferimos, nuestras formaciones y malformaciones y todo aquello que nos atraviese como sujetos. Todo puede ser motivo de estigmatización.
Mientras que el discurso dogmático pretende explicar el estigma religioso como un mensaje trascendental cuyo portador también es elegido por una decisión divina e imperturbable, el estigma social o psicológico es mundano e históricamente construido, desde la psiquis del sujeto que lo porta, hasta las relaciones sociales que se construyen alrededor suyo. La buena noticia es que, por fortuna, si fuimos capaces de adjudicar(nos) y estacar(nos) los estigmas, también somos capaces de corromperlos. ¿Cómo? En principio y sólo en principio, identificando los mensajes que los soportan y los reproducen■