Un pequeño recorrido de sentidos, teorías e historias alrededor del término en cuestión, desde su dimensión religiosa hasta su carga social.

El término “Estigma” tiene, en su horizonte, un sentido religioso. Sin embargo, lo usamos para hablar de algo o alguien que no puede quitarse la mala fama, al punto de ser víctima de crueles e incuestionadas exclusiones discriminatorias. El estigma es como el fantasma de sí mismo que permanece siempre, aún cuando el atributo denostado ha desaparecido. Es la marca y es también su espectro cuando ésta ya no está. ¿El sentido religioso de la palabra es acaso el primero que se le puede adjudicar? ¿Su significado más coloquial es una mera metáfora? Y si es así, ¿cuál es el aspecto real al que hace referencia el sentido figurado? Aquí les proponemos un pequeño recorrido de acepciones, teorías e historias alrededor del término en cuestión; un trayecto dispar que busca, ante todo, que usted no se pierda en un opaco vía crucis.

En el comienzo fue el verbo

Examinar con precisión el momento en que se produjo el desplazamiento semántico es como buscar la génesis de las metáforas más cristalizadas, una empresa ambiciosa que sólo la lingüística diacrónica podría realizar. Un diccionario de latín sirva, quizás, para desasnarnos en lo inmediato: “Stigma, -atis” se define como estigma, marca hecha con hierro candente. O en sentido figurado, ignominia. A su vez, el verbo transitivo “Stigmo” se traduce como “señalar con un hierro rusiente”. Y en la misma línea, el término “Stigmatias” significa “esclavo marcado”.[1] Si pensábamos que la dimensión religiosa estaba en el sentido original del término, sabemos ahora que se trata de un uso posterior. Podemos afirmar incluso que la palabra tenía un trasfondo social, puesto que era la marca de un antiguo estrato inmutable: el del esclavo. Pero este hallazgo no debería sorprendernos: el latín es más antiguo que el cristianismo. Y sobre todo el griego. Por eso, su connotación religiosa marca un momento de la historia de la palabra en la que una nueva apropiación conserva matices ya contenidos en su uso jónico. Señal, marca, herida, cualquiera sea la noción asociada, todas contienen la idea de una imagen que comunica. En su acepción religiosa, el estigma pasa a ser un mensaje de santidad que liga a aquel que lo porta con los padecimientos de Cristo, cuya representación pictórica o escultórica nos recuerda que por nosotros sufrió en al Cruz.

En 1999, Patricia Arquette, la exitosa protagonista de la serie norteamericana “Medium”, participa del film “Stigmata” (Dir. Rupert Wainwright) anticipando ya, como un estigma inexorable, su temprana filiación con la ficción de corte esotérico. Allí, Gabriel Byrne interpreta a un sacerdote apasionado por la ciencia, que encuentra en ella la herramienta para descartar falsos fenómenos paranormales e identificar hechos inexplicables, antes de que el Vaticano acepte su ingreso en la casuística de los milagros. Arquette se pone en la piel de Francky, una peluquera cuyo nombre, según el dogma, evoca al primer portador de estigmas, San Francisco de Asís. Al igual que su antecesor anacrónico, y a pesar de su incredulidad, su paganismo y su sexo, comienza a padecer los célebres estigmas que sólo los más devotos pueden recibir. Pero aquí, estas marcas aparecen como mensajes antieclesiásticos de naturaleza trascendental: son la palabra de Dios. Las lesiones de Francky son estudiadas por el personaje de Byrne e interpretadas como la denuncia divina de una mala representación pictórica acerca de dónde están verdaderamente las heridas de Cristo.De acuerdo al dogma, el estigma reproduce en el cuerpo las heridas que muestra la iconografía cristiana, sostenida y nutrida por la polifónica historia del arte. Pero en la obra de Wainwright, el estigma es un mensaje de Dios que viene a revelar la distorsión históricamente ejercida por esa misma iconografía. La marca física es aquí una suerte de nuevo evangelio que desmiente a los anteriores. Los estigmas, que al aparecer en el mundo contemporáneo trastocan su verosimilitud, contienden con las tradicionales representaciones pictóricas o escultóricas de estos fenómenos y la enunciación verbal de Cristo. Todo deriva en la cuestión fundamental de la representación de Dios en la tierra y toda la cadena de representaciones que sostiene la estructura de una institución. Para los más instruidos en el género, se trata de un thriller religioso. Para los eruditos de la cristiandad, una obra plagada de errores, capaces de estremecer a cualquier feligrés.

Algunos aportes teóricos

En los marcos de la sociología o la psicología social, el estigma de un individuo es aquello que lo inhabilita para la plena aceptación social. De acuerdo al libro de Erving Goffman titulado Estigma. La identidad deteriorada[2], el término es utilizado para referirse al mal en sí mismo que porta ese sujeto y no a la manifestación de ese mal, aunque en ocasiones se trate de lo mismo. La sociedad establece los medios para categorizar a las personas y los rasgos que se consideran naturales en esas categorías. El término estigma es usado para referirse a atributos profundamente desacreditadores. Pero esos atributos no son en sí ignominiosos sino que lo son en relación al estereotipo según el cual creemos que debe ser determinada especie de individuos. Una incongruencia en esas relaciones da como resultado una estigmatización:
Un atributo que estigmatiza a un tipo de poseedor puede confirmar la normalidad de otro (…)

El carácter público o desconocido del atributo divide la categoría en dos: el desacreditado y el desacreditable, situaciones ambas por las que pasa el estigmatizado. Goffman distingue tres grandes tipos: las abominaciones del cuerpo (distintas deformidades físicas), los defectos del carácter (pasiones, creencias y atributos así como también fobias o adicciones) y los estigmas tribales de raza, nación o religión. Sea cual sea la característica indeseable, mitiga los restantes atributos positivos que pudiera ofrecer el sujeto. Goffman denomina normales a aquellos que no se apartan negativamente de las expectativas sociales. Su trabajo indaga la interacción de ambos tipos (el estigmatizado y el normal), los usos que ambos hacen del estigma (visibilizado u oculto) y el relato autobiográfico del sujeto desacreditado.

Como todo lo que forma parte del análisis de la cultura, nada pasó inadvertido en el pensamiento de Michel Foucault. Sus ricos seminarios del Collège de France (1974-1975) publicados en Los Anormales ofrecen figuras tipológicas para pensar los discursos clínicos estigmatizantes que determinaron muchas de las prácticas estatales. Si bien en Los anormales, Foucault no aborda el término “estigma”, realiza una gran clasificación de la anormalidad entre el monstruo humano, el individuo a corregir y el onanista, como antiguas formas de “desviación”. Algunos equívocos que según Foucault siguen frecuentando el análisis del hombre anormal son los juegos nunca controlados entre la excepción de naturaleza y la infracción al derecho. Se puede estudiar así la evolución de la pericia médica legal en materia penal desde el acto monstruoso problematizado a comienzos del Siglo XIX hasta la noción de individuo peligroso, a la que es imposible atribuir un sentido médico o un status jurídico a pesar de ser la noción fundamental de las pesquisas contemporáneas[3] y cualquiera que haya visto “La ley y el orden. U.V.E”, sabe que es cierto.

Los seminarios quizás sean deudores de un trabajo más parcial que Foucault habría realizado con el fin de estudiar las relaciones entre la psiquiatría y la justicia penal. En su obra llamada Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…[4] (un título por demás ilustrativo), se ofrece una intrigante recopilación de documentos sobre el parricidio y el fratricidio cometido por aquel que suscribe. Jueces, testigos y psiquiatras acompañarán la reconstrucción del crimen. Y en ese afán, incurrirán en estigmatizaciones, ya no del sujeto, sino de rasgos psicológicos pasibles de ser encontrados en cualquier individuo mentalmente sano.

Según el filósofo francés, la exposición de fuentes y testimonios de diversas características permite reencontrar el hilo de esos discursos, como armas, como instrumentos de ataque y de defensa frente a relaciones de poder y de saber en torno a un caso criminal[5]: una contienda entre diferentes voces dentro del dispositivo psiquiátrico y los peritajes policiales. Por nombrar un ejemplo de la historia de la criminología argentina, el excelente trabajo de María Moreno titulado El Petiso orejudo[6] ilustra una heterogeneidad textual de documentos y versiones en juego alrededor de los episodios penales en cuestión. El criminal a quien todos conocieron con el apodo que da título al libro, representa una concepción de la monstruosidad que además de llevar el estigma de sus crímenes atroces, fue objeto de experimentación y puesta a prueba de las teorías de Lombroso. Teorías o pseudociencias retrógradas fuertemente estigmatizadoras de ciertos rasgos físicos o biológicos que explicarían la motivación delictiva (como ser las marcas en la frente, el cráneo o el tamaño de los genitales). En ese trabajo, el testimonio de Cayetano Santos Godino (alias, El oreja), está sepultado por un conjunto de voluntades de saber que intentan adaptar la sintomatología local a los antecedentes internacionales. Son nada menos que gestos de poder que convierten las marcas físicas de Godino en estigmas de los que serán portadores otros sujetos, juzgados a partir de la casuística criolla asentada por los doctores Negri y Lucero, entre otros médicos estrella de alta investidura. 

Pero esos modos de estigmatización encerrados en prácticas médicas anquilosadas, no revelan la actualidad del estigma como marca de nuestra dinámica social actual, en tiempos en que ningún residente de una villa puede colocar su domicilio en un Currículum Vitae. Aunque simple en su vuelo teórico, la perspectiva de Goffman es de suma utilidad porque demuestra que la marca ignominiosa, no lo es de suyo, sino en arreglo a un estereotipo preconcebido socialmente. Al recuperar el término, Goffman acuña una definición de normalidad en oposición a la de desacreditabilidad, que finalmente no pone en cuestión. Habla de “nosotros, los normales” en términos inclusivos y esto se torna polémico en la medida en que, gracias a su propia definición de estigma, todos podemos ser portadores de una marca desdeñada. Lo normal es tan relativo como lo anormal. Si entendemos que la cultura interviene como un sistema de signos[7], el estigma es un signo que habla tanto de aquel que lo porta como de la sociedad que le da sentido. Es por eso que todo rasgo o toda marca de una experiencia, en la medida en que constituyen signos, son susceptibles de estigmatización.

En el final fue la Ciencia Ficción

De esto, el film “Gattaca” (1999), dirigido por Andrew Niccol, ofrece una admirable ejemplificación alegórica. El ser “normal” de nuestro mundo se opone a una nueva normalidad: la del sujeto alterado genéticamente. Un Estado que registra el ADN de todos los individuos, decide quién puede ingresar a determinadas instituciones y quien no. En esa distopía de la perfección eugenésica, un defecto tan corriente como la miopía es un estigma revelador de un secreto. Estamos ante una nueva concepción del romanticismo estético en la fiesta de la ciencia ficción, puesto que hablamos del estigma del sujeto concebido a la antigua. Hacer el amor con fines reproductivos conlleva el riesgo de la estigmatización de la propia descendencia, un peligro que la sociedad ya no quiere correr. Comienza el camino de la manipulación genética, ya libre del estigma de lo no natural. Advienen nuevos tiempos de transición en donde conviven el “perfecto y válido” frente al “degenerado”, palabra que mantiene su marca de desprecio. Pero en esa sociedad nada impide el estigma adquirido: un accidente marca la “invalidez” de un individuo de laboratorio que alquilará su identidad genética a un no-válido para que este cumpla su sueño vocacional, estrictamente prohibido para un ser humano concebido naturalmente. Ambos alter egos compartirán un estigma diferente. El film construye una ucronía en donde lo aceptable en esa realidad distópica es el reverso de lo admisible en nuestro mundo fáctico. Pero hay algo en común entre nuestro universo y aquel: cualquier elemento identitario es susceptible de estigmatizaciones gracias a la contingencia de la dinámica social. Por eso este pastiche: para ilustrar la retroversión pagana de una palabra que partió de la estratificación social, pasó a describir un fenómeno paranormal pseudoreligioso persistente como motivo pictórico narrativo, y que finalmente dio origen a una categoría sociológica. De dónde venimos, qué aspecto tenemos, qué defectos, qué virtudes incluso, la lengua que hablamos y cómo, nuestras discapacidades, nuestros hábitos sociales, los productos culturales que consumimos, las religiones en las que creemos, las capacidades que desarrollamos, el barrio en el que vivimos, el sexo que preferimos, nuestras formaciones y malformaciones y todo aquello que nos atraviese como sujetos. Todo puede ser motivo de estigmatización.

Mientras que el discurso dogmático pretende explicar el estigma religioso como un mensaje trascendental cuyo portador también es elegido por una decisión divina e imperturbable, el estigma social o psicológico es mundano e históricamente construido, desde la psiquis del sujeto que lo porta, hasta las relaciones sociales que se construyen alrededor suyo. La buena noticia es que, por fortuna, si fuimos capaces de adjudicar(nos) y estacar(nos) los estigmas, también somos capaces de corromperlos. ¿Cómo? En principio y sólo en principio, identificando los mensajes que los soportan y los reproducen

 


[1] AAVV. Vox. Diccionario Ilustrado de Latín. Spes, Barcelona, 2003.

[2] Goffman, Erving. Estigma. La identidad deteriorada. Amorrortu, Buenos Aires, 1963.

[3] Cfr. Foucault, Michel. Los anormales. Curso en el Collège de France. (1974-1975). Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 1999. p.298.

[4] Foucault, M (1973). Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano…, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.

[5] Cfr. Ibid., p.18.

[6] Moreno, María. El petiso orejudo. Planeta, Buenos Aires, 1994.

[7] Lotman, Jurij y Uspenskij, Boris. “Sobre el mecanismo semiótico de la cultura”. En Lotman, Jurij. La semiosfera III. Semiótica de las artes y de la cultura. Cátedra. Madrid, 2000.

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